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El país|Lunes, 9 de abril de 2012
Opinión

Poner las manos en el fuego

Por Guido Croxatto *

Eduardo Luis Duhalde me enseñó que el mayor enemigo de los derechos humanos no es el hambre. No es la desigualdad. No es el delito. No es el desempleo. No es la pobreza. No es el analfabetismo. No son las guerras. No es el odio. No es la discriminación. No es la falta de oportunidades. Es el silencio.

En noviembre del año pasado, Eduardo me pidió, un viernes lluvioso a la tarde, que fuera con él a la presentación de un libro de poemas (“Ya que a vos te gustan estos temas”, de la colección Los detectives salvajes, detectives por la memoria). El libro se llamaba Hubiera querido, de Rosa María Pargas. Cuando volvíamos en el auto, después de la presentación conmovedora y multitudinaria junto a sus familiares, leyendo esos poemas de una mujer que incluso mientras la torturan piensa en los demás, me dijo “ves que los desaparecidos no es que no están. Están. Los desaparecidos están, y tienen palabra”. La gente lloraba. Las palabras de Pargas, leídas con voz entrecortada por su hija, invadieron la sala. Esta es mi mamá. Está en la palabra. El desaparecido no está desaparecido.

Esa era la principal lección de Duhalde: no callar. No te calles. Las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo no se callaron cuando todos callaban. Y las tildaban de “viejas y locas”. Ellas hablaron. No callaron. Pusieron el cuerpo y la palabra. Muchos callaban. (Todo el mundo “sabía”, decía Eduardo.) Vivimos callando y temiendo hablar y decir lo que vemos. Para Duhalde, como para Néstor Kirchner, defender el derecho era defender también la palabra. Una palabra puede hacer la diferencia. Una palabra valiente puede terminar con la discriminación y el olvido. Y el odio. A veces hace falta sólo eso.

Duhalde nos enseñó a pensar el derecho y la memoria desde otro lugar. En sus últimos tiempos, Duhalde era plenamente consiente de que había un cambio de paradigma en el derecho. Por eso quería diseñar una teoría de los derechos humanos. Estos derechos, desde Edmund Burke y De Maistre, permanecen no fundamentados. Muchos autores modernos (como Rawls, Bobbio, Rorty o Raffin) piensan que los derechos humanos esenciales no se pueden fundamentar y que su genealogía “se pierde en la noche oscura de los tiempos”. A Duhalde esto le parecía peligroso. Podíamos caer en la noche de los tiempos que dice que los derechos “son sólo una hoja de papel”. Duhalde quería pensar el derecho. Quería avanzar. Quería recuperar el derecho. No hay derechos humanos sin memoria. La memoria es parte de este cambio de paradigma. La memoria viene a complementar y a enriquecer a la democracia. Por eso, siempre decía que los derechos humanos son el contenido ético de la democracia. Duhalde quería abrir un centro de pensamiento del derecho, que capitalizara la experiencia notable de Argentina. Y también pensaba en una Academia Nacional de Derechos Humanos. El auge de los derechos tiene mucho que ver con el respeto y la promoción de la memoria. Promover la memoria era promover “un discurso (y no sólo un recuerdo) que opera como la antítesis del olvido”, decía. El derecho es hijo histórico de la memoria. Promover la memoria es promover el derecho.

El Centro Enrique Marí, que Duhalde buscaba consolidar, encarnaría una reflexión con un fin práctico. Como decía Adorno en Mínima Moral (y estas son palabras de la declaración de principios del Centro, que todavía no vieron la luz), “lo único que le queda a la filosofía es responsabilizarse”. Este era el dilema de la filosofía alemana después de Auschwitz. Pero es también el dilema de la filosofía argentina después del Proceso. Y en realidad es el dilema de toda filosofía y de toda persona: el compromiso.

Su preocupación por la filosofía del derecho no era casual. Duhalde estaba en contra de los filósofos del derecho, de los pensadores, de la universidad argentina, que se divertían durante la dictadura haciendo juegos abstractos (y cobardes) de “lógica formal” (buscando lagunas abstractas) mientras afuera la gente joven y no tan joven era torturada, mancillada, y desaparecía. Estos profesores eran los que dirigían el Departamento de Filosofía del Derecho de la UBA. Eran cómplices que se vendaban los ojos. Hacían lógica porque no podían hacer ni defender el derecho. (¿De qué valían las clases de derecho constitucional durante la dictadura, de qué valía la filosofía del derecho atropellado?) Los profesores de derecho eran personas que debatían y debaten “analíticamente” el sentido de una palabra en un autor, pero no eran ni son capaces de defender el Derecho concreto fuera de la academia: en la vida. Donde, muchas veces, las teorías elegantes se callan o se desmoronan. Cobran otra dimensión. Caen en el idealismo, en la complicidad, y en el silencio. Eso no puede ser el derecho ni su filosofía, pensaba. Hay otro derecho. Hay que sacar el derecho de la facultad (que reprobó la tesis “La miseria”, de Alfredo Palacios, porque al derecho no le gustaba ver la miseria). Hacer filosofía es pensar el derecho (y no dejar que los filósofos del Proceso, que aún dominan la filosofía legal en la UBA, nos sigan diciendo qué es el derecho, qué sentido y qué aspiraciones debe tener el derecho argentino). Por eso quiso fundar Duhalde un Centro de filosofía, epistemología y semiología de los derechos humanos –cuyo nombre ya había elegido: se iba a llamar Enrique Marí, en homenaje al filósofo del derecho argentino, enemigo de los filósofos del derecho de la UBA, que más de una vez lo reprobaron con un dos por oponerse a su visión anticuada y positivista del derecho–. También Marí era un crítico del derecho. Duhalde quería que todos pensáramos y aportáramos al derecho, como aportamos a la memoria.

El debate de fondo es la relación negada del derecho con la política, una relación que el derecho del siglo XX negó hasta el absurdo, pagando por ello precios muy caros. Como los militares durante el Proceso, los profesores de filosofía del derecho de la UBA creían y creen aún que el derecho no tiene nada que ver con la política. Que el derecho no tiene nada que ver con la “ideología”, como dice Menéndez. Es sólo un “sistema” coherente de normas puras que puede aprenderse en la facultad. Pero Duhalde sabía que no era así. Que la legalidad, fundada en Alemania por Anselm von Feuerbach, está cambiando. Que el derecho evoluciona. Que el derecho sin el compromiso concreto del hombre ético se convierte en una letra muerta y vacía. Se desmorona. El derecho necesita de la moral. Y de la acción. Como el ministro Alak dijo con palabras lúcidas, Duhalde era un hombre bueno y sabio. Todos los que tuvimos la oportunidad de aprender de él, sabemos que él transformó generosamente y de manera profunda nuestra manera de pensar y defender el derecho. Duhalde era un ser generoso. Tal vez, la generosidad era el rasgo que mejor lo distinguía.

Cuando le preguntaba cómo hacía para no indignarse con las palabras de un torturador o un criminal, Duhalde era categórico: “No polemizo con un genocida”. Cuando Viñas murió, me dijo “perdimos a un grande”. Ahora perdimos a dos.

Duhalde nos enseñó, como Néstor Kirchner, que vale la pena poner las manos en el fuego por los otros. La política y la memoria son eso: poner las manos y quemarse las manos en el fuego. Tal vez Kirchner fue el primer presidente que nos enseñó eso. Kirchner puso las manos en el fuego cuando dijo “conmigo entran mis compañeros muertos”. Así fue. Por eso, en la Argentina la política y la democracia y la palabra volvieron a tener sentido. Porque volvió a tener sentido la memoria. Teníamos una juventud que no se metía. Que no creía. Que no luchaba. Que no tenía palabra. Que no ponía las manos en el fuego por nadie ni por nada. Ese modelo y esa democracia (y ese silencio) colapsó en 2001. Kirchner lo dijo y vale la pena recordar sus palabras: “Formo parte de una generación diezmada, castigada con dolorosas ausencias; me sumé a las luchas políticas creyendo en valores y convicciones que no pienso dejar en la puerta de entrada de la Casa Rosada. No creo en el axioma de que cuando se gobierna se cambia convicción por pragmatismo. Eso constituye en verdad un ejercicio de hipocresía y cinismo. Soñé toda mi vida que nuestro país se podía cambiar para bien. Llegamos sin rencores, pero con memoria”. En esas pocas palabras de Kirchner estaba expuesto y resumido su plan de gobierno. Su objetivo. Su legado. Duhalde encarnaba inmejorablemente, y apasionadamente, ese proyecto y esa palabra. Un derecho que se compromete. Que no elige callar.

* Asesor de la Secretaría Nacional de Derechos Humanos.

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