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El país|Domingo, 27 de abril de 2003
DEBATES
EL CONFLICTO SOCIAL

Alrededores de Brukman

Un nombre, una constitución, dos puntos de vista sobre el lugar que tiene la propiedad en la política. Dos reflexiones sobre cómo los eventos que giraron y giran alrededor de la fábrica Brukman permiten entender la jerarquía que va de los derechos de las personas a los derechos de la propiedad.

Roberto Gargarella *.
Las viejitas y el derecho de propiedad
Hay quienes creen que el derecho de propiedad es el faro desde el cual se debe pensar la Constitución y poner en orden la estructura de nuestra declaración de derechos. Se equivocan. Ese faro está conformado, en todo caso, por los principios constitucionales de libertad e igualdad, y es a partir de ellos que podemos dotar de sentido a toda nuestro ordenamiento jurídico. Decir esto implica sostener que el derecho de propiedad no es la carta ganadora de nuestra organización constitucional: contra lo que muchos piensan, no basta con levantar la carta de la propiedad para silenciar a todos los demás derechos y mucho menos para acallar la Constitución.
Pensar la Constitución, como aquí se sugiere, desde un compromiso con nuestra igual libertad nos lleva a decir, por ejemplo, y junto con una jurisprudencia bien asentada, que el derecho a la libre contratación debe ser vencido por nuestro igual derecho a no ser discriminados; que el derecho a controlar la organización de la empresa debe ceder frente a la obligación de garantizar condiciones elementales de higiene y salubridad; que por más importante que sea el derecho a la libre expresión, la publicidad comercial puede ser regulada para que nadie resulte engañado por ella; que el derecho a organizar emprendimientos industriales no conlleva el de abusar disciplinariamente de los empleados; que la facultad de introducir productos novedosos en el mercado (i.e., productos alimenticios) debe ser limitado por el derecho a resguardar la salud de cada uno.
En definitiva, y como vemos, la discusión jurídica no termina sino que recién empieza cuando alguien enuncia en su favor un artículo constitucional sobre la protección de la propiedad. Hoy, jueces, abogados y periodistas se apresuran a acallar a las viejitas de Brukman espetándoles su ignorancia jurídica, su desconocimiento de la Constitución. Habrá que decirles, una vez más, que no atropellen, que no abusen de un derecho que puede estar negándoles la razón. Es hora de sacar las telarañas de los libros y dejar de presentar nuestra Carta Magna como un mero salvoconducto en favor de los que mandan. Es hora de reconocer, por lo demás, que el derecho a trabajar, el derecho a unas condiciones dignas y equitativas de labor; el derecho a participar de las ganancias de las empresas; el derecho a controlar la producción; el derecho a colaborar en la dirección de las empresas, son también ¡oh sorpresa! derechos que figuran en nuestra Constitución, aunque entre muchos, y desde un principio, hayan logrado que nos olvidemos de ello.
* Profesor de Teoría Constitucional en la Universidad Di Tella y en la UBA.

Por Alejandra Dandan.
En el nombre del señor

Hace algunos meses, cuando se apagaba el invierno del año pasado, la voz de un hombre aparentemente joven, formado, entrador, comenzó a hacerse familiar, rutinaria. Llamaba a los teléfonos que tenía a mano para presentarse como vocero de otra persona, de otro nombre que por varias razones también era familiar.
“Me gustaría presentárselo”, comentaba. “Es el señor Brukman y está muy interesado en contar su propia versión de la historia.”
¿El señor Brukman? Aquellos llamados no fueron tantos pero tenían los encantos de las conversaciones guiadas por la lógica de los relatos fantásticos. Había alguien, un tal señor Brukman, que reclamaba la propiedad sobre un nombre. Que exigía una restitución con la desesperación de quien implora la recuperación de un cuerpo. En ese momento, el señor Brukman era eso: un cuerpo sin nombre, una suerte de desplazado social.
En pocos meses su nombre había cambiado de manos. Se había convertido en una marca registrada por otra historia, en un símbolo donde se condensaban los tramos de uno de los años más interesantes del país. Para entonces, su vieja textil era uno de los galpones ocupados por ex operarios que habían sabido burlar dos allanamientos. Que habían logrado articular su propio esfuerzo con el de otros sectores obreros, con estudiantes, con asambleas y hasta con aquellos teleparticipantes que del otro lado del televisor asistían cada tanto a las celebraciones de sus combates sin trasladarse de canal. Ese consenso se transformaba de alguna manera en el garante de la toma abierta dentro de la fábrica. Una toma que, por cierto, ofrecía una posición propia y osada en el proceso de recuperación de fábricas cerradas o quebradas que se había disparado en el país cuando faltaban pocos meses para las jornadas del 18 y 19 de diciembre de 2001.
El grueso de fábricas refundadas desde aquel momento siguió un camino distinto a Brukman. Sustituyeron la precariedad jurídica de la toma con la creación de cooperativas de trabajo. Así lo hizo Gip Metal, una vieja metalúrgica de Avellaneda que luego de una quiebra fraudulenta fue transformada en la Cooperativa Unión y Fuerza. Así sucedió más tarde con la fábrica de helados de Ghelco, con Los Constituyentes, con Roby, con las decenas de fábricas que fueron alineándose principalmente, y al inicio, detrás de las corrientes que dieron origen al Movimiento Nacional de Fábricas Recuperadas. En ese escenario, Brukman planteaba una posición distinta, una lógica donde la palabra cooperativa se parecía a un obstáculo en el camino hacia un cambio estructural. Brukman hablaba de Control Obrero, sumaba a las asambleas, a los vecinos del barrio, a algunas corrientes políticas, a distintos grupos del mundo del arte y discutía acerca de la generación de un plus de recursos para sostener procesos similares que nacían en otras ex empresas. En esa línea intentaban una participación activa y política del Estado. Le reclamaban el lugar que tenía que ocupar. En esa misma línea estaban trabajando para entonces los obreros de Zanon y en esa misma discusión habían quedado ellos cuando por aquellos días aquella voz volvía a sonar en el teléfono intentando una conexión con alguien que aún reclamaba la preexistencia de un nombre y un lugar.
¿De qué Brukman hablaba aquella voz si no era de esos obreros? ¿De qué Brukman podía hablarse si no era de las decenas de fábricas que se multiplicaron con consenso social, con garantías legislativas y hasta protecciones jurídicas? Pero la voz insistía. El señor Brukman, decía, está buscándola, quiere hablar.
“¿Sabe qué significa?”, diría más tarde el viejo señor Brukman, sentado a una mesa de bar, acompañado por su vocero, por un bastón y por un presente donde su lógica parecía extinguirse. ¿Qué significaba que loshombres que lo obedecieron durante más de cuarenta años de pronto ya no lo hacían más? ¿Qué significaba que de pronto sus llaves, esas con las que abría su despacho, ya no funcionaban? ¿Qué significaba para el viejo advertir su nombre colgado y flameando en una bandera de un partido distinto?
Para entonces a Brukman no le quedaba nada. Ese país bajo el que había crecido su empresa se había hecho trizas sin avisarle. Y eso advertía cada vez que intentaba explicarlo. Le sucedía ante la Justicia, cada vez que buscaba con sustentos legales corregir la idea de recuperación como una usurpación de ilegales. Le sucedía cuando intentaba argumentos jurídicos y se encontraba con jurisprudencia en contra, creada por la sucesión de precedentes que se habían ido gestando con las medias sanciones legislativas obtenidas por algunas fábricas recuperadas de la Provincia de Buenos Aires y la Capital. Le sucedía cuando buscaba aire en los medios y advertía páginas y páginas de reflexiones sobre la reactivación de un país encarada desde las bases. Le sucedía cuando, finalmente, gritaba su apellido a cualquiera y ni siquiera en ese momento lograba un poco de credibilidad.
El viejo señor Brukman no sólo había perdido la fábrica. Durante todos estos meses había perdido el título de propiedad sobre un nombre y había perdido los lazos con un país que por entonces parecía dispuesto a repensar hasta la idea de propiedad. Por entonces, todavía no había terminado el año 2002, todavía no se habían cerrado acuerdos, todavía no había actos de coquetería eleccionaria, todavía existía Zanon. Y todavía alguna cadena de llamados alcanzaba para crear un cordón poderoso, impenetrable, efectivo frente a los galpones de la fábrica. Sobre un frente que se extendía más allá de los límites espaciales de una calle. Y era capaz de desobedecer el mandato de un nombre o de una voz.

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