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El país|Martes, 4 de septiembre de 2012
El testimonio de Cristina Murias, hermana de uno de los curas asesinados

“Tenían miedo por la persecución”

Luciano Benjamín Menéndez salió de la sala y evitó así escuchar la descripción que la hermana de Carlos Murias realizó ante el tribunal que está juzgando el asesinato de los curas de Chamical, los dos sacerdotes que trabajaban con el obispo Angelelli.

Por Alejandra Dandan
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El juicio por el homicidio de los curas de Chamical se está desarrollando en La Rioja.

De las cosas del cura Carlos Murias quedó un reloj roto, el anillo del rosario. Una guitarra, una Biblia y esa cadenita con la que su hermana Cristina ayer se sentó a declarar. Cuando el obispo Enrique Angelelli dio la misa de cuerpo presente faltaban veinte días para que lo mataran también a él. Cristina había logrado llegar desde Córdoba con sus hermanas y su madre, que se quebró frente al cajón que estaba cerrado y no le dejaron ver el cuerpo para preservarla. A Carlos le habían arrancado mechones de pelo y las huellas de sangre sembraron el camino del descampado donde lo arrojaron, al lado del cuerpo del cura francés Gabriel Longueville. “En la homilía, monseñor Angelelli nos da la pauta de todo”, dijo Cristina. “El lloraba muchísimo y desde el púlpito decía: ‘No nos interesan las siglas, ni los nombres; nos interesan quiénes planearon esto; quiénes fueron los instigadores; quiénes pueden desde la fe cometer estos crímenes; quiénes pueden invocar la fe para hacerlo: nosotros los perdonamos porque es de cristianos perdonar, pero esperamos que recapaciten’. No recapacitaron en 36 años”, se expidió Cristina.

El Tribunal empezó la audiencia con las indagatorias. Luciano Benjamín Menéndez, de traje impecable con un manojo de hojas en la mano, se negó a declarar, aunque abundó sobre el riesgo que en su lógica corren las “instituciones de la República” (ver aparte). En un momento se quejó porque desde la calle oía el ruido de alguna música. “No podemos hacer nada, señor”, le explicó el presidente del Tribunal, Camilo Quiroga Uriburu. El represor que tuvo a cargo las ejecuciones del III Cuerpo del Ejército se puso chistoso: “Entonces –dijo– vamos a tener que seguirles el ritmo”.

Apenas empezó a hablar Cristina, él se levantó y salió de la sala. Se quedaron los otros dos acusados: el comodoro Fernando Estrella, segundo jefe de la Base de la Fuerza Aérea de Chamical, el centro clandestino donde estuvieron los curas. Y el comisario Domingo Benito Vera, uno de los autores de los crímenes y protegido en la provincia por un entramado parental que hasta hace un mes le permitió estar en libertad.

Atragantada por miles de datos que guardó en la memoria durante años, Cristina explicó no sólo la historia de su hermano y la persecución de la pastoral sino los nombres que integraron la cadena de impunidades que los llevó a un primer juicio en la Justicia ordinaria, en el que los dos únicos acusados fueron absueltos y la familia casi termina acusada.

“Mi hermano venía siempre a La Rioja; venía cuando tenía vacaciones porque el resto del año estaba en la casa de los conventuales de Buenos Aires”, dijo. A poco de ser ordenado, pasó de Buenos Aires a La Rioja. “En las reuniones familiares, el tema recurrente era la pastoral del obispo: él estaba convencido de que era el lugar de un compromiso junto al hombre y no desde los púlpitos, realmente estaba enamorado de ese trabajo. Conocimos de boca de él que Angelelli era perseguido porque su tarea pastoral afectaba a los intereses de estos grupos.”

Cristina recordó algunos de los conflictos más importantes. El impulso a la cooperativa agraria con laicos del movimiento rural que pedía la expropiación de la finca Azzalini. Los ataques a Angelelli, al grupo de laicos y a las monjas de los llamados Cruzados de la Fe con base en Anillaco, un grupo al que ella comparó con Patria, Familia y Propiedad. “Todos los vicariatos estaban compenetrados con la tarea que había que hacer, pero no sólo con problemas de las tierras sino también con las enfermedades; denunciaron el Chagas, la tuberculosis por falta de nutrición y a la vez una sequía endémica. Gabriel enseñaba, por ejemplo, a la gente que el agua que usaban para enjuagarse la ropa podía servir también para las huertas.”

Después del golpe, la persecución se agudizó. Ya habían detenido a algunos curas. Y en medio de los retenes, un día detuvieron a Carlos. “Antes de matarlo, lo habían llevado un día a la Base (Aérea de Chamical). Como el padre Gabriel no estaba, lo acompañó otro sacerdote, Francisco Carbonell. Lo llevan a la base: le cuestionan la prédica que hacían ellos. Y les decían: ‘¡Esa no es la Iglesia en la que nosotros creemos!’”.

Las homilías eran grabadas. “El alférez (Ricardo) Pezzetta, que está con falta de mérito, era uno de los que grababa: como antes no había grabadores chicos, ni digitales, usaba uno de los más grandes y se sentaba a grabar en la primera fila, así nomás, como una forma de intimidarlos.”

Para junio de 1976, Carlos viajó a Córdoba para el entierro de su padre. Lo acompañaron Gabriel y una religiosa. “Tenían miedo de lo que les podía pasar en la ruta, ya habían tenido esos plantones, se veía que tenían miedo.” Carlos se quedó durante los días siguientes. “Hablamos mucho de las persecuciones, estaba preso el padre Eduardo Ruiz, que era un capuchino, y él tenía mucho temor de la forma indisimulada de la persecución para toda la diócesis.”

Los primeros días de julio, cuando se produjo la matanza de los Palotinos, Cristina decidió ir a buscar a su hermano. “Se ve que es todo cierto esto de la persecución, indudablemente esta matanza no pudo haberse dado sin el consentimiento de las autoridades militares”, se dijo. “Decidimos ir a Chamical a buscarlo. Los conventuales ya le habían dicho que querían sacarlo, pero él les dijo que no quería porque le había prometido a Angelelli quedarse. El 9 de julio no pudimos viajar porque mi hijo se enferma, y después ya no pudimos viajar: nos enteramos de la muerte el 21 de julio. El obispo llamó a los conventuales, a mí me llaman a Tribunales, cuando llego a la casa de mi mamá me dan la noticia.”

Entre aquellos datos de la persecución general, hay una trama más personal de la que también dará cuenta la causa. Aparece un comodoro llamado Bario y un lugarteniente interesados en las enormes extensiones de tierras del pueblo de Merced de la Chimenea. El esposo de Cristina sabía que querían comprarles esas tierras a los campesinos. Carlos, que a su vez trabajaba con la pastoral en ese lugar, llegó a decirle que eso no eran compras sino un “desapoderamiento” para la gente. Aquel lugarteniente apareció en Córdoba antes del secuestro de Carlos. Y le dijo al marido de Cristina que su cuñado “pare con la lengua”. Esa noche, ellos llamaron a Chamical para advertirle a Carlos. Carlos, quien les dijo que ya sabía de las amenazas, les prohibió que vuelvan a llamarlo desde esa casa.

“¿Recibió apoyo de la Conferencia Episcopal?”, preguntaron los abogados a Cristina. “No”, dijo ella. Y recordó que Angelelli se quedó en Chamical y recibió una lista de otros curas y otras monjas que estaban amenazados. Todos colaboraban en el asesoramiento de los campesinos. “En ese momento, el obispo viaja para hablar con Primatesta y con Menéndez. Creo que Primatesta no puede (recibirlo) y Menéndez le dice que el que se tiene que cuidar es usted. En ese momento vuelve a la casa de su sobrina en Córdoba y le dice a ella: ‘Estamos solos’. Su sobrina le preguntó: ‘¿No tenés miedo?’. Y él le dijo: ‘Claro que tengo miedo, pero no voy a meterme abajo de la cama. Miedo tenemos todos, el tema es superarlo’.”

Menéndez pidió hablar en la sala nuevamente por la tarde. Lo único que dijo fue una cosa: que nunca vio a Angelelli.

En la sala nadie le cree.

Otro Menéndez dixit

“Me niego a hablar porque estos juicios son inconstitucionales”, dijo el represor Luciano Benjamín Menéndez. Con unas hojas en el escritorio, de todos modos se dedicó a criticar a las instancias que lo llevaron al juicio instalado en la lógica de la guerra. Palabras como “terroristas”, “marxistas”, “conducidos desde el extranjero” y lecturas de editoriales del diario La Nación guiaron su prédica. “Por lo demás, se da una paradoja que es grotesca: los terroristas que atacaron a la república conducidos desde el extranjero en los años ’60 y ’70 querían reemplazar la república por grises organizaciones marxistas, ahora aprovechan, se refugian y usan esas mismas instituciones de la democracia que trataron y tratan hoy de destruir.” Para Menéndez, “no hay más que ver los nombres y los antecedentes de los que nos acusaban para corroborar su filiación ideológica y su militancia activa de antes y de ahora, de la que ahora se enorgullecen porque creen ver su éxito y el fin de la guerra que emprendieron en el ’60, con el agravante de que su propósito sigue siendo el mismo”.

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