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El país|Jueves, 21 de febrero de 2013
Van a juicio cuatro ex jueces mendocinos por su complicidad con la última dictadura

De cómplices a garantes de la impunidad

Luis Miret, Rolando Evaristo Carrizo, Gabriel Guzzo y Guillermo Max Petra Recabarren están acusados de omitir denunciar e investigar desapariciones y torturas. El ex juez Otilio Romano espera en Chile el resultado de su juicio de extradición.

Por Irina Hauser
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El ex camarista federal de Mendoza Luis Miret y el ex defensor y juez subrogante Guillermo Petra.

Un tribunal oral de Mendoza sentará en el banquillo, juntos, a cuatro ex jueces acusados de haber actuado impartiendo (in)justicia en complicidad con el aparato represivo del terrorismo de Estado. Ellos son Luis Miret, Rolando Evaristo Carrizo, Gabriel Guzzo y Guillermo Max Petra Recabarren, a quienes en algún momento debería sumarse Otilio Romano, sometido ahora en Chile a un juicio de extradición tras intentar conseguir allí asilo político. La imputación que los une es haber omitido denunciar e investigar desapariciones, secuestros, torturas, violaciones de domicilio, robo de bienes de desaparecidos y homicidios, a pesar del conocimiento directo que tenían de esos hechos por los reclamos de familiares y de personas que se encontraban privadas de su libertad en el centro clandestino de detención que funcionó en el Departamento de Informaciones de la Policía de Mendoza (D2). A algunos de ellos se los juzgará inclusive como “cómplices primarios” de decenas de crímenes de lesa humanidad, por haberlos ignorado en forma “sistemática”.

Cuando comenzaron a reactivarse los juicios por violaciones a los derechos humanos, tras la anulación de las leyes de punto final y obediencia debida, abogados y organismos mendocinos –con el Movimiento Ecuménico a la cabeza– advirtieron que en su provincia se topaban con obstáculos que les impedían impulsar los procesos por los crímenes de la última dictadura. Al analizar la situación, advirtieron que una de las grandes trabas aparecía en la Cámara Federal de Mendoza, que deshacía lo que hacían los jueces de primera instancia y liberaban en masa a los represores. Detectaron que dos de los entonces camaristas, Miret y Romano, habían sido juez y fiscal respectivamente durante los años de plomo. Puestos a analizar los viejos expedientes, entre ellos algunos previos al golpe de 1976, sobre personas detenidas con el pretexto de la llamada “ley antisubversiva” (20.840) y por el solo hecho de tener alguna militancia o llevar un panfleto, pudieron detectar cierto patrón de comportamiento del Poder Judicial.

Cuando pidió elevar a juicio oral el expediente sobre la actuación de los jueces durante el período dictatorial, el entonces fiscal Omar Palermo –ahora juez de la Corte Suprema provincial– sostuvo que “los jueces o fiscales” que “tomaron conocimiento de cientos de hechos delictivos gravísimos” y “no promovieron la persecución penal” “fueron cómplices de los mismos”. Ofrecieron, afirmó, “una garantía de impunidad que se transformó en un favorecimiento a los hechos no investigados”. Esa garantía consistía “en no perseguir judicialmente a los miembros de las fuerzas de seguridad responsables de las atrocidades que se cometieron”. “Esta contribución resultó tan decisiva para asegurar la realización del plan sistemático de represión” que “estos jueces y fiscales no pueden ser considerados de otro modo que no sea como cómplices primarios de estos delitos”, dictaminó Palermo. Explicaba también que no hacía falta un pacto explícito, un “pacto tácito resulta suficiente”. “La total falta de investigación de enorme cantidad y gravedad de delitos denunciados no puede sino tener el significado de un gesto a las autoridades militares”, señaló.

En el caso de Miret y Romano, los organismos de derechos humanos concluyeron que hicieron una parábola por la cual como camaristas en democracia tuvieron una actuación análoga (y basada en otros tantos mecanismos) a la que revelaron durante la última dictadura, pero con el mismo propósito que describió Palermo, destinado a proporcionar impunidad. Cuando los investigadores judiciales empezaron a tirar de la cuerda, pudieron reconstruir qué habían hecho esos jueces durante la dictadura cívico-militar. Ese expediente estuvo a cargo del juez mendocino Walter Bento y es el que acaba de ser elevado a juicio oral.

A Miret –quien fue destituido hace casi dos años por estas mismas imputaciones– se lo juzgará por su actuación como juez desde 1975 hasta 1983: se le adjudican 35 omisiones de investigar desapariciones, secuestros, torturas, robos y violación de domicilio. Carrizo será juzgado por 19 omisiones del mismo tipo; Petra Recabarren (que era defensor y subrogaba como juez) por 17 omisiones de impulsar la pesquisa sobre desapariciones y privaciones ilegales de libertad. Carrizo y Petra se jubilaron antes de que se conocieran estos hechos. Guzzo, quien ya no era juez en democracia, está preso aunque goza de arresto domiciliario, como partícipe de 109 delitos de lesa humanidad, inclusive homicidios. Y Romano debería ser juzgado por 98 hechos (de los que tuvo conocimiento como fiscal y como juez subrogante en dictadura), 34 de los cuales se refieren a personas que continúan desaparecidas, pero por lo pronto quedará fuera del juicio oral porque está en Chile, país que debe resolver si lo extradita o no. Romano se fugó, y fue a pedir refugio allí cuando empezó el juicio político que terminó con su destitución en ausencia a fines de 2011.

La investigación sobre la complicidad de los jueces está llena de relatos de secuestros, torturas y desapariciones que llegaron a su conocimiento por denuncias concretas, que ignoraron. La historia de Luz Faingold es emblemática y tiene la particularidad de que en ella converge la presencia de varios de los jueces que ahora serán juzgados. Luz era menor de edad (tenía 17 años) cuando, el 29 de agosto de 1975, fue apresada, encapuchada, amenazada con armas y trasladada al centro clandestino que funcionaba en la D2, una cárcel de adultos, como consecuencia de una orden librada por el ex juez Miret. Allí fue golpeada, violada y torturada, mientras Miret la mantenía incomunicada, y su mamá la buscaba desesperada. Faingold relató que un hombre apareció un día en su calabozo, la miró y se fue. Con el tiempo advirtió que era Romano, contó en el jury en su contra. Además de lo que Romano y Miret pudieron ver por sí mismos, los vecinos de celda de Luz, entre quienes estaba su novio, León Eduardo Glogowski, al ser llevados a declarar, denunciaron las golpizas por ellos mismos padecidas y describieron los gritos de la chica ultrajada. Cuando Glogowski le dijo al juez cómo se ensañaban con él por su apellido, Miret –contó– le respondió: “¡También...! ¡Con ese apellido...!”. El ex juez tampoco quiso devolver a Faingold a sus padres, que la reclamaban, y la mandó después de cinco días de encierro en la D2 a un hogar de menores. Carrizo y Guzzo, según les imputa la acusación, también tuvieron conocimiento a través de las indagatorias de la situación de abuso y torturas que enfrentó Faingold. Ninguno hizo nada.

Según el abogado Pablo Salinas, del MEDH, uno de los impulsores de esta causa, entre el grupo de ex jueces, fiscales y defensores bajo la lupa, iban alternando su participación en las causas y a veces subrogándose mutuamente, siempre leales a una línea de conducta. “Llegaron a ocupar distintos roles en un mismo expediente, actuando de defensor y de juez por ejemplo, reemplazándose entre sí”, describió Salinas a Página/12. “Y estaban para darle una barniz de legalidad a todo, eran los jueces que el aparato represivo necesitaba”, subrayó. Eso es lo que intentarán demostrar en el juicio oral, que comenzaría en abril, y que por primera vez sentará a cuatro jueces juntos para ser juzgados por su función y responsabilidad como colaboradores civiles del terrorismo de Estado.

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