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El país|Domingo, 24 de febrero de 2013
OPINION

Una distancia creciente

Por Washington Uranga

Los datos de la encuesta sobre preferencias religiosas confirman las tendencias que se vienen reconociendo en los estudios más recientes en la materia: la secularización de la sociedad argentina y, en el caso de quienes se consideran personas “religiosas”, una creciente desintitucionalización de la experiencia de fe. Es contundente también, entre los católicos y quienes no lo son, la manifestación a favor de que la Iglesia Católica se “modernice” y renueve algunas de sus posturas.

El estudio de coyuntura realizado por Ibarómetro ofrece, en algunos aspectos, resultados similares a los aportados hace cinco años por la investigación sobre la materia realizada por CEIL-Piette bajo la dirección de Fortunato Mallimaci, con la colaboración de varias universidades (ver aparte y ver Página/12 del 27 de agosto de 2008). Vale consignar que el censo nacional del 2010 no incluyó preguntas acerca de las opciones religiosas de los argentinos.

Resulta especialmente significativo, en el marco de la avalancha de informaciones generadas en torno de la renuncia de Benedicto XVI, que el 64,6 por ciento de los entrevistados sostenga que la figura del Papa tiene poca o ninguna importancia en su vida y que más del 52 por ciento de quienes se consideran católicos tengan la misma opinión. El dato bien puede ser complementario del obtenido por CEIL-Piette dado que en aquel momento, si bien el 91,1 por ciento de los argentinos manifestó “creer en Dios” (76,5 católicos), de ese total solo el 23,1 aseguró que su relación con Dios se hace a través de la “institución eclesial”, mientras que el 61,1 respondió “por mi propia cuenta” ante la misma pregunta.

Una mirada sobre los nuevos datos podría estar dando cuenta estadísticamente de síntomas que se perciben en la vida cotidiana de los argentinos: cada vez menos referencia a lo religioso y, cuando esto se da, la vivencia religiosa o espiritual se verifica al margen de la institución.

Si apenas el 12,2 por ciento le asigna “mucha importancia” a la figura del Papa en su vida y el 14,8 “bastante importancia”, cabría preguntarse por qué la información sobre la renuncia del pontífice católico y todo lo relacionado con su sucesión gana tanto espacio en los medios de comunicación. A modo de hipótesis –y solo en tal condición– podría decirse que aún perdiendo fieles y ascendiente institucional, la Iglesia Católica sigue teniendo peso real y simbólico en la sociedad occidental y maneja resortes de poder que la ubican como uno de los actores todavía centrales en la vida de nuestras sociedades. Su influencia debe ser considerada en la particular condición de una institución que siendo religiosa se mueve por intereses seculares y actúa como cara visible de grupos de poder conservadores que operan a través de ella. ¿Por qué? Porque a cambio de reconocimientos y favores (muchos económicos y otros que garantizan “inmunidades” en diferentes terrenos) y con la intención de evitar el ocaso de su incidencia en la vida política, social y cultural, la jerarquía de la Iglesia Católica asume la tarea de proponer un discurso religioso conservador y funcional a los intereses de grupos de poder.

En la misma línea de la prescindencia se sitúan las respuestas acerca de la preferencia respecto de cuál debería ser la zona o el continente de donde provenga el nuevo Papa. Que casi la mitad (45,7 por ciento) se manifieste “indiferente” ratifica la poca importancia que los argentinos le están dando al tema. Sin embargo, entre quienes eligen pronunciarse, más del 30 por ciento sostiene que el pontífice debería ser latinoamericano y apenas el 5,1 que debería venir de Europa. Sin pretender sobredimensionar el valor cualitativo de esta respuesta, es relevante que los entrevistados estén marcando la necesidad de un cambio de rumbo en la conducción de la Iglesia Católica ubicando en el primer lugar de sus preferencias a los latinoamericanos (30,9 por ciento) y a los africanos (13,5) muy por encima de europeos (5,1) y norteamericanos (4). Estas tendencias se ubican muy a contramano de la composición de electores que participarán del cónclave donde los cardenales europeos y norteamericanos tienen una amplia mayoría para sacar adelante sus propios candidatos si así lo deciden.

Que el 74,6 por ciento de los entrevistados y, entre estos, el 80 de los que se dicen católicos, sostenga que la Iglesia Católica “debería modernizarse y renovar algunas de sus posturas” bien podría ser un nuevo llamado a la jerarquía eclesiástica para revisar algunas de sus posiciones escuchando a sus propios fieles. Bien es sabido que la Iglesia no es una institución democrática y que la doctrina y la moral católica no son el resultado de los consensos construidos desde las bases. Pero muchos teólogos sostienen –sin por eso sentirse al margen de la ortodoxia doctrinal– que la jerarquía no es la única y exclusiva depositaria de la verdad revelada e intérprete excluyente del anuncio de Dios: de esta responsabilidad también son partícipes los fieles que integran lo comunidad entendida como Pueblo de Dios.

Los pronunciamientos acerca del tipo de cambios que la Iglesia debería introducir contrastan categóricamente con las enseñanzas actuales de la jerarquía. El 79,2 por ciento (82,7 entre los católicos) está a favor del uso del preservativo, el 60,1 por ciento (58,7 entre los católicos) se inclina por el sacerdocio de la mujer, el 58,9 (54,9 entre los católicos) está en desacuerdo con el celibato y el 56,7 (59,7 entre los católicos) opina que la Iglesia debería “aceptar la homosexualidad”. Datos todavía más contundentes que los obtenidos cinco años atrás por la investigación hecha por las universidades: 42 por ciento a favor del sacerdocio de la mujer y 58 de acuerdo con la posibilidad de que los curas formen familia.

Si algo queda en evidencia es que, cada vez más, la opinión de las personas, incluyendo entre estas a quienes se consideran católicos, se aparta día a día de las orientaciones y las enseñanzas de la institución eclesiástica y de los obispos. A pesar de ello –y aún reconociendo la menor incidencia del poder eclesiástico– la jerarquía católica y la Iglesia como institución siguen teniendo poder. Las razones habrá que buscarlas por un lugar bien distinto a la importancia que el común de las personas les asignan a los jerarcas eclesiásticos en su vida y al predicamento que el Papa y los obispos tienen sobre la sociedad y sobre sus propios fieles.

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