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El país|Miércoles, 19 de junio de 2013
Fa democratización del Poder Judicial

Reformas, participación y corporación

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La Corte de Fernando VII

Por Alejandro Alagia *

Si los supremos magistrados que hoy se oponen a la reforma democratizadora del Poder Judicial ocuparan igual posición en la época de la colonia habrían resistido la Revolución de Mayo y sus ideales de soberanía política. Entre el derecho de la población a participar directa o indirectamente en el gobierno del país y los privilegios corporativos y estamentales, la Corte Suprema se aferra a lo peor del pasado. Menos democracia y más República es la bandera de la oposición conservadora que declara que los jueces para ser justos tienen que ser independientes de la voluntad popular. La República puede ser aristocrática, oligárquica o simplemente el gobierno de los poderosos con la única condición de que el soberano no sea el mismo que gobierne, dicte las leyes y juzgue los crímenes o resuelva los pleitos. La República reparte el poder y el gobierno entre los poderosos. La democracia y la extensión de los derechos sociales y políticos para el gobierno de la población y la administración de los recursos de un país son, en cambio, las más hermosas y potentes conquistas políticas modernas que tiene el pueblo común para su autodeterminación. El fallo de la Corte legitima el peor de los colonialismos, el interno. No es el pueblo sino los que saben quiénes deben gobernar el reparto de castigos y de bie-nes. Con el mismo desprecio por el saber popular, la cultura jurídica y judicial dominante ha impedido hasta hoy los juicios por jurados que es una demanda democrática de más de un siglo y medio. La peor enseñanza que este fallo deja es ésta: que la función del gobierno judicial es la de evitar los excesos de democracia política. ¡Función judicial contramayoritaria para proteger derechos de minorías! Prejuicio y terror oligárquico a la participación ciudadana como en la época anterior al sufragio universal. Una vergüenza ¿Magistraturas antipolíticas? Cinismo descarado con el que se quiere presentar al gobierno judicial simplemente como un servicio público técnico, a la imagen de una guardia médica o una oficina de transporte. Desconfianza en el pueblo que está para ser dirigido como un rebaño incapaz de entender lo justo y lo moral. No es improbable que una mayoría electoral se equivoque sobre lo que es mejor para su sociedad, pero siempre será infinitamente más doloroso para todos el error de un estamento que, en tanto guardianes de la ley, de lo que existe, de lo que es bueno y posible, no deja de arrastrar, como a lo largo de todo el siglo XIX y XIX, a grupos enteros de la población a verdaderos mataderos y a privaciones aberrantes. No tenga miedo la corporación colonial. Siempre las mayorías coyunturales tendrán como límite a su poder soberano reglas fundamentales del derecho internacional de los derechos humanos. No fueron los jueces los que dieron su vida para conquistarlas. Ahora sabemos también que no dan su inteligencia para hacerlas valer.

* Fiscal general, miembro de “Justicia legítima”.


Incorrección e inconstitucionalidad

Por Gabriel Pérez Barberá *

No puede reclamarse al discurso político que tenga presente la distinción entre una ley que no gusta y una ley inconstitucional. Se trata de una distinción elemental, pero es técnica, y por tanto su conocimiento es sólo exigible a juristas. Que un juez confunda inconstitucionalidad con incorrección de una ley es inadmisible y grave, porque ello traerá como consecuencia la inaplicabilidad de esa ley. Es cierto que la consideración de una ley como constitucional o inconstitucional por parte de un juez depende, por lo menos en alguna medida, de las preferencias personales y de la ideología del juez. Pero también lo es que la existencia de un diseño jurídico-constitucional genera un marco del cual la argumentación del juez no podrá salir si no quiere dejar evidenciado un puro ejercicio de poder motivado nada más que en sus preferencias ideológicas. Es la existencia de ese marco jurídico, precisamente, lo que permite considerar posible un genuino control de constitucionalidad y, a partir de ello, distinguir entre inconstitucionalidad e incorrección de una ley. En el fallo de la Corte sobre la nueva ley del Consejo de la Magistratura, la disidencia del juez Zaffaroni alerta sobre este punto y evita caer en ese error. El voto de la mayoría, por el contrario, lo soslaya, y convierte en inconstitucional una ley que, en verdad –y como lo demuestran sus considerandos–, simplemente no les agrada.

Cuando se acude a la inconstitucionalidad para plasmar nada más que preferencias personales, lo usual es transformar los principios constitucionales en eslóganes, es decir: frases hechas, vaciadas de contenido. Ello sucede cuando simplemente se dice que una ley es contraria a un principio constitucional con mucha tradición y, precisamente por la tradición de ese principio, se cree que no es necesario argumentar nada más. La mera enunciación del supuesto vicio parece suficiente. Así se ha hecho uso del eslogan de que esta ley es contraria al texto del art. 114 de la Constitución, del que dice que viola la división de poderes y del que dice que partidiza la Justicia y por tanto afecta la independencia judicial.

El primer eslogan es falso, porque el texto constitucional no dice que los representantes de los jueces en el Consejo tienen que ser elegidos por los jueces, los abogados por los abogados, etc. El texto constitucional se refiere a los elegidos, no a los electores. Cualquier argumentación que se ensaye, entonces, para sostener que no es constitucionalmente viable que el pueblo elija a los candidatos a consejeros tendrá que acudir a una interpretación sistemática, que vaya más allá del texto, y ya en ese plano debería ser muy difícil que, frente a un bloque constitucional que consagra con tanto énfasis una sociedad democrática, un criterio de representación estamental pueda competir con el del sufragio universal, que implica precisamente una mayor democratización para el procedimiento de selección y destitución de jueces. La mayoría de la Corte, sin embargo, asombrosamente concluye lo contrario.

Contra esto surge el segundo eslogan: el que dice que en este caso esa mayor democratización es no obstante inconstitucional porque viola el principio de división de poderes. Pero no es así. Porque esta objeción parte de una premisa (implícita) que es falsa: la idea de que el Poder Judicial puede y debe controlar a otros poderes del Estado, pero que no puede ni debe ser controlado por éstos. Y es esa concepción tan increíblemente radicalizada de la independencia judicial (que es la que parece estar en la mente de muchos) la que no tiene ningún apoyo constitucional. Porque el principio de división de poderes no impone un funcionamiento completamente autónomo de cada uno de ellos, sino un sistema de controles recíprocos. El Consejo de la Magistratura pertenece a una de esas áreas en las que, por expresas disposiciones constitucionales, los poderes del Estado se cruzan, se controlan y, en definitiva, dialogan entre sí. Allí se manifiesta el sistema de pesos y contrapesos que es propio de la división de poderes. Entonces: que en el área de designación y destitución de jueces intervengan operadores ajenos al Poder Judicial, y que intervenga en particular el pueblo de la Nación, lejos de ser contrario a la Constitución y a la división de poderes, es precisamente lo que la Constitución y la división de poderes quiere.

También es inconsistente el tercer eslogan, según el cual la reforma implica la partidización del Poder Judicial y, por lo tanto, un ataque a su independencia. Se trata de un planteo erróneo que, además, confunde a la sociedad. Porque se da a entender que los jueces serán postulados por partidos políticos, cuando es obvio que se trata de los candidatos a consejeros (que luego elegirán jueces), no de los jueces. Y eso no afecta la independencia de ningún juez en el ejercicio de su función específica de dictar sentencias, por lo ya dicho en el sentido de que el Consejo de la Magistratura pertenece a esa instancia esencialmente política de la selección y destitución de jueces en la que se entrecruzan los tres poderes del Estado. Es la única instancia, de hecho, en la que el Poder Judicial es controlado por otro poder del Estado. ¿Se pretende acaso que ese único control se elimine? Eso es lo que sería manifiestamente inconstitucional, porque dejaría a uno de esos poderes sin contrapeso alguno. Lo sostenido por la Corte en el sentido de que la Constitución, con el Consejo de la Magistratura, buscó despolitizar la selección de jueces y fortalecer la independencia judicial no resiste el análisis: a la participación del Poder Ejecutivo que propone un juez, y del Senado que le presta acuerdo, la Constitución les sumó política incluyendo a consejeros políticos, y en todo caso les sumó un mayor control en la idoneidad de los potenciales jueces.

No quiero finalizar sin dejar sentada una reflexión para el futuro. El proceso actual de democratización de la Justicia, con sus defectos y sus virtudes, con sus logros y sus deudas, se lo debemos, en verdad, a una serie de errores –o de abusos en verdad– del Poder Judicial, que deberían llevarnos a una profunda reflexión y autocrítica. Actualmente se está dando un nuevo abuso judicial, que es el que está ocurriendo en relación con el denominado control de constitucionalidad difuso. Es ese abuso actual el que ha dejado al descubierto la manifiesta irrazonabilidad de ese sistema, que permite que cualquier juez, de cualquier instancia, declare inaplicable una ley dictada por el Parlamento, algo impensable en la mayoría de los países que admiramos por su seriedad jurídica. En un Estado de derecho, que se caracteriza porque consagra el imperio de la ley, no puede ser razonable un sistema de control de constitucionalidad que permita múltiples decisiones, incluso contradictorias, acerca de la aplicabilidad de una ley, y que devalúe de esa manera la ley, dejándola a merced de un solitario juez federal o de provincia. Si un sistema de control de constitucionalidad permite semejantes consecuencias, entonces es un mal sistema. Más allá de este fallo de la Corte, entonces, quizá todo el proceso que llevó a él permita colocar en la agenda pública la necesidad de debatir profundamente, en el futuro, una reforma constitucional que modifique el sistema de control de constitucionalidad.

Ahora bien, como sea, éste es el control constitucional que hoy rige. De allí que en este momento (tal como lo ha planteado Gustavo Cosacov en una reciente columna de opinión) lo más importante es que todos, defensores y detractores de esa ley, respetemos a ultranza la decisión de la Corte y reconozcamos su autoridad jurídica, aunque manifestemos con énfasis nuestro disenso. Flaco favor se haría a la democracia si, desde el sector que sea, se duda de la legitimidad del máximo tribunal, nos guste o no lo que resuelva.

* Juez de la Cámara de Acusación de Córdoba. Profesor de derecho penal en la Universidad Nacional de Córdoba.

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