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El país|Martes, 17 de septiembre de 2013
Opinión

El temor y la esperanza

Por Eduardo Rinesi *
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Uno de los méritos del último libro de Carlos María Vilas, El poder y la política, es el de invitarnos a reponer en el centro de nuestras reflexiones sobre la vida de los pueblos el problema, fundamental, de las pasiones de los hombres. Problema decisivo, en efecto, por lo menos desde que los grandes autores de lo que se conoce como el “gran racionalismo” del siglo XVII, como Thomas Hobbes o Baruch Spinoza, lo pusieron en el corazón de los grandes cuerpos de ideas que nos legaron. Es que el “contrapunto” –como lo llama Vilas– entre la razón y las pasiones forma parte desde el comienzo de la gran aventura filosófica de los siglos que solemos calificar como modernos. Y del mismo modo que él, forma parte de esa misma gran tradición de la filosofía moderna el señalamiento de que, entre todas las pasiones de los hombres, hay dos que deben ocuparnos especialmente cuando pensamos en la forma, los modos y las instituciones en que se organiza su vivir común: el temor y la esperanza. El temor al otro (a la amenaza implícita en la mera presencia o en el acercarse a nosotros de ese otro) y la esperanza de tejer con ese otro un futuro de mayor felicidad. Me parece que puede ser interesante traer el tema de la contraposición entre estas dos pasiones al centro de nuestro debate de estos días (mejor: del debate que en estos días ha vuelto, por enésima vez, a abrirse entre nosotros) sobre la cuestión de los “jóvenes” y la “inseguridad”.

¿Está bien presentarlo así? ¿Es en verdad éste –éste en el que una vez más nos vemos obligados a participar– un debate sobre los jóvenes y la inseguridad? Y si así fuera, ¿qué tipo de “y” es ésta que une a los dos extremos de esta relación que con tanta facilidad nos hemos habituado a suponer que es pertinente postular? Hay una gran hipocresía en el mismo planteo de esta relación, porque todos sabemos que se trata de una relación por demás débil. El mundo y el país son lugares inseguros, pero ni el presidente de los Estados Unidos, que tiene al planeta en vilo diciéndonos que todavía “no ha tomado la decisión” de hacer pedazos Siria, ni las altas autoridades políticas y policiales de más de una provincia argentina verosímilmente sospechadas de participar en los graves ilícitos que se les paga por combatir, se encuentran por debajo de la edad de imputabilidad. Y no se me diga que no me haga el gracioso y que todos sabemos qué decimos cuando decimos “inseguridad”: todos sabemos, también, que la participación de “menores” en la suma total de delitos que se cometen en nuestra sociedad (y sobre todo en la de delitos graves: contra la vida y no contra la billetera) es mínima. De modo que cuando se dice que ha llegado la hora de que opere con más fuerza sobre nuestros jóvenes el control represivo de los poderes judicial, policial o penitenciario del Estado no se está diciendo nada sobre cómo combatir la inseguridad. Se está diciendo algo –mucho– sobre cómo nos acercamos a nuestros jóvenes. O mejor: sobre cómo miramos (sobre con qué pasión miramos) el modo en que nuestros jóvenes se acercan a nosotros.

Porque eso es lo que hacen los jóvenes: acercarse a nosotros. Porque eso es lo que define a los jóvenes: su estar llegando al mundo adulto al que nosotros pertenecemos y al cual tenemos la responsabilidad de incorporarlos. Y porque de lo que se trata entonces es de saber cómo es que nosotros nos preparamos para recibirlos, para operar esa incorporación. Si nos disponemos a acogerlos con esperanza o con temor, con confianza o con recelo, con alegría o con suspicacia, abriéndoles los brazos o llevándonos la mano, por las dudas, a la cartuchera. Lo cual, bien vistas las cosas, es el problema siempre en relación con los modos en los que una sociedad o un grupo recibe a cualquier forma de “otro” que toca a su puerta pretendiendo entrar. Por ejemplo: a los “otros” que entre fines del siglo XIX y comienzos del pasado llegaron a nuestras costas a poblar un país cuyas clases dirigentes, cuyos escritores y dramaturgos (me viene ahora a la memoria, entre tantos otros grandes textos suyos, el ensayo de David Viñas sobre Laferrère) no siempre fueron en relación con esos recién llegados un dechado de fraternidad y de buenas maneras. O esos otros “otros” que a lo largo de las décadas se fueron incorporando a la vida productiva del país llegando a él desde los países vecinos, o a la vida social y cultural de Buenos Aires –para escándalo de unas elites que nunca las acogieron con simpatía– proviniendo de las provincias del interior. No voy a repetir cosas que se han dicho ya muy bien recordando la saga que va desde Amalia, de José Mármol, hasta “Casa tomada”, de Cortázar, y más acá.

Con los jóvenes estamos ante una situación parecida, porque también llegan, están llegando, y porque esa llegada puede provocar en los que ya estamos en el mundo adulto que ellos ahora vienen a ocupar las reacciones más diversas. Pero simplificando (y para perseverar sobre el esquema fácilmente dual que vengo proponiendo): o los recibimos con esperanza o los recibimos con temor. De cada una de estas dos pasiones primordiales y enfrentadas, o de cuál se imponga en el sordo duelo que ambas sostienen en nuestro espíritu, se desprenderán distintas actitudes y procedimientos. Pero lo que me interesa señalar acá es que se desprenderán también, cuando desplazamos el objeto de nuestra preocupación desde las pasiones individuales de los sujetos hacia las pasiones colectivas de la sociedad, distintas políticas. Distintas políticas y, en consecuencia, distintos modos de pensarse el lugar y las funciones del Estado en relación con el mundo de los jóvenes. A los que podrá acompañar en su proceso de crecimiento y de llegada al mundo adulto con educación, con Asignación Universal por Hijo y con derechos, o a los que se podrá recibir con mano dura, policía brava y una disposición fácil a sacárnoslos de la vista por la vía (que dice mucho, como el viejo Claude Lévi-Strauss observó oportunamente, sobre nuestra propia barbarie) del encierro. Nada habría de extraño en que esta última posición terminara por dominar sobre la otra: una vasta bibliografía nos ha enseñado que el Estado es una máquina de disciplinar a los sujetos, de reproducir las asimetrías y las dominaciones y de conjurar los peligros que amenazan los privilegios de los poderosos.

Pero no deberíamos resignarnos tan rápidamente a abandonar la posibilidad de imaginar otra forma, mejor, de convivencia, otro modo, menos reaccionario, de lidiar con el futuro, y otra manera, más republicana, de pensar el papel del propio Estado. Más republicana, en efecto: no regalemos esta palabra, demasiado preciosa, a los enemigos del proceso de ampliación de derechos en marcha entre nosotros. Porque es la gran tradición republicana, de Aristóteles a Hegel y de Cicerón a Bernardo de Monteagudo, la que nos ha enseñado que el Estado es la institución gracias a la cual –y en el marco de la cual– podemos ser libres, autónomos y sujetos de derecho, y que es por lo tanto su función, cuando no está ganado por fuerzas contrarias al bien común de la sociedad, bregar por la realización de esa cosa pública que no sin conflicto ni contradicciones envuelve a las distintas clases y también a las distintas generaciones. Es necesario pensar hoy, en una mirada compleja sobre el también complejo proceso social, político e histórico que vivimos, esos conflictos y contradicciones. Que lo son entre los distintos sectores (sociales, etarios) en pugna en nuestra sociedad y también entre los distintos impulsos que dentro del mismo aparato del Estado se disputan la orientación general de su acción sobre la misma. No abordaremos bien este problema sin una teoría del Estado en condiciones de dar cuenta de esta complejidad y estas tensiones, que no hay más que releer las grandes obras de la filosofía política de los últimos cinco siglos para comprender hasta qué punto son la savia vital de la historia de las sociedades.

Nuestro país ha dado pasos notables –en cierto modo sorprendentes–, en los últimos diez años, en dirección a la conformación de una sociedad cada vez más democrática, esto es, con ciudadanos contando con cada vez más derechos, de los que pueden disfrutar exactamente porque hay un Estado que los garantiza. Que un buen número de estos derechos tenga por sujetos a los niños y a los adolescentes, que una buena parte de los programas gubernamentales dirigidos a garantizar estos derechos hayan puesto el ojo en la situación familiar, las necesidades sanitarias y la performance educativa de los más jóvenes es una indicación de la orientación avanzada que preside las políticas públicas actuales en nuestro país. Del modo en que, si se me permite volver sobre este asunto, la pasión de la esperanza tiende a presidir más que la del miedo las decisiones en estas materias. Es necesario profundizar ese camino, y no es posible que ningún cálculo urgido por una lectura nerviosa de la coyuntura lleve a desandarlo o a poner en peligro su orientación más general. Ni funcionarios partidarios de las políticas de mano dura ni declaraciones que resbaladizamente puedan sugerir que no se las condena con la máxima energía pueden ser las vías por las que el mejor gobierno que este país haya tenido en mucho tiempo resuelva el intríngulis al que lo somete la necesidad de confrontar con los discursos y los pobres argumentos de quienes quieren volver a llevarnos, en este campo como en tantos otros, a los lugares de los que laboriosamente vamos emergiendo.

* Rector de la Universidad Nacional de General Sarmiento.

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