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El país|Miércoles, 11 de diciembre de 2013
Opinión

Contrapunto

Por Mario Wainfeld
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Tres décadas de recuperación de la democracia, como sistema político y sobre todo de convivencia, son una construcción colectiva que toda la sociedad argentina tiene el derecho de celebrar. La extorsión ilegal y violenta de distintas policías provinciales busca jaquear ese logro compartido: pone en vilo a la sociedad civil y muy especialmente a sus sectores más humildes. Los dos hechos coexistieron (que no convivieron) en una jornada tremenda que será recordada combinándolos en la historia y en la crónica. Hubo dirigentes opositores que propusieron levantar el acto en la Plaza de Mayo. Algunos de ellos se colocan, por reflejo condicionado, en la vereda de enfrente de todo lo que impulsa el oficialismo. Otros lo habrán planteado de buena fe, considerando la desazón y el dolor de quienes han perdido vidas, propiedad y la paz cotidiana, que son derechos de cada ciudadano. Someterse al chantaje, piensa el cronista, hubiera sido conceder al miedo que se quiere imponer de prepo. Bajar los brazos y acallar música o cánticos, resignarse a una victoria ruin de los insurrectos. La renuncia a la cotidianidad, su sujeción a los que quieren imponer el terror es, valga puntualizarlo, una de las características más insidiosas de las dictaduras. Remedarla es uno de los fines, a esta altura explícitos, de la revuelta policial.

Decenas de miles de argentinos prefirieron congregarse en la Plaza, amucharse como en tantas otras ocasiones para demostrar identidad y pertenencia, para hacer número y ser individuos al mismo tiempo.

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La presidenta Cristina Fernández de Kirchner eligió no hablar por cadena nacional, hacerlo sólo en el acto bajo techo. Se asomó a la Plaza para cantar el Himno, saludar conmovida, hacer un poco de percusión. Hasta se animó a cacerolear, burla burlando.

En el acto del Museo del Bicentenario se optó por un formato bastante inusual en estos tiempos, digno de mención y encomio. La invitación a los ex presidentes de estos últimos treinta años es una señal que trasciende a esos dirigentes, un saludo a la legitimidad que les confirió el pueblo.

Los ex presidentes Eduardo Duhalde y Carlos Menem pegaron el faltazo. Fernando de la Rúa y Adolfo Rodríguez Saá aceptaron el convite. El diputado Ricardo Alfonsín estuvo en representación de su padre Raúl, el primer presidente de la etapa democrática. Fue el único que contó con una barra juvenil que levantó las banderas del radicalismo, otra disrupción grata en la liturgia de los actos oficiales del kirchnerismo.

Si se pudiera releer las mentes de esos mandatarios o de quienes los revindican (¿habrá alguien que levante a De la Rúa, fuera de su familia?) se esbozaría una síntesis de la crudeza de la historia de estas décadas. Todos sospechan deslealtades de los demás, acciones desestabilizadoras que frisan con el golpismo “blanco”, si tal cosa existe. Los alfonsinistas creen que el peronismo en su etapa menemista cooperó con el golpe de mercado que le dio la estocada final. Adolfo barrunta que Menem le tendió (valga la expresión) “una cama” en un escándalo que lo salpicó hace ya muchos años. Y que Duhalde le serruchó el piso para eyectarlo. De la Rúa acusa al mismo Duhalde de haber instado los saqueos de diciembre de 2001, amén de privarlo de sus ahorros merced al “corralón”. Tienen razones para ser suspicaces aunque, como suelen hacer los que gobiernan, simplifican coyunturas complejas y minimizan sus falencias o lo que hicieron ellos mismos para que se diluyera su poder originario. En cualquier caso, la seguidilla de presidentes que no llegaron al final de sus mandatos (aun de aquellos interinos que debían ejercerlo en plazos más breves) es expresiva acerca de las zozobras del sistema político, que se fueron zurciendo como se pudo. Fue bastante menos traumático que en otros trances históricos porque, bien que mal, pudo sostenerse la continuidad, elecciones limpias incluidas.

De todos los presidentes, Alfonsín fue el único elogiado en los balances mediáticos y en la palabra de Cristina. El reconocimiento algo dice, aunque siempre es favorecido por el balance que llega en general, ay, cuando los protagonistas ya no viven.

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“Quiero hablar de las coincidencias”, repitió un par de veces la Presidenta. Lo hizo, en proporción alta para lo que es su estilo. Como ya se apuntó, ese terreno se le hizo más fértil en la evocación de Alfonsín. Sobre todo, si se permite una trasposición, del “primer Alfonsín”. El candidato que leyó mejor las apetencias y deseos mayoritarios, el líder que hizo vanguardia con la Conadep y el Juicio a las Juntas, el fundador del Mercosur. También el que intentó, en sus primeros años, una política económica relativamente autónoma y desarrollista. Cristina enlazó esas medidas con las banderas tradicionales de los movimientos nacionales y populares continuando la saga iniciada por los presidentes Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón.

Desde luego, es imposible hacer un balance total sin recordar las caídas, las contradicciones de ese gobierno. O las peores intenciones y concreciones de los mandatos de Menem y De la Rúa. La Presidenta trató de evitar tentarse con ese rumbo. Definió una conexión interesante entre los progresos de las variables económico-sociales y la continuidad democrática. La hipótesis de encontrar un hilo conductor entre los primeros pasos del alfonsinismo y la etapa kirchnerista es también una pista sugestiva, para repensar mejor la historia. Cristina no fue la primera en subrayarla, pero es valioso que ese planteo se haya expresado, precisamente ayer.

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La Presidenta fue drástica para tipificar los autoacuartelamientos policiales y los saqueos. Los describió como planificados, “una operación quirúrgica” y no el contagio mencionado por ciertos intérpretes. Buscó coincidencias en otros diciembres, también calientes: el Parque Indoamericano, los saqueos en Bariloche. Las circunstancias no son idénticas, cree el cronista, aunque los factores comunes son abundantes. Esta vez no hubo siquiera un detonante social, la anomia fue consecuencia directa del abandono de las funciones preventivas o disuasivas de agentes del Estado.

Tal vez, si se investigan a fondo los hechos, se pueda deslindar quiénes fueron los autores de los saqueos y demás actos vandálicos. Es notorio que hubo grupos organizados, es casi clavado que hubo zonas liberadas. Mensajes espontáneos que le llegan al escriba de testigos presenciales cuentan que en San Miguel de Tucumán era ostensible la presencia de policías de civil (nadie hay más conspicuo que un policía de civil) azuzando la depredación. Sin embargo, si se explora desde los tribunales, el periodismo y la academia los hechos, quizá se encuentren otros participantes, llevados por otras motivaciones. La realidad siempre mezcla y contiene grises. Investigar a fondo es imprescindible, no sólo para determinar responsabilidades penales, también para hacer un mejor mapa sociocultural de nuestro país. Es una tarea para fiscales, jueces, fuerzas policiales que laburen. También deberían poner empeño las organizaciones sociales que militan dentro del kirchnerismo, que conocen los territorios y a sus pobladores.

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Nada excusa el accionar policial ni atenúa la responsabilidad de sus cuadros superiores. En el mejor de los casos para ellos, carecen de autoridad para imponer a sus subordinados el más básico cumplimiento de sus deberes. Su ilegitimidad viene de muy atrás, no son respetados, no generan emulación... es pura lógica si se sabe cómo se comportan y cómo trabajan los jefes.

La Presidenta explicó que “la inclusión social y el control civil y político de las fuerzas de seguridad garantizan la verdadera seguridad de los ciudadanos”. Esa verdad trasunta una larga carencia del sistema democrático, que suele tildarse como “deuda”. Muchos gobernadores, actuales o pasados, resignaron la conducción política o la delegaron en las propias fuerzas. La metodología hizo pus ahora, cuando la insubordinación fue la regla y se quebraron pactos tácitos que rigieron durante demasiados años. No se habla de la totalidad de las provincias ni de todos los gobernadores, sería una simplificación exagerada. Pero sí de una tendencia extendida y expandida en casi toda la geografía nacional.

Un comunicado difundido por el Centro de Estudios Sociales y Legales da contorno histórico a la coyuntura. Entre otras precisiones, explica que “El diseño y las prácticas de las instituciones responsables de la seguridad de nuestro país no se encuentran aún adecuadas al Estado de Derecho. Su poder de daño se verifica tanto en contextos de enorme magnitud como los que estamos atravesando, como en las prácticas abusivas, violentas y corruptas que cotidianamente sufren los sectores más vulnerables de nuestra sociedad”.

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Más allá de si hubo acuerdo premeditado, hay coincidencia de objetivos entre todas las protestas ilegales. Se quiso crear anomia y un estado de naturaleza: se consiguió en deplorable medida. Se debilitó el poder de los gobernadores, justo en el momento en que éstos recobraban espacio político e institucional, máxime desde la designación de Jorge Capitanich como jefe de Gabinete. Debe investigarse para dilucidar si hubo premeditación, hubo alevosía y métodos injustificables.

El comunicado conjunto de fuerzas políticas con representación parlamentaria es una respuesta institucional, tan racional y medida como incompleta. Debe corroborarse día a día, en los años por venir.

Las movilizaciones a la Plaza son uno de los sostenes de la democracia, sea que su finalidad sea la crítica, la protesta o la convalidación de un gobierno. La firmeza de la Presidenta y sus gestos de concordia con sus rivales agregaron lo suyo. La democracia es un sistema vital, que se construye y sustenta cotidianamente. Bueno fue que ayer se mostraran activos dirigentes y ciudadanos de a pie, poniendo el cuerpo para defenderse y también para celebrar.

Puede insinuarse una conclusión clásica para una jornada agridulce. Los derechos nunca están del todo ganados, las libertades siempre están acechadas, lo que es mayor aliciente para defenderlos, reivindicarlos y, claro que sí, festejarlos.

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