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El país|Sábado, 22 de marzo de 2014
DISPONEN LA REAPERTURA DEL EXPEDIENTE POR LA MUERTE DE 65 PRESOS EN 1978

Una masacre que debe ser investigada

El juez federal Daniel Rafecas estimó que en el hecho, conocido como la Masacre del Pabellón Séptimo, hubo “graves violaciones a los derechos humanos” que no prescriben, aunque no lo consideró un crimen de lesa humanidad.

Por Irina Hauser
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El 14 de marzo de 1978 en la cárcel de Devoto murieron al menos 65 presos quemados, asfixiados y fusilados.

El juez federal Daniel Rafecas concluyó que los hechos ocurridos el 14 de marzo de 1978 en la cárcel de Devoto, conocidos como la Masacre del Pabellón Séptimo, donde murieron al menos 65 presos quemados, asfixiados y fusilados por balas del Servicio Penitenciario Federal, deben ser considerados “graves violaciones a los derechos humanos” que no prescriben y que, como permanecen impunes, exigen la reapertura del expediente judicial. A su vez, contra la aspiración de máxima de los sobrevivientes que impulsan la investigación, Rafecas sostuvo que no se puede considerar a esta matanza como crimen de lesa humanidad y sostuvo que debe tramitar en la Justicia ordinaria. “Es mucho mejor que lo que había hace dos años, un caso cerrado, pero es posible que apelemos para insistir en que fue una masacre dentro del terrorismo de Estado”, señaló la abogada Claudia Cesaroni, del Centro de Estudios en Política Criminal y Derechos Humanos.

Cuando se conoció, en dictadura, la historia de las muertes en Devoto fue contada como el desenlace de un “motín” en que los presos habían prendido fuego a los colchones, en un ataque a los agentes penitenciarios. Los testimonios viejos y recientes de los internos de ese y otros pabellones e incluso de algunos penitenciarios, permitieron reconstruir que en la noche del 13 de marzo hubo una discusión en el horario de mirar el único televisor disponible. Al día siguiente todo el Pabellón Séptimo fue sometido a una requisa mucho más feroz que las habituales, con doble cantidad de agentes, una violencia inusitada y que derivó en disparos de armas largas. Los presos intentaron protegerse poniendo camas y colchones contra las rejas, arrojaban objetos, mientras les tiraban gases lacrimógenos, que podrían haber sido fuente del incendio, igual que el kerosene en bidones. Cuando comenzaron el humo y las llamas, los presos pedían que les abrieran las puertas. “Quémense de a poco”, les respondían. La resolución de Rafecas cuenta que toda la primera etapa de investigación corrió por cuenta del Servicio Penitenciario. De diez cuerpos de expediente, la fuerza hizo siete, material recogido por dos jueces: primero Guillermo Rivarola y luego Jorge Valerga Aráoz. Los presos fueron interrogados por las autoridades de la misma unidad donde se produjo la masacre, algo “atemorizante” y “silenciante”, dice Rafecas.

La causa apuntaba “a determinar responsabilidades entre los internos” “excluyendo desde un primer momento y sin razón aparente la posibilidad de que exista responsabilidad del personal del Servicio Penitenciario”. Se culpabilizaba a Jorge Tolosa, luego ejecutado ahí en la cárcel. No hubo, dice la resolución una “investigación real”, sino que fue “configurada como una verdad indiscutible de antemano”.

Rafecas señala preguntas básicas sin respuesta, que deberá dilucidar algún juez: cuántos disparos de arma hubo, desde dónde salían, qué fin perseguían (mataron gente, de hecho), en qué momento, ¿Por qué no se abrieron las puertas del pabellón séptimo para salvar a los presos? ¿Quién era el responsable? ¿Qué hizo el SP para evitar y apagar el fuego?

La causa fue cerrada en julio de 1978, sobreseída, con una “versión oficial”, afirma Rafecas, trucha. “Los presos allí alojados, por el solo hecho de haber traspuesto las puertas de la cárcel, habían dejado de revestir el carácter de personas en sentido jurídico (de modo de detentar atributos tales como el derecho a la dignidad, la integridad física o la vida) convirtiéndose en no-personas, carentes de toda clase de derechos”, agrega. En 1984 se reabrió el caso y se volvió cerrar en 1986.

Dos años atrás, se presentó en los tribunales Hugo Cardozo, sobreviviente, para que se reabra el caso. Lo hizo con la abogada Cesaroni, quien investigaba la masacre, como criminóloga, buscando puntos de contacto entre los padecimientos de los presos comunes y los presos políticos en dictadura. Escribió un libro, Masacre en el Pabellón Séptimo y consiguió “refuerzos” cuando sorpresivamente en su multitudinario recital en Mendoza el Indio Solari –amigo de uno de los muertos– recomendó su investigación.

Rafecas rechazó definir las muertes como crímenes de lesa humanidad al argumentar que no fueron parte del “ataque generalizado o sistemático contra la población civil”. Dice que eran presos comunes en un conflicto con el SPF, más allá del contexto y de su dependencia del Ejército. “Al revés, entiendo que calza perfecto en la definición de lesa humanidad. El juez y el fiscal no ven a estos presos como sujetos políticos. Eran presos comunes, parte de la población civil, afectada por el plan criminal, en un contexto de dictadura. No todos los secuestrados militaban”, cuestiona Cesaroni.

Como dijo la Comisión Interamericana en el caso de Walter Bulacio, frente a la violación de derechos fundamentales, la falta de respuesta del Estado lo vuelve imprescriptible. La Justicia, sostuvo Rafecas, dejó “a las víctimas y sus familiares sin respuesta, sin justicia, sin siquiera el reconocimiento de víctimas de las personas que murieron a raíz de tales hechos”.

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