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El país|Domingo, 21 de septiembre de 2014
OPINION

Leyenda e historia

Por Horacio González
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Toda sociedad, toda forma de vida, es políglota. No existe el monolingüismo, aunque es fácil pensar que somos presa de él. Lo cierto es que nunca terminamos de tomar conciencia de que espontáneamente siempre tenemos en uso diversos planos de la lengua. No en el sentido en que no sepamos que se hablan permanentemente diferentes idiomas, lo que ocurre siempre en cualquier lugar. Sino que persistentemente hacemos convivir diferentes estilos de locución. Estos, sin dejar de ser contrarios entre sí, pueden surgir de una única fuente expresiva. Sea de un discurso institucional seguido de aspectos implícitos, no dados a la interpretación inmediata. Sea de una frase comunicacional que se quiere transparente de punta a punta, aunque oculta sus condiciones de producción. Sea la irrupción de perfiles poéticos –a veces inesperados– en discursos políticos utilizados, como suele decirse, para “posicionarse”.

Cuando hablamos en nuestro nombre y creemos ser unívocos, son muchos otros invisibles o inaudibles los que filtran su voz en la nuestra. No obstante, creemos que nuestra identidad es continua y singular, cuando en verdad alberga todos los impulsos antagónicos que imaginamos ya cancelados en nosotros mismos. Nos contenta cuando nos sentimos instalados en que lo que creemos que “somos”. Pero un individuo –inmerso en su cotidianidad abierta– es siempre un proyecto involuntario de rechazo del propio monolingüismo en que cree hallarse o en el que muchas veces desea instalarse, como un evento corriente que protegería así su mera existencia. Esto no es posible, aunque la múltiple sonoridad que nos habita precisa ser sujetada a locuciones ritualizadas por incontables clisés.

Esos puntos fijos son los acuerdos impávidos y necesarios, ya instalados en nuestra expresividad diaria. Todo para no disiparnos en la locura inmaterial del lenguaje, que nunca deja de proliferar como insaciable planta carnívora.

De ahí la importancia de reflexionar sobre el modo en que esos heterogéneos estilos lingüísticos pueden constituir rasgos más permanentes de activismo colectivo. Sabemos que lo colectivo nunca termina de constituirse, disponiéndose siempre en estado de víspera. Lo que caracteriza al lenguaje, y por lo tanto la política, no es la identidad estable, sino la identidad en estado continuo de inminencia, a punto de manifestarse, con su tramo conclusivo nunca resuelto, irrealizado.

Para mostrar la audacia casi imperceptible con que usamos y escuchamos permanentemente toda clase de estilos lingüísticos (extiendo aquí la noción de “estilos tecnológicos”, de la que trata un viejo texto de Oscar Varsavsky), ejemplificaré con un acontecimiento del que somos contemporáneos, del que hemos participado o escuchado, en tanto hablantes y perceptores de un escurridizo texto colectivo. Ese texto que infinitamente nos trabaja y cooperamos para que incansablemente él trabaje.

Quisiera mencionar entonces el nombre del gran poeta rumano Paul Celan, cuya poesía surge de un trato cifrado con la lengua, especialmente la lengua alemana, buscando una radicalidad originaria que pueda arrojar el poema contra la historia o abrirlo hacia lo que, debiéndose pronunciar, nos desafía con su carácter impronunciable. Jacques Derrida, Hans Gadamer y Alain Badiou han intentado inspirarse en Paul Celan para anunciar un estadio nuevo en los usos de la lengua real.

¿Por qué mencionamos a Celan? Porque su obra poética podrá leerse ahora en todas las escuelas secundarias del país debido a la distribución de ése y tantos otros poetas fundamentales, argentinos y universales (Gelman, Michaux, Pessoa, Orozco, Macedonio) que realizará una institución estatal, el Ministerio de Educación. He participado en el acto en el que el ministro Sileoni anunció ese hecho. Se escuchó el nombre de Paul Celan en un edificio público y en esta época. Sabemos que un profesor de literatura europea contemporánea de nuestras facultades podría citarlo. Pero ahora que escribo estas líneas, con la presunta displicencia de poner entre paréntesis el “quien soy”, me permito evocar el pensamiento del “schibboleth”, en el poema “Todo en uno” de Celan, que si interpretamos bien a Derrida, significa el atravesar el riacho pero también la dificultad de la frontera; la existencia del límite en el propio lenguaje, la contraseña en el hablar que nos lleva a pensar que las divisorias y las dificultades del franquear se hallan en el interior de nuestro propio lenguaje. ¿Deberíamos partir entonces para la consumación de la leyenda?

Percibo ahora y nada me cuesta tantearlos, o intuirlos en mi propia memoria, a esos militantes que hacen circular por su lengua las más concretas heredades. Son los que parecen entrever un descarte de la multiplicación infinita o inesperada de hechos en nombre de un trazo fuerte, un cauce de identidad legendario. Se trazan linajes que son líneas de la mano leídas en el flujo diversificado de la historia. Son rutas deseantes, necesarios cristales del pensamiento –llamémoslos mitos, en su sentido reflexivo y activista, no sombrío–, que en cuanto se hacen móviles y se confrontan con otros lenguajes son el banco de pruebas de las formas analíticas o laicas de la expresión, permeables a sus más diversos planos, tramas, discreciones.

En verdad, los mitos son silenciosos habitantes de una lengua, así producen su mejor efecto, que es detenerla en sus corridas dispersas, pero saber diluirse en ese mismo movimiento. Por eso mismo conviene no ponerlos como rostro único de una movilización. ¿Es porque los mitos son los “populismos del funcionario” o la “candidez drástica del militante”? No, es porque todo pensar guarda un componente mítico oculto, y sobre, o contra, o detrás de ese componente pensamos un tejido de relaciones. Son los disminuidos efectos de esas relaciones los que hoy nos hacen ser de izquierda o de derecha, mucho más que las identidades a las que suponemos pertenecer.

Este imperio de los hechos muchas veces reclama una vulgar “sociología del lenguaje”, compuesta con diversas cristalizaciones que la vida política generalmente requiere. Para escapar del sociologismo lingüístico nos tentamos a ir hacia la leyenda. Ocurre que en ella subyace la ley (o la Constitución), tanto como en la Constitución (o la ley) está la memoria dormida del saber de gesta. La palabra “ley” se emparienta con “recoger, cosechar” pero con el correr del tiempo fue asociada a “leer”. Vico retoma la gran ascendencia del concepto de leyenda, donde están sumergidos los vocablos, ya vimos, y los retoma el joven Alberdi en su “Fragmento Preliminar al Estudio del Derecho”. La ley es cosecha, lectura y leyenda.

Es el plurilingüismo de toda época, inmerso en el lenguaje de cada uno, aunque a veces usemos una noción cerrada de mito (nos invalidaríamos así), en vez de una noción que lo abra a la historia, y lo conjugue en la rara singularidad de una renovación general de la escucha y el habla política. Hay un real abanico de saberes que buscan refugio en el lenguaje, augurando procedimientos y pedagogías, gustos y esperanzas políticas que envuelvan otra vez lo real, se atengan a ese “ello” y escrupulosamente lo superen. Se dice que debemos escuchar a los otros. Por cierto. Pero eso nunca podrá hacerse acabadamente si no escuchamos nuestra propia lengua, que es también la lengua donde subyace esa multiplicidad de alternativas que no usamos, aunque están profundamente calladas, implorando por nuestra disposición.

Se escuchará pues el nombre del gran poeta –Celan– en las escuelas secundarias del país y no será aplazado. En él se reconocen las complejas relaciones de la leyenda con la lectura y la ley. Llamaría política, en un sentido dilatado y a la vez hondo, a esa capacidad de reconocer en nosotros mismos las diversas maneras de residir en la lengua, por lo cual todo camino, todo cruce de fronteras, exige el examen atento de uso diversos del lenguaje. Tanto del arte de la invocación mítica como el de la necesaria recurrencia a las fuerzas históricas y sociales aún sin nombre. ¿Cómo explicar lo enigmático? ¿Por qué hay izquierdas que apoyan a la ostensible derecha, que por fin ha mostrado su programática, derogatoria de voluntades y justicias? ¿De qué manera escapar, y con urgencia, de las lenguas binarias, que nos dan una visión limitante de la escena, al partirla dicotómicamente ajena al imperio real de los matices? ¿Cómo esclarecer que en aquellos otros hay una parte no deseada de nosotros, cuando se abandona la serenidad y se reprime en una ruta? ¿Cómo reflexionar en torno de que en nosotros hay una parte de ellos cuando se escucha disputar sobre el “mejor capitalismo”?

Estas preguntas comparecen con fuerza ante momentos constitucionales. Es que son constitucionales en relación con el intento de reconstituir nuestro propio andar en la lengua política, de acuerdo con las necesidades que surgen de ese andar merodeando el obstáculo, apenas, sin conseguir definirlo, pensarlo, asumirlo, traspasarlo, donarlo como linaje de problemas venideros, pero venideros en lo inmediato. Hay una derecha en racimo, un reaccionarismo en bloque, un mundo que va señalando hacia el conservadurismo de los neoimperios, inclusive con inconcebibles provisiones de razones de izquierda. Véase Brasil; véanse las votaciones en nuestro Parlamento. No sirven así las expresiones izquierda y derecha ante esta reconfiguración de las fuerzas en un mundo en guerras parciales, con escasez de recursos, despreciativo de la naturaleza, sometido a nuevas tecnologías financieras y a asombrosas cruzadas geopolíticas o comunicacionales, donde “el hombre es el lobo del hombre”.

En la última frontera de estas alianzas de antiguos progresismos con renovados conservadurismos mundiales, es preciso fundar nuevas izquierdas populares y sociales, que esquiven sus propias cristalizaciones y sepan cargar su mejor memoria silente, instalándonos de nuevo en esa lengua con los nombres que la vida histórica concreta nos vaya suministrando, pero donde ese suministro se valga de la facultad de rehacer leyendas en la virtud de lo real. Pero además en la capacidad de reaprender la fuerza de lo tácito, lo implícito y lo ladeado para hacer resurgir las argumentaciones de frente. Lo que se active, puede acudir a estos verbos en primera persona: soslayo y enfrento, eludo y desafío.

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