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El país|Sábado, 15 de noviembre de 2014
OPINION

Legalidad y bellotas

Por Horacio González *
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Llega siempre el momento en que los políticos o los profesores se preguntan qué es la ley. En el último fondo de nuestras visiones de la vida subyace siempre esa inquietud. Ese fue el caso del joven Alberdi, cuando le tocó el momento de tratar esa misma pregunta. Responde llamando en su auxilio a las clásicas disquisiciones de Vico. La palabra ley viene de “lex”, que parece descender de “illex”, la encina que produce las bellotas, por eso “lex” significaría “recoger bellotas”, de ahí se sigue “recoger leguminas” (legumbres); de ahí se iría a “recolección de ciudadanos”, de ahí se obtendría “leer” (coleccionar letras, palabras). Las etimologías son preciosas pero igualmente vagas, son la memoria siempre huidiza de las lenguas. Se las menciona como fantasías idiomáticas en medio de obligados escepticismos. Con razón, el joven Alberdi toma estas asombrosas derivaciones –bellotas, legumbres, ciudadanía, lectura, parlamento– sin parecer aceptarlas plenamente. Pero las menciona para señalar el alcance del tema. Con la ley, estamos hablando del secreto último de las sociedades: formar colecciones, proponerles reglas. Es el motivo incierto que lleva a reunirnos, considerarnos involucrados, tomar compromisos, respetar acuerdos y evaluar a cada momento si lo que hacemos es justo. Por eso, nunca podemos estar enteramente conformes con la ley en el momento en que surge –y siempre surge– el deseo de constituirla y hacerla parte de nuestra vida. No estamos todo el día invocando leyes y derechos, pero nunca dejamos de suscitar ese tema: ¿Qué hace de nosotros la ley, qué somos ante ella, cómo nos define o nos presta su nombre, por qué nos colecciona? Defendemos la ley sin evitar un recóndito e irrecusable sentimiento de disconformidad con los orígenes de una norma que luego nos provoca su celosa aceptación.

Hay muchos temperados herederos de David Viñas en el oficio de leer La Nación. ¡El diario de don Bartolo! Por mi parte, no lo subrayo obstinado, como hacía David, acodado sobre la vitrina de los últimos bares de la calle Corrientes, pero también considero que en esas páginas se encuentra una forma profunda de la lógica de las derechas, bajo una patriarcal máscara constitucionalista, y con sus más agresivos artículos firmados por personas que fueron de izquierda o bien socialdemócratas o que si no invocan distintos lenguajes periciales para socorrer a las canteras del Orden en peligro. Desde esas añosas páginas se debate lo que llamaría una “antropología de la ley”. Desde luego, es muy respetable el concepto de Carlos Nino respecto de que hay “sociedades sin ley”. Lo recuerda ahora Luis Alberto Romero, con pluma no exenta de premura ni de agresividad, pues si hubiera varios estilos en La Nación, esa despectiva vena del profesor exasperado es uno de ellos; los otros corren por cuenta de un sarcasmo elegante e hiriente, ámbito en que se destaca Carlos Pagni. Difieren en el monto de gracia irónica que se invierte en un mismo acto de desprecio. En cuanto a Romero, él agrega que la sociedad argentina sería un caso particular de esta contundente aseveración: una sociedad que vive sin ley, al conjuro de prácticas de astucia y simulación que tienen su desemboque final en notorios partidos populistas, hechos a la medida de aquella ausencia, con esa repetida mecánica de “hacer excepciones a su favor”. Estas opiniones retoman una tradición que fue la crítica a lo que se acostumbró a designar como “viveza criolla”. Se señalaba con ello cierto tipo mendaz de adecuación interesada a las instituciones, donde sacaríamos partido de ellas sin nada ofrecer a cambio, fingiendo apenas ciertos empaques de “respetabilidad”.

Entre las antiguas preocupaciones del positivismo, por lo menos el que más rústicamente expresó sus variados manojos de prejuicios, también se trazaba la imagen de una sociedad amenazada por un estilo reacio al imperio de la ley. Se la veía apresada por oscuros imperativos de coraje, como en el clásico La ciudad indiana, de Juan Agustín García, o en las previsibles picardías vernáculas, que los abúlicos tratadistas como Carlos Octavio Bunge convertían en una tesis sobre los inconvenientes del “caudillismo nacional”, heredado de los antecedentes hispanos. El tema no deja de acuciar el presente, particularmente cuando es evidente que en el país hay un “deseo de ley”, muy contrario a la decorosa pero inverídica preocupación de Carlos Nino. Este es justamente un momento en que no está de más –nunca lo está– debatir cuál es la relación de la vida colectiva con las formas consagradas de la ley, en especial la máxima entidad que las cosecha, la Constitución.

El liberalismo, que ha pasado por contradictorias y a veces sugestivas etapas en su formación, se ha convertido, luego de más de tres siglos de uso indiscriminado del concepto, en una fórmula de reducción cultural de la vitalidad social a un normativismo maquínico. Roberto Gargarella, autor de un pensamiento de fuerte extremismo liberal, llamó alguna vez “sala de máquinas” al corazón profundo de la autoconciencia constitucional, con interesante pero indiscreta metáfora. Se trataría, según leemos en un reciente artículo suyo en La Nación, de actuar en términos de un debate. “Sin debate, las leyes comienzan a sesgarse conforme a los intereses de facciones o grupos de interés particulares.” Por cierto, el debate (en este caso, el debate parlamentario) está garantizado por cláusulas constitucionales, que la realidad legislativa, con su lógica de urgencias y compromisos, suele relativizar muchas veces, o en su defecto, tolerar bajo formas de “debates simulados”, luego de los cuales se aplica el automatismo mayoritario.

Tampoco a nosotros nos gusta un parlamento talmúdico, pero el debate –por hablar de debate– en este caso es otro. Se trata de examinar la reduplicación de la idea de una “sociedad sin ley” en la idea de “un parlamento sin debate”. En este liberalismo que desde las buenas filosofías igualitaristas ha venido al encuentro pródigo con la tradición de las derechas subyace un afán ideológico por deducir la verdad del ramillete de los meros procedimientos. Si por el lado de la visión derechista de la “letra de la ley” se reclama entonces un deprimido régimen de apagados respetos por la norma, por otro lado, desde una razón popular en permanente autoexamen, se esboza la crítica a una democracia letárgica que recuerda a las lógicas seudocristalinas de los falansterios del siglo XIX. En esa “comunidad organizada” del falansterio, las pasiones se convertían en maquinarias, y en el mismo acto de invitarlas a una aparente exteriorización libre se procedía a controlarlas.

¿Se quejan de la comunidad organizada de los populismos? Esta nunca existió más que en los papeles y en lo que verdaderamente contaba era una utopía de felicidad jacobina no sospechada de ese modo por sus propios autores. Ahora, los instructivos de la letra conservadora que leemos en La Nación nos dan otra versión de la comunidad organizada, pero ya bajo el arcaico reclamo de infundir legalidad a la barbarie. Habla Luis A. Romero: “...el respeto a la ley se construye con el control y la sanción, igual para todos. Eso depende de la presencia del Estado (...) hasta que el control cotidiano deje de ser necesario porque se ha establecido el control social y la costumbre”. He aquí donde terminan estas teorías supuestamente encargadas de llenar el vacío de ley: en el establecimiento del control de la vida cotidiana y luego del control social, cuestión más estatista que lo que haría un Estado mediador, como el que no se cansan de denostar. El análisis errado del carácter nacional (noción que tanto atacaron) concluyó en la afirmación inesperada de la fundación inmutable del orden, de una sociedad de control cuya ideología merecida es el liberalismo en tanto edicto de adiestramiento. ¿Cómo impedirían entonces las “facciones o grupos de interés particulares” si sólo saben verlas en las instituciones públicas y no en las corporaciones económicas que han suprimido de sus análisis?

Las tantas veces criticadas tesis sobre la “pereza” o la idea licenciosa de que “todo puede arreglarse” no son menos un conjunto de inadecuadas hipótesis sobre lo que es una sociedad compleja, tanto si fueran dichas por los que profesionalizaron esos rasgos indebidos (el “arreglo”, el “amiguismo”) como si fueran afirmadas por las mentes preocupadas por el “descrédito de las nociones de Estado de Derecho”. Al fin, introduciendo subrepticiamente las tesis del carácter nacional, reconocidamente insuficientes en su versión populista como ahora en su versión liberal de derecha, se obtiene una sorprendente teoría del control cotidiano, luego convertido en “vigilancia social”. Es la versión extravagante de una chocante cohesión social punitiva. Es un liberalismo de falansterio, que aún le faltaba a la derecha argentina, pero sin el curioso crucigrama de las pasiones que el falansteriano Fourier había concebido.

Hay ley o implícitos deseos de ley en toda forma de vida social. Y ese anhelo de legalismo suele revestirse de paradojas. Desde las conversaciones diarias cuyo sigilo no aparece en los términos de los acuerdos políticos finales hasta los códigos que los parlamentos y los poderes ejecutivos elaboran y reelaboran a partir de pactos que no necesariamente ven la luz pública sin por eso ser ilegales. Las numerosas transgresiones cotidianas a la ley sólo indican que pueden ser ellas tan inadecuadas como la literalidad de una ley liberal, que desemboca en acciones reflejas y puntuales que pueden resolverse en un abominable integralismo político, en un puro y absolutista juridicismo. La ley está inscripta en la lengua, pero cada vez que se hace consciente, un movimiento de extraordinaria versatilidad la pone en tensión. Esto no significa que la ley sea siempre opaca, fusionada viscosamente con la cultura tácita del vivir diario o sometida a oscuras mediaciones y golpes tácitos de la fortuna. Significa que hay una distancia inasimilable entre el código legal proclamado, el código moral implícitamente aceptado y la multitud de acciones difusas que componen la vida real. Lo que llamamos ley es lo que rige todo comercio de ideas, de pulsiones o de intercambios económicos, lo que impide justamente declarar que haya alguna sociedad sin ley. Pero toda sociedad traslúcida que sea enteramente igual a su ley puede perfectamente llevar el nombre de dictadura. Es la lección que le faltaba aprender, no al liberalismo libertario, sino al liberalismo de los falansterios de control.

Es que una ley siempre tiene un conflicto entre su aprobación legal y la reacción de los intereses que afecta. Una ley nunca clausura el recorrido de su buscada legitimidad. Por eso, la Argentina no está al margen de la ley, sino que los poderes no declarados –la cultura propietaria y la malla de afectaciones sobrentendidas que implica– hacen que la ley quiera ser solo una imposición literal que busca su última razón en la sanción a la “transgresión populista”. Inhabilita a los que previamente define como “al margen de la sociedad” hasta que en la lentitud del tiempo consigue coaccionarlos. Pero una ley nunca es igual a su propia literalidad y el complejo aparato jurídico de toda sociedad –bien lo demuestra la actualidad de nuestro país– está siempre preparado para hacer de la ley un terreno de riesgo, disputa e inestabilidad. Es cierto, como nos alecciona Romero, que “vivir de acuerdo con la ley es un refinado producto de la civilización que implica un sacrificio”. Por eso mismo, es necesario decir que toda civilización se define por poner en discusión su plasma legal germinativo y el conjunto de leyes vinculadas, que luchan por darle inteligibilidad a su océano de creencias y de voces. Existe la ley, siempre existe, porque toda civilización real se dedica a recolectar sus bellotas reales o imaginadas. El liberalismo sólo entiende de leyes que sacrifiquen el entusiasmo colectivo; las leyes más nobles, en cambio, se dedican a reparar a los sacrificados.

* Director de la Biblioteca Nacional.

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