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El país|Domingo, 28 de septiembre de 2003

La noche en que casi mato a Menéndez

Colimba, periodista principiante, cordobés, de uniforme en 1976 y haciendo guardia en el chalet de uno de los peores criminales de la dictadura, un Alfredo Leuco de 20 años tuvo a Luciano Benjamín Menéndez en la mira de su fusil cargado. Y pensó en matarlo. Por primera vez, la historia de qué sintió en ese instante, con el dedo en el gatillo, y por qué no disparó.

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Por Alfredo Leuco

Esta es la primera vez que lo cuento en público: yo estuve a punto de matar al general Luciano Benjamín Menéndez.
Lo tenía ahí, a tres metros, y su cabeza estaba en el medio de la mira de mi FAL. Sólo tenía que sacar el seguro y apretar el gatillo. Le hubiera metido en su cuerpo un cargador entero de balas porque el fusil estaba en automático. Les aseguro que todavía recuerdo aquel cielo negro sobre el barrio militar que queda en el camino a La Calera, en Córdoba.
Eran casi las tres de la mañana de aquel julio que escarchaba el césped de los jardines de las casas de los oficiales del tercer cuerpo de ejército.
Lo tenía ahí a tres metros y lo odiaba profundamente. Podía sentir su respiración y la mía. Cachorro hijo de puta, pensé. Hiena maldita. Asesino. Todo eso pensé. Fueron segundos que me parecieron años porque la cabeza me funcionaba a mil kilómetros por hora. Se me cruzaban imágenes. Me acordé de mis compañeros de militancia que habían chupado en esos días. Ahora son desaparecidos, pero en ese momento decíamos: la gran puta, anoche lo chuparon al Niñito Huevón. Era un intelectual con pinta de intelectual que en su vida había matado una mosca. Me acordé de mi amigo, el Huguito Kogan que habían secuestrado en plena calle y que era una mezcla maravillosa de tanguero y judío reo. ¿Se dan cuenta? Todo ese dolor y ese horror me decía: ¡dale boludo, tirá!, ¿qué estás esperando, carajo?
Es que lo tenía ahí a tres metros y el fusil ni me temblaba. Lo tenía bien calzado como ellos me habían enseñado. No entiendo cómo en el medio de esa situación tan dramática vi las luces de un auto por la ruta que iba a Carlos Paz. Pensé que si lo mataba me mataban en segundos porque estaba en el corazón del barrio militar. Pero por un instante ni eso me importó. Que me maten, pensé. Pero ¿cuántas vidas voy a salvar? Confieso que mucha ingenuidad y una película de héroe guevarista que proyecté sobre mi cerebro me hicieron imaginarme en un poster o adentro de un féretro, aclamado por una multitud de obreros y estudiantes. Yo no era ningún pelotudo, pero tenía 20 años y virgen la capacidad de soñar. Ya había metido algunas colaboraciones en la sección deportes del diario Córdoba. Creo que me mandaban a cubrir algún partido a la cancha de Las Palmas o Lavalle sólo por lástima hacia mis bolsillos flacos de colimba, aunque en esa época me las rebuscaba bastante en los comentarios imitando a Osvaldo Ardizzone.
Recuerdo aquella situación y todavía me estremezco. Es que nunca la conté en público. Yo tenía que hacer guardia en la casa de Menéndez. Tenía un santo y seña y la orden de que estuviera bien atento, porque al general le gustaba probar a los soldaditos clase 55. Me avisaron que podía pasar y pasó. Era viernes y venía de alguna festichola. A mí me faltaba una hora para entregar la guardia y cantaba canciones de Litto Nebbia para no dormirme. Mi cuerpo tenía el hedor del servicio militar obligatorio. Esa mezcla de garbanzos todo el día y de mugre en los borceguíes. Primero sentí que se movía un arbusto y después vi claramente la sombra de ese criminal de guerra. Quiso sorprenderme apareciendo por atrás de su casa. Pero yo había sentido el absurdo grito de su chofer cuando le dijo, marcial: “Buenas noches, mi general”.
Lo tenía ahí a tres metros y lo odiaba profundamente. Los únicos tiros que yo había disparado en mi vida habían sido ahí, en la instrucción militar del grupo de artillería aerotransportada 4. Era artillero y paracaidista. Usaba boina roja y estaba cerca de mi casa. Pero lo podría haber matado.
Mis neuronas se habían congelado. Sólo las quebró la voz sobradora del general Menéndez cuando me dijo: muy bien soldado, lo felicito porque no es ningún dormido. Cuando reaccioné, ya tenía a mi lado a un cabo primero que le tenía más miedo a Menéndez que a mil santuchos. Bien, bien... Me palmeaba el cabito, que cuando salían en autos de civil por las noches a chupar gente regresaba llorando y con vómitos.
Unos días después ese zumbo temeroso se hizo el guapo en la cuadra de mi batería. Nos puso a todos al pie de la cama carrera mar y avisó que en 48 horas nos íbamos a Tucumán, a ayudar al general Bussi a limpiar de zurdos la provincia. ¿Alguien no quiere ir? preguntó desafiante. De 140 colimbas solamente 3 nos negamos. Mientras castigaba mi cobardía con saltos de rana yo trataba de argumentar que no quería matar a nadie y que ellos no me podían obligar. Ese era mi discurso medio hippie, medio patético. Así que usted no quiere hacer patria soldado, me insistía el cabito cagón. Y yo, sin parar en mis saltos de rana ridículos trataba de balbucear que hay otras formas de hacer patria, como ser un buen padre, un buen estudiante.
Me salvó el teniente primero, jefe de mi batería que era mucho más inteligente y preparado. Me llevó a su oficina y me preguntó mi opinión sobre los militares. Yo hablé del ejército sanmartiniano y él enseguida se dio cuenta que yo no quería ser chupamedias, pero tampoco ocultar mis convicciones, pero que hacía malabarismos conceptuales para explicar lo inexplicable. Aquel oficial hoy es el padre de una de las modelos más cotizadas de la Argentina. El también tenía sus distancias con Menéndez. Era un general de mirada alucinada capaz de arrestar a un coronel porque no se había afeitado. La única diferencia es que él decía “Menéndez es un loco” y yo pensaba “Menéndez es un facho.”
Parece que después averiguaron mis antecedentes y durante varias noches me despertaron violentamente al grito de: “Qué haces zurdito. ¿Estás durmiendo bien? No te hagás el piola soldadito. Ya sabés que los huevos hay que dejarlos en el puesto uno”. Yo era un dirigente de medio pelo en el centro de estudiantes de Ciencias de la Información, es decir de una de las facultades más combativas y politizadas de aquella época. En proporción, somos la facultad que más desaparecidos tuvo. Pero nunca estuve de acuerdo con la lucha armada. Por eso mis amigos de la JUP o de los grupos de base me acusaban de reformista o de no ser de izquierda. Varios de ellos, de los presuntamente revolucionarios y de los nuestros, los presuntamente reformistas, desaparecieron para siempre en las garras y en los campos de concentración de aquel cachorro de dinosaurio llamado Menéndez.
Era temible y todos se cuadraban a su paso. Se golpeaba su fusta de caballería en las botas como un Hitler criollo. Era el más sanguinario y no dudaba un segundo en ordenar torturas y fusilamientos. Hace una semana que ese cachorro repugnante está preso y yo lo celebro. Por la memoria de los que quiero, por tantas lágrimas y porque no hay otro lugar en el mundo para Menéndez que la cárcel.
Y lo digo yo, que le perdoné la vida y me perdoné la vida...

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