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El país|Domingo, 2 de agosto de 2015
OPINION

La unidad como desafío

Por Edgardo Mocca
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La confluencia del liderazgo transformador de Néstor Kirchner, continuado luego por el de Cristina, con la estructura orgánica del Partido Justicialista, fue lo que hizo posible la experiencia política argentina de los últimos doce años. Es posible que la proyección hacia el futuro de esa confluencia sea la clave para la continuidad del rumbo asumido por el país en 2003.

El origen de esa experiencia es una combinación contingente de circunstancias y no el resultado inevitable de una ley de la historia. La crisis de 2001 estremeció al sistema político argentino. El radicalismo sufrió con el derrumbe de la Alianza un profundo golpe de cuyas consecuencias no parece haberse repuesto. El justicialismo tampoco salió indemne: al fin y al cabo lo que había colapsado era un proyecto de país cuyos cimientos fueron levantados en la época menemista con el sostén estructural de ese partido. El futuro de los partidos políticos argentinos era entonces imprevisible. Por otro lado un conjunto de experiencias regionales desarrolladas con llamativa sincronía temporal (Venezuela, Bolivia, Ecuador) fueron mostrando cómo la crisis de las políticas del consenso de Washington barría con la existencia de los partidos políticos que venían desde hace mucho organizando la disputa política en cada país. De hecho, la elección argentina de abril de 2003 mostró las marcas de la crisis: el PJ fue dividido en tres candidaturas, la UCR descendió a niveles de insignificancia electoral, dos candidatos outsiders del radicalismo tuvieron un notable desempeño.

Néstor Kirchner comprendió profundamente la escena. Tenía ante sí dos posibles cursos de desarrollo: que la crisis terminara por vaciar a los dos grandes populares del país o que éstos sobrevivieran y la posibilidad de estabilizar un gobierno nacido en condiciones de extrema debilidad estuviera concentrada en la conducción política del justicialismo. La dinámica de la acción de gobierno, la energía de las primeras medidas y la rápida intuición popular del sentido reparador que tenían esas acciones fortalecieron el liderazgo presidencial y empezaron a crear un campo de adhesiones más amplio que la identidad peronista. Desde esa centralidad, Kirchner logró el respaldo del PJ y consiguió los recursos políticos, parlamentarios y territoriales necesarios para salir de la debilidad original. Fue el tiempo del operativo de la transversalidad que jugó como una importante señal de que se construían bases de apoyo complementarias, y eventualmente sustitutivas del partido, las que se mostraron tan difíciles de construir como, a la postre, innecesarias. Las elecciones provinciales que recorrieron el país el mismo año de la asunción del nuevo gobierno mostraron que el cimbronazo nacional no había barrido a ninguno de los dos grandes partidos y que ambos seguían organizando la escena política; la única novedad era un cambio en la relación de fuerzas entre ellos, favorable al peronismo tal como podía esperarse después del colapso de la experiencia de la Alianza. El país fue saliendo del estado de emergencia política y social de la mano de una política orientada a ensanchar el consumo interno, recuperar el empleo y promover la reindustrialización. El justicialismo se colocó en el lugar de soporte principal del gobierno y en 2005 con el triunfo de Cristina sobre Chiche Duhalde en la provincia de Buenos Aires terminaría de consagrar la conducción excluyente de Néstor Kirchner.

Con mucha frecuencia se explica la naturaleza de la coalición política kirchnerista como la secuencia natural de la “vocación frentista” del peronismo. Por supuesto que esa alusión a las múltiples vertientes políticas que confluyeron en el liderazgo de Perón en 1945 y a algunas experiencias de frentes electorales hegemonizadas por el justicialismo el Frejuli de 1973 es la más recordada entre ellas funda simbólicamente la legitimidad de la orientación kirchnerista; pero la experiencia de estos años no puede reducirse al establecimiento de un frente entre el PJ y otras fuerzas. Su principal característica desborda el plano institucional de los partidos políticos; consiste en una operación político-cultural de reescritura de la tradición peronista. Una reescritura que apela al mito fundacional del peronismo, a sus tres banderas originales como soportes de una empresa política nacida del derrumbe nacional provocado por la aplicación del recetario neoliberal. Una vez más la historia nueva se viste con ropajes viejos y venerables. Esas ropas, hay que aclarar, no se las podía poner cualquiera. No es que el peronismo inaugural “está ahí” disponible para quien lo quiera utilizar. La etapa menemista nos ilustró sobradamente acerca de que el peronismo “realmente existente” puede emanciparse drásticamente de esos símbolos fundacionales y reemplazarlos por otra cara mítica del peronismo, la del pragmatismo extremo, la de ser una fiera colectiva ávida y apta para el poder. La recuperación de la tradición nacionalpopular del peronismo tuvo, además, un marco regional signado por fuerzas políticas de gobierno orientadas a recuperar la tradición histórica nacionalista y antiimperialista. Dicho de otro modo, no vivimos tanto una convocatoria peronista a una coalición transformadora sino una recuperación de los acentos nacional-populares del peronismo después de la ola neoconservadora que los había aplastado. Por eso hay en el kirchnerismo una presencia muy fuerte de peronistas que habían perdido la confianza en sus dirigentes y de corrientes nacionalpopulares y de izquierda que no pertenecen al universo justicialista, además de vastos sectores sin experiencia política previa.

Desde el punto de vista que aquí desarrollamos, estamos sin duda en un punto de inflexión de esta experiencia histórica. La fórmula elegida para disputar la presidencia por el Frente para la Victoria no contiene, por primera vez en doce años, el apellido Kirchner. Scioli emergió como la síntesis de una relación de fuerzas interna en la actual fuerza de gobierno, como la combinación más adecuada de pertenencia al proyecto iniciado en 2003 y competitividad electoral. La candidatura presidencial del gobernador bonaerense fue también una clave para la preservación de la unidad del espacio oficialista. No hay que olvidar que una de las premisas centrales del plan desestabilizador de los grupos de poder económico era la desarticulación del tejido de apoyos al gobierno de Cristina Kirchner combinada con el sabotaje financiero y el desorden público. En 2013, con el triunfo bonaerense de Massa parecía consumarse el operativo: eran muchos los que pronosticaban una estampida desde el FPV hacia la “renovación”. La principal causa del fracaso de ese plan fue la capacidad de la presidenta de mantenerse en el centro de la escena con el doble fundamento de las iniciativas políticas orientadas a que las restricciones económicas de la etapa no lesionaran el salario, el empleo y el consumo popular y el desarrollo de un discurso político que inscribe ese accionar en el contexto de una crisis del capitalismo neoliberal y en la necesidad de profundas reformas en el sistema de relaciones políticas a escala global. Scioli, por su parte, asoció fuertemente su futuro político al éxito de la última etapa de gobierno de Cristina, quemó las naves que podrían haberlo llevado a la misma candidatura por el camino de la división y el debilitamiento del gobierno, como era el deseo explícito del establishment.

En política no existen los pronósticos más que como un género entretenido y gratuito. Lo que sí existen son las apuestas a unas u otras alternativas. Y pueden hacerse consideraciones sobre cuál será el terreno principal de la disputa sobre los cursos futuros. El razonamiento más elemental es que si, como aquí se ha procurado argumentar, la clave de la fuerza del proyecto fue hasta aquí la confluencia entre una dinámica transformadora impulsada desde el liderazgo y una estructura nacional unida de apoyo político-electoral con centro en el Partido Justicialista, el sostenimiento de esa unidad será una de las claves de su futuro. Mucho puede especularse sobre cuál será la conducta de Scioli si llega a la presidencia. Lo cierto es que su promesa electoral es la continuidad del rumbo: lo expresan así la fórmula completada con una referencia central del núcleo impulsor del rumbo de estos años como es Zannini y la composición de las listas legislativas. También lo expresa así, en lo fundamental, el discurso político del candidato.

Ahora vendrá una intensa presión político-mediática para mellar la unidad. Se amplificarán por igual las manifestaciones de los resabios antiperonistas que anidan en sectores que apoyan al proyecto desde el exterior del justicialismo, como las guarangadas sectarias y hasta macartistas cuyas raíces no remiten precisamente a la mejor historia del peronismo. Sin el peronismo, el proyecto transformador podría degradarse en una corriente de opinión a la vez prestigiosa e impotente. Sin la voluntad de desarrollar la experiencia de estos años como un nuevo momento de la voluntad nacional-popular capaz de abrirse a la diversidad y a la pluralidad puede volver a vaciarse a la estructura justicialista de sus vínculos con las banderas fundacionales y volver a convertirla en un partido del orden neoconservador. No será, claro, en la discusión teórica donde se resolverán estas cosas: lo central será la política, la decisión de avanzar y profundizar el rumbo iniciado en 2003, de mantener a la Argentina en el lugar de los países democráticos y soberanos que resisten al autoritarismo del capital financiero global y local.

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