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El país|Jueves, 3 de septiembre de 2015
OPINION

Legitimidad de los juicios de lesa humanidad

Por Julián Axat *
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Desde hace un tiempo vengo siguiendo los juicios por violación a los derechos humanos durante la última dictadura que se están llevando a cabo en todo el país. El año pasado fui parte querellante en el conocido Juicio a la Cacha celebrado en La Plata y en el que se encontró culpables y condenó a quince personas, entre civiles, militares y policías. Durante las audiencias siempre me llama la atención la dinámica de los abogados y sus estrategias. De hecho, me despierta mucha curiosidad el tipo de estrategias que utilizan los defensores frente a delitos de semejante gravedad. Quizás aquello que más me atrae, seguramente por mi función durante años como defensor público, sea la forma en la que mis viejos colegas asumen su rol, pero también la variada gama y los costosos abogados particulares que asumen esas defensas. Algunas de estas observaciones, me gustaría compartirlas acá.

En principio he notado que algunos defensores oficiales federales no están allí simplemente porque el caso les ha sido asignado en desgracia, sino por el contrario, pareciera que les hubiera tocado en suerte. No se me malinterprete, toda persona tiene derecho a una defensa, y sobre todo la existencia de un defensor público en caso de no tener abogado de confianza; pero de allí a compartir el imaginario del propio asistido acusado de genocidio quien suele creer que se trata de un preso político, hay una gran distancia. Una cosa es garantizar el derecho de defensa y otra la afinidad que excede lo jurídico y que se torna indisimulable. La vehemencia o la forma (muchas veces hostil) de preguntar que tienen los defensores hacia los testigos y víctimas por momentos expone empatías. También cuando los defensores adhieren –sin más– a los evidentes planteos dilatorios y chicanas de los abogados particulares. No sería nada extraño que esos esfuerzos defensivos en causas de lesa humanidad –por parte de esos mismos defensores– no se vea traducido en el mismo esfuerzo frente a gente pobre vinculada con delitos federales comunes a los que también les toca asistir. Es más, en algunos casos, ese estándar –me consta– se aprecia desigual.

Luego aparece el tema de la proyección de conciencia. Y esto habla del lugar de la ética y el compromiso con los derechos humanos ocupa en algunos miembros de la Justicia. Aun cuando debe presumirse la absoluta inocencia de los imputados por crímenes de gentes, y aun cuando siempre deba existir un defensor que haga dignamente su tarea, la defensa oficial tiene la posibilidad de estudiar el panorama y rechazar el caso cuando tiene un dilema de objeción de conciencia. Tengo entendido que en temas de lesa humanidad son pocos los defensores oficiales que hacen uso de esta objeción, y varios que la asumen porque están en carrera o porque les resulta una defensa más, o como dije, están convencidos de su labor, lo cual es más que loable; pues si todos los defensores adoptaran una tesitura de objeción, no habría defensores oficiales y eso entorpecería la realización y la legitimdad de los juicios.

Después están los abogados particulares. Los hay de todos los colores (famosos, ignotos, desaforados, pintados). He asistido a jornadas con planteos dilatorios para desgastar a jueces, fiscales, querellas y testigos, vía reiteradas incidencias y protestos (en presencia de plena declaración de testigos). Pero también de adelantos de alegaciones (inconducentes para una etapa que nos es de alegatos), por la que se pierden horas y horas, entorpeciendo el normal desarrollo de las audiencias; haciéndolas extensas y crípticas para el público en la sala. Si bien la Cámara de Casación ha adoptado reglas específicas para este tipo de juicios, estos problemas continúan. Aunque ya pocos apelen a las viejas formulas sobre cosa juzgada, prescripción y obediencia debida, rechazadas en forma unánime por la jurisprudencia; todavía están los abogados (recuerdo al letrado de Etchecolatz) que insisten en introducirlas como pretendido “juicio de ruptura” y tratan a los tribunales de fachada de la venganza.

He notado que la mayoría de los abogados prefieren hacer hincapié en la no participación de sus asistidos en los hechos que se imputan, buscando generar contradicciones o dudas entre los testigos, y en descalificar la prueba documental introducida por lectura para dejar la duda, antes que meterse en una discusión ideológica jurídica sobre un escenario de guerra y demás argumentos basados en la perimida teoría de los dos demonios. La utilización de las modernas tesis de autoría mediata o de infracción del deber, para fundar las autorías de los responsables del secuestro, tortura y desaparición de personas, son parte de la gran cantidad de las sentencias recaídas en estos últimos años. Por lo que los abogados de personas imputadas de delitos de lesa humanidad suelen estar versados en esas parafernalias teóricas y discutan su aplicación. De allí que en función de esas teorías, muchos busquen la forma de demostrar que si sus asistidos tenían funciones operativas en aquel entonces (si es que existen legajos que den cuenta de ello), los mismos no estaban asignados a las áreas que se juzgan, por lo que no tenían que cumplir ningún deber, etc. O bien porque su posición en la estructura de mandos y subalternidad no tenía dominio alguno sobre los hechos juzgados.

Claro que no hay recetas y dado que el principio de la duda es un vector hermenéutico constitucional, en el fondo, los juicios se desarrollan con normalidad pero con tensiones que generan incertidumbres de todo tipo. Aun cuando las defensas de las personas acusadas sean rupturistas, burocráticas, activistas, moderadas, chicaneras o sutiles, no dejan de ser algo muy importante para la legitimidad de los juicios en marcha. Sin defensa en juicio en delitos de lesa humanidad no habría juicios ejemplares, ni condenas ejemplares. No habría memoria, verdad y justicia. El cumplimiento estricto del debido proceso durante estos procesos es la clave para entender el tipo de respuesta que el Estado de Derecho les brinda a aquellos que, en otro contexto, no dieron el mismo trato y violaron todos los derechos y garantías de las personas. Por eso los juicios son ejemplares. Por eso el respeto irrestricto del derecho de defensa de los acusados resulta fundamental como marco de legitimidad de los juicios. Las absoluciones recaídas en varios casos, muestra que la defensa en juicio tiene también sus resultados satisfactorios según las estrategias de los letrados.

Alguna vez se le preguntó a Jacques Vergés, el llamado “abogado del diablo”, por qué había defendido a Claus Barbie. Para Vergés, la defensa era sólo un medio para demostrar el doble estándar francés: al mismo tiempo que aniquilaba militantes argelinos se encargaba de detener a nazis como Barbie, acusándolos de los mismos métodos criminales que el gobierno francés practicaba en Argelia (entre ellos la desaparición de personas). Más allá de lo forzado de la idea, Vergés, a la larga, tenía su objetivo: liberar a los débiles mostrando las contradicciones del sistema. No tengo que explicar demasiado para demostrar que los abogados del diablo de nuestro país están lejos de Vergés; ¿o acaso no son su farsa? Aun siendo así y más allá de las formas de defender, nuestros padres no tuvieron la posibilidad de defensa. Por eso, muchas veces pienso que quizá quise ser abogado por esa ausencia, por ese vacío del terror, por ese intento imaginario de viajar al pasado a defender lo que entonces estaba obturado y ahora no. Por eso creemos en la democracia y en las garantías de los acusados, por la imposibilidad de esa defensa que nos habría permitido (al menos en la posibilidad de un sueño) de rescatar a nuestros padres. Con todas las variantes en la que se presentan esos defensores, en el respeto irrestricto al derecho de defensa nos diferenciamos con aquello que se juzga.

* Ex defensor oficial. Coordinador Programa Acceso Justicia de la PGN.

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