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El país|Domingo, 15 de noviembre de 2015
OPINION

Pochoclo para el debate

Por José Natanson *
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El debate sobre el debate comenzó un año atrás, cuando una serie de organizaciones de la sociedad civil lideradas por el Cippec lanzaron una iniciativa conjunta para crear las condiciones que posibilitaran el primer encuentro televisado entre candidatos a presidente de nuestra historia, con el irrefutable argumento de que Argentina era el único país de América latina junto con República Dominicana que no contaba con ningún antecedente en la materia. Como se sabe, Daniel Scioli decidió no asistir al primer debate hasta que los resultados del 25 de octubre alteraron drásticamente la dinámica electoral, y entonces anticipó su voluntad de participar no sólo de uno sino de dos encuentros, lo que puede leerse como un reconocimiento implícito de que el faltazo inicial habría sido un error. Quizás el viejo adagio que señala que el candidato presidencial que aparece primero arriesga más exponiéndose a un debate que rehuyéndolo se haya convertido, como la invencibilidad de los barones del conurbano, el republicanismo de los radicales o el toque mágico de Tinelli, en parte del pasado de nuestra política.

Pero la pregunta del millón es la siguiente: ¿cuál es la verdadera importancia del debate? ¿Alcanza por sí mismo para cambiar el resultado de una elección? El politólogo Marcelo Leiras, en amable respuesta a una consulta para esta nota, explica que los estudios empíricos en la ciencia política norteamericana, que ha dedicado los mayores esfuerzos a investigar el tema, coinciden en que los debates no tienen un impacto discernible en los resultados de las elecciones: las encuestas realizadas antes y después del evento no muestran, salvo en unos pocos casos opinables, alteraciones significativas, tal como confirman las dos investigaciones más exhaustivas elaboradas hasta ahora: la de James Stimson sobre el período 1960-2000 y la de Robert Erikson y Christopher Wlezien entre 1958 y 2008.

“Mi impresión –dice Leiras– es que los espectadores llegan al debate, que suele realizarse en el tramo final de la campaña, con bastante información acerca de los contendientes. El debate sólo puede tener un efecto si altera de modo decisivo la información disponible previamente. En caso en que haya una sorpresa, en el sentido en que uno de los candidatos se comporte de modo muy diferente al ya conocido, aparece el problema de la verosimilitud. En estos casos, el público no sabe si creerle a la información acumulada previamente o a la que acaba de obtener en el debate. No me sorprendería que haya una especie de inercia, un privilegio de la opinión ya formada sobre la que se puede formar con nuevos datos. Así las cosas, creo que cuanto más conocidos sean los postulantes menor debería ser el impacto del debate sobre las opiniones y la intención de voto”.

Pero el efecto del debate no se limita a su influencia inmediata sobre su audiencia directa, más allá del rating que consiga, que por otra parte varía de país en país: si en Estados Unidos suele ser el programa más visto a excepción del Superbowl, en lugares como Colombia queda lejos de un buen capítulo de la telenovela. Por más amplio que sea, su público no pasa de una minoría atenta a las cuestiones políticas cuya opinión ya suele estar formada. Sin embargo, el debate irradia también una impresión general, imposible de cuantificar aunque totalmente real, que luego rebota durante días por los diarios, las radios y los canales de televisión: el “efecto derrame” del debate puede, por ejemplo, hacer que un candidato despeje fantasmas (Patricio Alwyn frente a los temores de que un triunfo de la Concertación implicaría el retorno al caos inflacionario de Allende), revelar confiabilidad económica en un postulante que aún despierta dudas (Lula contra José Serra en 2002) o exhibir fragilidades desconocidas (Marina Silva). Aquí, más que en su capacidad para volcar decisivamente la elección, radica su verdadera importancia.

Salvo, claro, que tropiece, que suceda un imprevisto, que es lo que a menudo aguarda un público atraído por un morbo análogo al que generan los equilibristas sin red: el inconfesable encanto del error fatal. El debate ganará interés y su efecto se multiplicará por mil si adquiere dramatismo y sorpresa, como cuando Gerald Ford, en el encuentro contra Jimmy Carter de 1976, en plena Guerra Fría, dijo insólitamente que “no había una dominación soviética en Europa del Este”, o cuando George Bush padre fue tomado por las cámaras mirando furtivamente el reloj en el debate de 1992 contra Bill Clinton (Bush no sabía que en la televisión el reloj se mira como se mira el sol o como se mira un escote: apenas con un pestañeo). Se trata, sin embargo, de unos poquísimos casos, porque toda la técnica del marketing electoral, los asesores de imagen y los consejeros políticos está orientada, antes que cualquier otra cosa, a evitar este tipo de errores. Cínico pero nunca tonto, Jaime Durán Barba lo explica bien: el debate no puede hacer que un candidato gane una elección pero sí puede hacer que la pierda.

Hasta aquí los aspectos concretos: quién gana, quién pierde, qué conviene hacer. Pero la política no es un mero reino de la táctica sino un arte-ciencia que esconde detrás una ética y una filosofía, y en este sentido creo que vale la pena agregar un par de comentarios más de fondo sobre las potencialidades y los límites del debate.

El primero es de sesgo. Como toda forma de comunicación política, escrita, oral o audiovisual, los debates no son neutros. Un debate no es un espejo que simplemente refleja a dos candidatos desnudos sino una puesta en la que, al igual que en cualquier construcción escenográfica, algunas cosas se iluminan mientras que otras permanecen bajo la sombra. El debate premia ciertos atributos por sobre otros: la velocidad de reacción, la agilidad mental, la autocontención (lo último que hay que hacer es perder el control), el ingenio y el énfasis. La pregunta es hasta qué punto estos rasgos de personalidad son esenciales para llevar adelante un buen gobierno. ¿La capacidad de retrucar velozmente a un contendiente, eludir con sagacidad una pregunta difícil o mantenerse frío frente a una chicana envenenada hace de un presidente un mejor presidente? ¿Un presidente tímido y mal comunicador como Arturo Illia es peor que uno desenvuelto y pícaro como Menem?

El debate resalta algunos atributos y desdeña otros: la reflexividad, la visión estratégica, la capacidad de análisis, la concentración y la voluntad, por mencionar algunos, son habilidades valorables en un líder político que sin embargo resultan invisibles a las cámaras.

Recurramos como ejemplo al primer debate presidencial televisado de la historia de Estados Unidos, que el 26 de septiembre de 1960 enfrentó célebremente a Richard Nixon con John F. Kennedy. Recién recuperado de una operación de rodilla, el candidato republicano llegó al estudio de la CBS sobre la hora, después de una jornada intensa de campaña, sin preparación previa, y se negó a maquillarse. Se lo vio irritado, tenso y fatalmente transpirado: en sus memorias contaría que su madre lo llamó minutos después de que finalizara para preguntarle si estaba enfermo. Kennedy, que se había tomado el día para descansar, se mostró como un líder seguro, enérgico, convincente. Las encuestas coinciden en que el candidato demócrata arrasó en el debate televisado, aunque estudios realizados posteriormente revelaron que quienes lo escucharon por radio consideraron que Nixon había salido mejor parado. La diferencia fue el lenguaje no verbal de Kennedy. Pero, ¿qué peso deberían tener las habilidades no verbales a la hora de elegir un presidente?

Un segundo aspecto a tener en cuenta es la relación entre debate y personalización de la política. Por su propia lógica, el debate facilita la definición de las preferencias electorales en función de un mayor conocimiento de los candidatos, que es justamente lo que se critica cuando se cuestiona el creciente peso que han adquirido las personalidades en el juego político. En un debate importa poco, o importa menos, si el candidato es peronista o radical, si llega como parte de un colectivo político orgánico o como un outsider, si dispone de bloques legislativos disciplinados que lo respalden o no, si su candidatura es resultado de una larga construcción popular o una ocurrencia mediática de última hora, porque el debate es en esencia una apuesta al brillo de la personalidad (o del personaje). Sin entrar en discusiones acerca de los pros y los contras de esta tendencia, digamos que el “formato debate” refuerza el personalismo.

El voto es un manojo denso de expectativas, prejuicios y miedos. A la hora de elegir, los ciudadanos se definen de acuerdo a diferentes racionalidades. Una es, en efecto, la que deriva de la observación fría de las diferentes alternativas propuestas por los candidatos, el voto-programa. En estos casos, de acuerdo a la definición del sociólogo francés Pierre Rosanvallon, el electorado se comporta como un “consumidor exigente”: mira, compara y después elige. Esta lógica resulta decisiva en los grandes centros urbanos como la Ciudad de Buenos Aires, que no casualmente es, de todos los distritos, el que acumula más experiencia en debates electorales, aunque, tal como demostraron los resultados de la primera vuelta, se reproduce cada vez más en otros lugares, incluyendo la provincia.

Pero al lado de esta racionalidad existen otras, tan válidas como aquélla. Por ejemplo el “voto identitario”, que adhiere a una tradición partidaria más allá de los nombres: familias enteras que son radicales o que son peronistas. Y también una racionalidad basada en una experiencia concreta: alguien que vota al kirchnerismo porque recibe la Asignación Universal o porque finalmente obtuvo la jubilación, o alguien dispuesto a votar al macrismo, incluso a Horacio Rodríguez Larreta, porque el metrobús le alivió el traslado al trabajo, o alguien que siempre votará al peronismo porque su primer juguete fue una muñeca de madera de la Fundación Evita, o alguien que nunca votará al peronismo, que votará cualquier cosa que se le ponga enfrente, porque su papá fue despedido de su empleo público durante el primer gobierno de Perón.

Aunque en retroceso, estas racionalidades mantienen su vigencia; suelen superponerse y mezclarse, y ninguna es más correcta que la otra, ni más lógica ni mejor, más allá del sentido común que indica que el problema de la sociedad argentina es que elige mal, que se inclina por malos gobernantes, y que esto sucede por falta de información, por una, digamos, asimetría en la distribución de la información, que el debate, por supuesto, vendría a resolver.

Volvamos al comienzo. La posibilidad de ver a los candidatos intercambiando ideas en un set de televisión es una saludable iniciativa democrática que ojalá se consolide como rutina electoral pero que también contiene sesgos y cuyos efectos son más limitados de lo que habitualmente se piensa. Los defensores de los debates suelen recurrir a la experiencia de Estados Unidos, donde efectivamente son parte esencial de la vida democrática, aunque habría que analizar hasta qué punto esto se explica por los bajos niveles de participación electoral de un país en donde el voto no es obligatorio. Pero además del norteamericano hay otros ejemplos, menos comentados: en Perú, desde el famoso encuentro entre Mario Vargas Llosa y Alberto Fujimori en 1990, todas las elecciones presidenciales incluyeron debates televisados, lo que no impidió que luego sus presidentes, atenazados entre la crisis de representación y los límites del extractivismo, se situaran, según los datos del Latinobarómetro, entre los menos populares de la región.

* Director de Le Monde Diplomatique, Edición Cono Sur www.eldiplo.org

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