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El país|Domingo, 30 de noviembre de 2003
COMO FUNCIONA LA MAFIA DEL SERVICIO PENITENCIARIO BONAERENSE

La corrupción del terror

Testimonio exclusivo de dos guardias que ya tomaron contacto con la Justicia, pero buscan garantías para formalizar la denuncia. Detallan el macabro manejo en las cárceles provinciales: una mafia de dinero, drogas y muerte, tanto de presos como de miembros del servicio que se rebelan a sus dictados.

Por Horacio Cecchi
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Los jefes de la mafia penitenciaria controlan el silencio de los presos y guardias: con calificaciones, golpes o la muerte.
Los dos son corpulentos. Uno se muestra cargado de ansiedad. El otro, susurra, suelta las palabras con cautela. Ansiedad y cautela tienen su explicación: ambos están en actividad. Por primera vez, guardias del polémico Servicio Penitenciario Bonaerense rompen el silencio y revelan ante un medio periodístico las tramas secretas de una mafia capaz de asesinar a sus propios hombres con tal de mantener la sartén por el mango. Describieron la corrupción interna; el robo de comida; el negocio de las horas extras; los premios y castigos que llegan al sospechoso suicidio de quienes se rebelan al sistema; el maltrato a los internos; las fugas armadas; las drogas; los encargos para robar y asesinar. Durante cuatro horas, Página/12 recorrió en los relatos de los dos guardias el tenebroso mundo de intramuros, donde no son las rejas las que dividen sino la antojadiza legalidad del poder y los billetes. No es poco lo que dicen y por momentos asfixia. Son muchos los que piensan lo mismo. Pero el miedo tapa la boca y el bolsillo. Por ahora, porque el malestar se cuela. La que sigue es la lógica que motoriza al Shopping Pandora Bonaerense.
Tras comunicaciones entrecortadas, consultas y tanteos, la posibilidad del contacto personal con dos integrantes disconformes del Servicio Penitenciario Bonaerense tomó cuerpo. Como condición, exigieron ausencia de fotógrafos y protección de identidades. Saben a qué se exponen, y no hay otra cosa que los empuje a revelar lo impronunciable que sus largos años de servidumbre y hartazgo en varias unidades carcelarias de la provincia.
“Es igual que con la Bonaerense –dice el más exaltado, a quien desde ahora apodaremos como A–. Al Servicio lo maneja una mafia. Lo que pasa es que la Bonaerense está más expuesta. Acá todo es para adentro. Nadie se entera.” La clave para guardar silencio es la sumisión o la complicidad. Lo que sorprende en el relato de los dos suboficiales es que no sólo los presos son sometidos al poder mafioso. También el personal penitenciario es controlado, manejado a gusto y conveniencia. Y ese control adopta las formas más inverosímiles.
“En una unidad de zona norte, una guardia femenina que cuidaba la entrada fue golpeada por un jefe con un palo de goma hasta fracturarle una pierna. Todo delante de la vista de todos y sin que nadie se atreva a intervenir.” Se presentó una denuncia ante la Justicia. En lugar de juzgarlo como un acto de honestidad, los jefes tomaron la denuncia como una lisa y llana traición. A partir de ese momento, comenzaron las persecuciones y los arrestos.
La caja alimentaria
Todo lo que funciona adentro de un penal bonaerense tiene el color de los billetes destinados a los bolsillos superiores. “Todo, absolutamente todo”, revela B. Un clásico de los penales es el runcho, en la jerga tumbera, el cajón de alimentos que religiosamente cada semana se llevan jefes y subjefes.
La dieta es completa. Los runchos pueden estar repletos de cualquiera de los ítem del menú. Frutas, verduras, frutas secas. Pero las preferencias unánimes se vuelcan sobre la carne. Los alimentos son almacenados en el depósito. Allí, cada semana, preferentemente los miércoles y los viernes bien temprano, un jefe cae al depósito con las manos vacías y se va con el runcho que termina su recorrido carcelario en el baúl de su vehículo particular. El runcho es una tradición, y para proveerlo no se hace asco a nada: los alimentos se obtienen tanto de la dieta alimentaria de los presos como de la de los empleados. Las mejores tajadas, los mejores cortes, van a parar al baúl jerárquico. A diez jefes y diez subjefes de sectores por penal, al menos 20 jerárquicos se alimentan y alimentan a sus familias a costa del Estado y la salud de presos y subalternos. El runcho es apenas un detalle ínfimo ante negocios más carnosos: durante buena parte del año, la carne vacuna no aparece en la dieta intramuros. Es provista, pero no llega al penal. Se han detectado desvíos de medias reses. Que se alimentan a costa de la salud de otros no es exageración. Fue públicamente conocida una epidemia entre los guardias del penal de Campana. En realidad, lo de la epidemia fue una ocurrencia jerárquica. La larga cuaresma obligó a disfrazar gato por liebre. Mandaron matar al único caballo del penal y lo repartieron como carne vacuna. Ese día, quedó un tendal de guardias internados por intoxicación. El equino, además de viejo, estaba enfermo. Algunos se animaron a denunciar. El postre lo comieron bajo arresto.
Drogas y tarjetas
En las películas norteamericanas que reflejan la vida carcelaria, siempre hay un preso que se comunica con su familia a través de un teléfono público ubicado dentro del penal. En la Argentina no es novedad el beneficio. En territorio bonaerense también existe. Lo que diferencia al SPB del resto es quién se beneficia con el beneficio. Según los dos guardias entrevistados, los jefes reciben pilas de tarjetas telefónicas que venden a precio de kiosco. Si las obtienen como regalo o a precio mayorista nadie lo sabe. Es tan ordenada la recaudación que el negocio semeja un comercio legal: se suele ver a un oficial de servicio con planillas bajo el brazo, registrando puntillosamente el expendio y reparto de tarjetas telefónicas.
Si hay algo que los dos suboficiales subrayaron una y otra vez, y que la lógica del sentido común avala, es que nada sale ni entra en los penales sin consentimiento de las autoridades. “Ellos saben todo lo que pasa y lo que no pasa, saben por qué pasa y cuándo va a pasar”, dice B. Todo lo que entra y sale de un penal, todo lo que se mueve y está quieto es potestad jerárquica. Las drogas no quedan afuera y son uno de los negocios con más utilidades.
Según el relato de los guardias entrevistados, la forma de ingreso tradicional (arrojando un paquete por sobre el muro, o a través de las visitas) es para “la gilada”. El negocio grande entra, como corresponde, por la puerta grande, en algún que otro camión de traslado de presos debidamente acondicionado. Una forma de distribuirla delante de las narices de todos: en algún penal se realizó una requisa en la panadería interna y se descubrió que los pancitos horneados no tenían miga sino paquetitos.
Facturas truchas
El ánimo no es anular la legalidad sino apropiarse de ella. Por eso, facturar en los penales, se factura. Los medicamentos ya fueron motivo de varias investigaciones, especialmente en las unidades hospitalarias como la de Melchor Romero, donde la Justicia investigó facturas de compras de medicamentos jamás administrados o administrados en menor cuantía a la detallada. Con las comidas ocurre lo mismo. En Mar del Plata, la fiscalía de Pablo Moyano investiga desde diciembre pasado la causa 116.630, por el robo de carne en el penal de Batán tras las denuncias de los internos. Uno de los argumentos que permite profundizar la investigación es que entre los numerosos testimonios tomados por el fiscal surgieron algunas coincidencias entre lo denunciado por los presos y lo declarado por los guardias.
Un mecanismo extendido es el de la sobrefacturación. Se hace una entrega menor a la señalada en el remito, que en muchas veces alcanza el 50 por ciento. Lo informado por los guardias de incógnito coincide con la carta anónima entregada al camarista Fernando Maroto, y a la que Página/12 tuvo acceso. “El remito señala 400 kg de leche (de baja calidad y sobrevaluada) –dice el grupo denunciante– a un precio unitario de 5 pesos, por la suma de 2 mil pesos. Ingresan 200 kilos o menos. El valor que no ingresó esrepartido en partes iguales por el funcionario y el proveedor. Se explica la paciencia de los proveedores para cobrar deudas al Estado.”
Facturar, se factura incluso aquello que no existe o no se ha hecho. La corporación mafiosa está compuesta por proveedores que aceptan un negocio sucio, recaudadores del servicio, generalmente una elite selecta de oficiales que rodea a los jefes, punteros entre los presos para mantener el control dentro de los pabellones. Uno de los recaudadores entra en contacto con algún comerciante externo a quien convence de las bondades de facturar por nada. Esas facturas ingresarán en los registros contables como gastos o pasivo.
Entre las muchas facturas, el sector armería es clave. Los guardias entrevistados aseguraron que al ingresar al servicio son enviados a realizar prácticas de tiro, que después deben repetirse anualmente. “A mí me llevaron un solo día –asegura B–. De los diez tiros que tenía que hacer hice tres y me sacaron la pistola. El resto se lo comieron.” A razón de 200 a 300 empleados por penal, el valor de cada bala no disparada se tasa en valor oro. En Campana, la amistad de un agente con el dueño de una armería facilitó las facturas por miles de municiones jamás compradas, pero sí facturadas.
Suicidios por terceros
Los malos tratos y la muerte de presos es motivo permanente de denuncia. Lo que no se revelaba hasta ahora era la forma de mantener sujetos a los guardiacárceles. Arrestos y calificaciones por concepto son el arma básica (ver aparte). El que insiste es despedido. Pero abrirse de los negocios truchos o saber de ellos tiene, como horizonte, la muerte. El agente que contactaba al armero intentó abrirse y murió ahorcado en su casa. Un oficial, que mostraba cierta rebeldía para aceptar la orden de golpear a los presos, fue atropellado por un auto en la puerta del penal. Un grupo de penitenciarios que se dedicaba a “salir de choreo” con presos tenía como objetivo “hacer un peaje de Zona Norte”. El grupo decidió dar marcha atrás. A la semana siguiente, la canoa en la que pescaba se dio vuelta. Los cinco murieron ahogados, incluso uno que era un excelente nadador. Un suboficial que no estaba conforme con sus jefes se suicidó de un balazo durante una guardia, una noche en la que en los libros figuraba que no portaba armas. El casquillo del arma desapareció. El cuerpo fue movido tres pisos más abajo de donde ocurrió el suicidio. Y el lugar donde se pegó el tiro, lavado como corresponde. El mensaje es claro: en la caja de Pandora nadie lava los trapitos sucios al sol.

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