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El país|Domingo, 17 de marzo de 2002
ARGENTINA Y EL FONDO, SEGUN UNA ACTIVISTA Y COLUMNISTA CANADIENSE

“Deberían exigirles una indemnización”

Un punto de vista alternativo de nuestra crisis: el no rotundo que deberíamos darle a las recetas del FMI, al que tendríamos que pedirle que nos indemnice por el efecto de sus recetas. Las alternativas sociales.

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Klein le explica a los lectores extranjeros nuestras razones para resistir las nuevas recetas del Fondo.
Por Naomi Klein

El martes, en Buenos Aires, a unas pocas cuadras de donde el presidente Eduardo Duhalde negociaba con el Fondo Monetario Internacional, un grupo de personas negociaba algo muy distinto. Estaban tratando de salvar su hogar.
Para protegerse de una orden de desalojo, los residentes de Ayacuho 335, que incluían a 19 chicos, armaron una barricada y se rehusaron a salir. En el frente de la casa colgaba un cartel hecho a mano que decía: “Al diablo con el FMI”.
¿Qué tiene que ver el FMI, que llegó para imponer condiciones para liberar 9000 millones de dólares prometidos de antemano, con los habitantes de Ayacucho 335? Bueno, en un país donde la mitad de la población vive ahora bajo la línea de pobreza es difícil encontrar un sector cuyo futuro no dependa de alguna manera de las decisiones del prestamista internacional.
Por ejemplo, docentes, bibliotecarios y otros empleados públicos, que cobran en bonos provinciales que apenas son pagarés estatales, dejarán de cobrar si las provincias aceptan no imprimir más bonos, como pide el FMI. Y si se recorta aún más el sector público, como también insiste el Fondo, los desempleados, que son entre el 20 y el 30 por ciento de la población, tendrán todavía menos protección ante la falta de techo y el hambre que llevó a miles a atacar supermercados exigiendo comida.
Y si no se encuentra una solución a la emergencia sanitaria declarada esta semana, la señora mayor que conocí en estos días en un suburbio porteño ciertamente se verá afectada. En un gesto de vergüenza y desesperación, la señora se subió la blusa y mostró a un grupo de extranjeros la operación de estómago, todavía abierta y con tubos colgando, que su médico no pudo suturar adecuadamente por la falta de insumos en el hospital.
Puede parecer descortés hablar de estos asuntos en el contexto de una vista del FMI. El análisis económico supuestamente se concentra en la convertibilidad, en la pesificación, en el peligro de estagflación, no en las familias que pierden su casa, en heridas abiertas. Pero, leyendo los consejos imprudentes que la comunidad internacional de negocios le lanza al FMI y a Argentina, tal vez haga falta un poco de personalización.
Por semanas, Argentina recibió retos como si fuera una niña pequeña que no va a tener postre si no se come toda la comida. Pese al compromiso de cortar en un sesenta por ciento los déficit provinciales, Argentina aparentemente no hace lo suficiente para “merecer” un préstamo. “Las noticias son superficiales”, gruñe un economista del Credit Suisse First Boston. El presidente Duhalde advierte que la ya desesperada población argentina no aguanta más recortes... y el National Post lo acusa de “dar vueltas”.
El consenso es que el FMI debería ver la crisis argentina no como un problema sino como una oportunidad: el país está tan desesperado que hará lo que sea que el Fondo le diga.
“En una crisis es cuando hay que actuar, es cuando el Congreso es más receptivo”, explica Winston Fritsch, presidente de la unidad brasileña del Dresdner Bank AG. El editorial del National Post concurre: “Las oportunidades para lograr una reforma nunca fueron mejores. El FMI debería detener todo rescate hasta que Argentina reforme dramáticamente su sector público y su sistema legal, y reabra su economía”.
Las ideas más draconianas vienen de Ricardo Cabellero y de Rudiger Dornbusch, una dupla de economistas del MIT que publicaron en el Financial Times. “Es hora de medidas radicales”, dijeron. “Argentina debe suspender temporariamente su soberanía financiera y ceder buena parte de su soberanía monetaria, fiscal, regulatoria y administrativa por un períodoextenso, por ejemplo, cinco años.” La economía del país –”su gasto, emisión y administración impositiva”– debería ser controlada por “agentes extranjeros” incluyendo “un comité de banqueros centrales de experiencia”.
En una nación todavía marcada por la “desaparición” de 30.000 personas durante la dictadura militar de 1976-1983, sólo a un “agente extranjero” se le ocurriría decir, como lo hace el dúo del MIT, que “alguien tiene que gobernar el país con rienda corta”. Y que, con los argentinos fuera de la película, el país sería salvado por la apertura de mercados, los profundos recortes y, por supuesto, una “masiva campaña de privatizaciones”.
Como es obvio para cualquiera que haya estado prestando atención a las crisis sociales argentinas, una dictadura económica semejante sólo sería aplicable con una feroz represión y un baño de sangre. Y hay otra trampa: Argentina ya hizo todo eso.
Como alumno modelo del FMI en los noventa, Argentina abrió su economía (por eso fue tan fácil la fuga de capitales con esta crisis). De este supuesto gasto salvaje del Estado argentino, la tercera parte va directamente al pago de la deuda externa. Otro tercio va a jubilaciones que ya fueron privatizadas. Y el tercio restante es en qué pensamos cuando hablamos de “gasto público”: educación, salud, asistencia social. Lejos de crecer fuera de control, estos gastos cayeron muy por debajo del crecimiento de la población, razón por la cual están llegando envíos de comida y medicamentos desde España.
Respecto de las “privatizaciones masivas”, Argentina disciplinadamente vendió tantos de sus servicios, desde trenes hasta teléfonos, que los únicos ejemplos que pudieron encontrar Cabellero y Dornbusch fueron los puertos y la aduana.
No extraña que economistas y banqueros se apuren tanto en culpar a las víctimas de la crisis, en proclamar que los argentinos gastaron demasiado, fueron ávidos y corruptos. Por supuesto que el sistema político local está contaminado por una cultura de la coima y la impunidad. Pero los mismos financistas que alegremente le llenaron los bolsillos a los generales y los políticos a cambio de contratos locales tienen escaso derecho a ser los que le hagan los deberes a Argentina.
Las amas de casa argentinas tuvieron una idea mejor. La semana pasada, en el Día Internacional de la Mujer, cientos salieron a la calle escoba en mano y anunciaron que no limpiarán sus casas hasta que barran la corrupción del Congreso. Su protesta fue una pequeña ola en la masiva tormenta de movilizaciones populares que ya derribó a sucesivos gobiernos y ahora amenaza con algo mucho más extremo: crear una verdadera democracia.
Siguiendo el modelo de los piqueteros, los desempleados argentinos movilizados, decenas de miles de ciudadanos se organizaron en asambleas barriales, formando redes a nivel local y nacional. En las plazas, los parques y las esquinas, los vecinos discuten modos de hacer que el sistema responda y de llenar los huecos donde el gobierno falló. Hablan de crear “un congreso ciudadano” que demande a los políticos más transparencia y responsabilidad. Discuten presupuestos participativos y mandatos más cortos, mientras organizan cocinas comunales para los desempleados y planean festivales de cine callejeros. El Presidente, que ni siquiera fue electo, está lo suficientemente asustado de esta creciente fuerza política como para comenzar a llamar a las asambleas “antidemocráticas”.
Hay razones para prestar atención. Las asambleas también están hablando sobre cómo hacer arrancar las industrias locales y cómo renacionalizar la economía. Pueden ir todavía más lejos. Argentina, habiendo sido por décadas el alumno obediente, fue miserablemente abandonado por sus profesores del FMI, no debería estar rogando por préstamos: debería estar exigiendo una indemnización. El Fondo ya tuvo su oportunidad de gobernar Argentina. Ahora le toca a la gente.

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