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El país|Sábado, 2 de abril de 2016
OPINION

Los pañales y la impunidad

Por Carlos Rozanski *

Se dice desde siempre que “los jueces sólo hablan a través de sus sentencias...”. Esa afirmación, es sólo una construcción dogmática mediante la cual se suele encubrir varias cosas. La primera, permite que los jueces eludan responder algunas preguntas o efectuar comentarios cuando lo deseen, escudándose en esa premisa falaz. La segunda es que la realidad ha demostrado a lo largo de la historia que los jueces hablamos en muchos otros lugares que no son las sentencias, ya que sino terminaríamos internados en algún sistema psiquiátrico cerrado. Baste pensar en un individuo –en este caso juez/a–, que realmente sólo hablara a través de sus sentencias. Sería un verdadero zombi, caminando por los pasillos de tribunales y de diversos sitios de su ciudad, en silencio o remitiéndose a “sus sentencias”. Evidentemente, semejante situación, resultaría insoportable para cualquier sistema, incluso el nuestro. Entonces, aclarado que se trata de una falacia, resulta útil recordar cómo ejemplo, sólo algunos hechos históricos en los que los jueces hablaron en sus sentencias y fuera de ellas, teniendo gravitación decisiva en los momentos que se vivían e irradiando su efecto a las generaciones siguientes.

Quienes planificaban usurpar el poder en los distintos y trágicos momentos de nuestra historia, no necesitaron largas reuniones con jueces y fiscales. Sabían que la propia historia y características de una parte importante de los integrantes de los poderes judiciales de cada época, les daban la tranquilidad de que sus asaltos a la democracia no sólo quedarían impunes, sino que además, serían convalidados jurídicamente en el nombre de alguna abstracción que surgiría de la recalcitrante imaginación de los conservadores jueces de turno. De ese modo, cada golpe de Estado en nuestro país fue luego convalidado de diversas maneras por el Poder Judicial.

Finalizadas las dictaduras –por la misión cumplida en cuanto a lo económico y político, además del desgaste inherente a todo autoritarismo–, muchos de los cómplices civiles, en especial aquellos que desde el Poder Judicial toleraron la violaciones aberrantes a los derechos esenciales de esos períodos, se reconvirtieron a la democracia. Así, quienes rechazaban habeas corpus con costas, conociendo y estando informados por los propios familiares y comprometidos abogados, de las tragedias que se vivían, continuaron por décadas en sus cargos, ensalzando en sus discursos y en numerosos fallos, los valores democráticos y su inclaudicable pertenencia a ellos. Hoy, unos pocos de ellos están siendo juzgados, acusados de complicidad con los crímenes del terrorismo de Estado, en un claro mensaje a toda la sociedad de que nuestro país no va a detener por ningún motivo la marcha del proceso de juzgamiento y sanción del genocidio vivido, aunque algunos de los acusados, asista a los juicios padeciendo alguna enfermedad, alguna limitación física o incluso usando pañales, como señaló con sorna hace algunos días el defensor de uno de los ex jueces imputados. La descalificación que las señaladas reflexiones implican al proceso de justicia en pleno desarrollo en nuestro país, único en el mundo, obliga a algunas apreciaciones. Es cierto que muchos de los acusados y condenados tienen avanzada edad. Ello es lógico ya que se trata de crímenes cometidos hace cuatro décadas. No es menos cierto que la mayoría de las víctimas que sobrevivieron y deben testificar, también son de avanzada edad. Es pertinente aclarar sobre estas últimas, que no todas son tan mayores, ya que como se ha probado, muchas de las víctimas han sido secuestradas, torturadas, desaparecidas y asesinadas cuando tenían 14, 15 o 16 años de edad, o sea, siendo niños. Igualmente cabe recordar los cientos de bebés apropiados por los genocidas de los cuales sólo una parte ha podido recuperar su identidad.

Debe agregarse a esta apretada síntesis, que la totalidad de los hoy condenados o imputados, han vivido los largos años de impunidad –décadas–, con la comodidad de la libertad, el contacto ilimitado con sus afectos, sus placeres y de ese modo han llegado a esta edad avanzada. Mientras tanto, los sobrevivientes y familiares de desaparecidos y asesinados, han ocupado la mayor parte de su vida, reclamando justicia, muy lejos de aquellos goces perversos que la impunidad brinda a los genocidas de todos los tiempos y países. Cuando, luego de esa larga lucha y espera pacífica y paciente, el Estado da una respuesta a los reclamos de justicia, aquellos imputados de delitos de lesa humanidad, son llamados a rendir cuentas en el lugar que se corresponde con la democracia, los estrados judiciales, con todas las garantías del debido proceso. Entre ellas, la de proveerles de pañales cuando no pueden controlar sus esfínteres. Banalizar esta época inédita de justicia en acto, ofende en primer término a las decenas de miles de víctimas y sus familiares, al resto de la sociedad que se nutre de los procesos realizados y en marcha para cultivar la memoria, a las juezas y jueces que cumplen su deber, y finalmente al propio Estado argentino que con cada juicio está honrando sus compromisos ante la comunidad internacional, de que los crímenes masivos que aquel Estado terrorista del siglo pasado cometió, sean juzgados. Y ese proceso judicial sólo va a terminar cuando no quede ningún responsable sin sanción, no importa la edad que tenga ya que cuando cometieron los crímenes atroces, eran jóvenes y la atrocidad no prescribe aunque los criminales envejezcan.

El premio Nobel de literatura guatemalteco Miguel Angel Asturias señaló respecto de estas tragedias: “Los ojos de los enterrados se cerrarán el día de la justicia o no se cerrarán”. En la Argentina, tarde pero seguro, se van cerrando porque se está haciendo justicia, mal que les pese a algunos autoritarios.

* Juez del Tribunal Oral en lo Criminal Federal de La Plata, que condenó a perpetua al comisario Miguel Etchecolatz, al capellán Christian von Wernich y al funcionario civil de la dictadura Jaime Lamont Smart.

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