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El país|Domingo, 3 de abril de 2016
Los testimonios y los escritos de represores en la megacausa La Perla

Los cuentos del horror

En su cuarto año y en su etapa de alegatos, el enorme juicio de Córdoba sigue revelando espantos. A los testimonios de sobrevivientes se suman los escritos de los represores pidiendo ascensos y contando en detalle sus “hazañas y servicios”.

Por Marta Platía
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El Nabo Barreiro, que se incriminó por un escrito de 1977.

Desde Córdoba

Ya van 316 audiencias, ya van más de tres años desde que el megajuicio empezó el 4 de diciembre de 2012, pero el espanto no cede. El juez Jaime Díaz Gavier, que preside el Tribunal Oral Federal 1, estima que la enorme causa de los crímenes cometidos en La Perla y Campo de la Ribera puede terminar en agosto de este año, dejando un catálogo de barbaridades al descubierto.

Un ejemplo de estos días es el alegato del fiscal Facundo Trotta por el caso de Rita Alés de Espíndola. La joven fue asesinada pocas horas después de parir un bebé esposada a una cama del Hospital Militar de Córdoba. Rita era hija de la escritora Susana Dillon, quien fue la primera Madre de Plaza de Mayo de Río Cuarto, al sur de esta capital. El fiscal leyó los testimonios de sobrevivientes que dieron fe del paso de Rita y de su esposo Gerardo Espíndola por La Perla, y contaron las torturas que padecieron desde que los secuestraron el 9 de diciembre de 1977. También contó el penoso peregrinar de su madre hasta que pudo recuperar a su nieta, y leyó un documento inapelable, nada menos que el de uno de los represores que participó en el asesinato de Rita, de 33 años.

El oficial Bruno Laborda escribió que “durante el transcurso del año 1978 fui comisionado junto a otro oficial recién egresado para trasladar en una ambulancia militar a una mujer desde el Hospital Militar de Córdoba hasta el Campo de la Guarnición Militar (La Perla). La mencionada (no la nombra) había tenido familia un día antes (...) Su traslado al campo de fusilamiento fue lo más traumático que me tocó sentir en mi vida. La desesperación, el llanto continuo, el hedor propio de la adrenalina que emana de aquellos que presienten su final, sus gritos desesperados implorando que si realmente éramos cristianos le juráramos que no la íbamos a matar, fue lo más patético, angustiante y triste que sentí en la vida y que jamás pude olvidar. (...) el entonces teniente coronel (Enrique Aníbal) Solari y todos los oficiales designados, procedimos a fusilar a esta terrorista que arrodillada y con los ojos vendados recibió el impacto de más de veinte balazos de distintos calibres. Su sangre, a pesar de la distancia, nos salpicó a todos. Luego siguió el rito de la quema del cadáver, el olor insoportable de la carne quemada y la sepultura disimulada propia de un animal infectado”.

Laborda fue uno de los 58 imputados originales de la megacausa. Murió de cáncer en julio de 2013 y ya son diez los acusados que murieron durante este proceso judicial considerado el más importante y extenso de la historia jurídica cordobesa. Al peso de los 581 testigos que declararon en este juicio, que ya entró en su cuarto año y transita la etapa de alegatos, se sumó un factor inesperado. A la carga de la prueba se le agregaron documentos escritos y firmados por los mismos represores que resultan demoledores. Son papeles cuyos autores nunca imaginaron que serían usados como prueba de delitos de lesa humanidad, como los indignados textos de Ernesto “Nabo” Barreiro y Guillermo Bruno Laborda cuando les negaron ascensos.

Nabo al horno

Un momento en que a Barreiro se le borró su casi permanente sonrisa sarcástica fue cuando en sus respectivos alegatos el querellante Claudio Orosz y el fiscal Facundo Trotta leyeron y exhibieron en pantalla una nota que Barreiro presentó el 30 de abril de 1977 ante sus superiores pidiendo un ascenso. La aparición de esa nota en manos de la querella de HIJOS fue devastadora para el “Nabo”, “Hernández” o “el Rubio”, como se hacía llamar en los campos de concentración. Lívido, con gesto grave, terminó retirándose de la sala de audiencias a la que ya casi no asiste. Permanece en una habitación contigua en la que sigue el juicio a través de un sistema de tevé de circuito cerrado. El desgaste de todo este tiempo de tribunales parece haber socavado su soberbia y socarronería, además del “duro golpe que significó la muerte de su abogado defensor, Osvaldo Viola el año pasado”, según contó a Página/12 un funcionario judicial.

“¡Señores jueces Barreiro miente! ¡Barreiro es un mentiroso!” le enrostró, enérgico, el fiscal Trotta en una de las últimas audiencias. “Desde que comenzamos dice y repite que no murió nadie en La Perla y él mismo escribió (en la nota del 77) que participó en “697 operaciones realizadas entre marzo y diciembre de 1976” en Córdoba. ¡697 en sólo 9 meses! Y además se atrevió a decir que tampoco hubo torturas en la Perla, sólo ‘uno que otro bofetón’, pero admite en esta nota que estaba ‘en contacto diario con la muerte’”.

En el escrito de 1977 que citaron Orosz y el fiscal Barreiro, con verba grandilocuente, ejecuta megalómano un canto a sí mismo en tercera persona, y se ensalza como “investigador”, “nervio y motor” de los grupos de secuestradores y torturadores en que participó y “activo en las acciones en sí”. El texto le da el mérito del trabajo por el que, por ejemplo, cayó la supuesta “Base 2 de prensa de montoneros el 23 de septiembre de 1976 en barrio General Bustos de Córdoba, donde cayó mortalmente herido el sargento Rosario Elpidio Tejeda”. Este hombre, a quien se conocía como “Texas”, fue señalado por los sobrevivientes como uno de los más terribles torturadores de la D2 y La Perla. Tejeda había sido preparado como parte del Plan Cóndor en la Escuela de las Américas en Panamá, y era famoso por el montaje de una especie de show dantesco en el cual danzaba a toda velocidad alrededor de la víctima y la golpeaba “a dos palos” por todo el cuerpo, mientras aullaba. Eran pocos los que sobrevivían a sus tormentos.

Siempre para obtener ese ascenso que se le negaba a raíz de una acusación que se le hizo dentro del Ejército por el robo de unos piletones en una guarnición bonaerense y la utilización de soldados para tareas personales, Barreiro alardea de sus “conocimientos adquiridos” que le “hicieron posible asesorar en forma directa a miembros de otras unidades tales como Mendoza, Santa Fe y Bahía Blanca; habiendo efectuado en forma personal trabajos especiales en Capital Federal, La Plata y Bahía Blanca”. Es en ese tren que nombra –y por ende incrimina– al represor Hugo “Quequeque” Herrera. El “Nabo” relata una acción en el que Herrera resulta herido sobre un techo. sitio del cual las patotas de la dictadura solían descolgarse “como delincuentes”, según coincidieron sobrevivientes y familiares de los desaparecidos, cuando irrumpían en las casas de las víctimas que por lo general, estaban dormidas y de donde eran sacadas semidesnudas o en ropa de cama.

Barreiro abunda en autoelogios y habla del “prestigio cimentado” que le valió ser “elejido (sic) el mejor oficial de la Unidad”. En los párrafos que siguen explica que todo esto le permitió “afirmar” su “personalidad” y su “conducta moral intachable”.

El pico del escrito llega cuando escribe, siempre en tercera persona, que “el contacto diario con la muerte (fue) no sólo a través de la caída de sus subalternos, sino también en las numerosas experiencias personales de las que sólo se emerge en estas circunstancias a través del espíritu militar y el amor de la patria”; para concluir en una loa por “haber puesto en acción todos sus recursos físicos, morales, espirituales e intelectuales (...) aún a costa del máximo sacrificio”. Esto de la mano de un militar que el 24 de diciembre de 1976 torturó junto a otros seis represores a golpes, picana y baldazos de agua para acelerar el efecto mortal de la electricidad el cuerpo desnudo y atado a un elástico de cama de la joven Herminia Falik de Vergara. Según la sobreviviente Liliana callizo, que obligada a presenciar la tortura, el apuro era para poder irse a casa a festejar la Navidad.

Los fusilamientos por los fusiladores

Cuando el fiscal Facundo Trotta alegó por Raúl José Suffi, secuestrado el 10 de julio de 1978 en El Volcán, provincia de Jujuy, y por los hermanos Daniel Santos y Pascual Héctor Ortega, atrapados el 18 de ese mismo mes, contó también con el relato que Bruno Laborda utilizó para hacer méritos en su foja de servicios. Los tres secuestrados eran trabajadores en la Fiat y miembros activos de los sindicatos Sitrac-Sitram.

“A mediados del año 1978 –escribió Laborda– siendo aproximadamente las 21.30 horas cuatro elementos masculinos terroristas (no los nombra) fueron trasladados (...) a un camino secundario cercano a la localidad cordobesa de Ferreira (sic). Con la presencia de nuestro Jefe de Batallón (...) procedimos a dar muerte a balazos, por separados (sic), a los cuatro condenados subversivos. Era de noche por las circunstancias propias de una ejecución a sangre fría, todo fue brutal. Hasta el día de hoy me parece escuchar los gritos desgarradores de dolor de uno de ellos que pedía desesperadamente: ¡¡¡¡¡Mátenme, mátenme, por favor!!!!! Un oficial más antiguo y yo pusimos fin al suplicio de ese hombre, que ni siquiera sabíamos su nombre.”

“Posteriormente el suscripto y otros oficiales (...) hicimos ingresar al ‘campo de combate’ a dos o tres Secciones de Tiradores del Batallón, integradas por suboficiales y soldados orgánicos de la Unidad, que desconociendo lo actuado por nosotros, los oficiales, con anterioridad, se aprestaron en forma inmediata para un ficticio enfrentamiento con los combativos guerrilleros, disparando en forma indiscriminada hacia lugares ya seleccionados con anterioridad, haciéndoles creer que la muerte de esos terroristas se debió a los certeros disparos que ellos mismos efectuaron en el fragor de la lucha. Fueron ellos, con sus propias manos, los que recogieron los cadáveres y los depositaron en los camiones para ser entregados a órdenes del suscripto y otros efectivos del personal médico del Hospital Militar Córdoba, donde fueron arrojados en un galpón o morgue de circunstancia.” Esto era conocido como un “operativo ventilador” y en este relato se lo puede ver de primera mano.

En su alegato, el fiscal Trotta acentuó “la mendacidad” del entramado y planificación de la ejecución de los tres trabajadores; el hecho de que entregaron sus restos en cajones sellados a sus familiares para no permitirles ver el estado en que los habían dejado; y los acusó de que “en nombre del Ejército Argentino de San Martín, Belgrano, Güemes, héroes de la patria que ganaron la libertad de nuestro pueblo en batalla, los asesinos de los hermanos Ortega y de Suffi se vanagloriaron de defender nuestro país en ‘combate’, cuando lo único que hicieron fue asesinar cobardemente a tres personas muertas en vida (estaban casi destrozados por la tortura sufrida en La Perla), desarmadas, rendidas, y no contentos con ello mostrarlo como una gran proeza militar”.

A diferencia de Barreiro, cuya nota es de 1977, Laborda escribió la suya en mayo de 2004. Para entonces ya hasta se había recibido de abogado en la Universidad Nacional de Córdoba, y se veía venir una posible imputación por lo que había perpetrado. En otro párrafo se atajó: “Todas estas acciones que legal y legítimamente fueron cumplidas por el suscripto presuponían un impacto positivo en el prestigio como soldado (...) se pasa de la noche a la mañana, a ser mentado sospechoso de crímenes de lesa humanidad”. Laborda también citó como un mérito en su reclamo que estuvo encargado de los desenterramientos de restos humanos en La Perla, y que los trasladó compactados y en tachos de 20 litros, a las Salinas de La Rioja.

Un hombre ante la muerte

El otro fusilamiento que Laborda detalló en su escrito fue el de José Carlos Perucca, un prisionero que sobrevivió haciendo trabajo esclavo en La Perla durante casi nueve meses. El Bocha Perucca, como lo conocían sus compañeros de la Organización Comunista Poder Obrero (OCPO) había sido secuestrado el 15 de agosto de 1976 junto a su esposa Ana Catalina Abad.

La sobreviviente Patricia Astelarra contó que “a ella la mataron enseguida: se quedó en la picana en la sesión de tortura. Nunca llegó a La Cuadra”. En cuanto a Perucca, su “traslado” y asesinato fue un fuerte golpe para los prisioneros de La Perla. Según los fiscales “el asesinato de Perucca significó un quiebre de las macabras ‘reglas’ del campo de concentración, en donde si una víctima sobrevivía cierto tiempo tenía mayores expectativas de salir del horror”. Este prisionero hacía trabajo esclavo como mecánico de autos y hasta le habían dado un mameluco azul. Su asesinato fue planificado como una venganza y se lo ejecutó el día del Ejército, el 29 de mayo de 1977.

Según el escrito de Laborda “se lo condenó por la emboscada de un vehículo militar” en el que murió un cabo de apellido Bulacios. “Con la presencia del Jefe del Batallón, el entonces teniente coronel Dopazo, la Plana Mayor, Jefes de la Compañía y Oficiales, dimos muerte al supuesto asesino y terrorista en el Campo de la Guarnición Militar Córdoba en proximidad a la ‘Mezquita’, lugar que con el tiempo se convertiría en el cementerio anónimo de la subversión. Más de treinta balazos de FAL sirvieron para destrozar el cuerpo de un hombre, que arrodillado y con los ojos vendados, escuchó con resignación las últimas palabras de nuestro Jefe, pidiéndole que encomendara su alma a Dios. Posteriormente, los oficiales más modernos arrojamos sus despojos a un pozo, que previamente hiciéramos a pico y pala, procediendo después a la quema del mismo. Luego lo enterramos y disimulamos el lugar, de modo tal que éste no pudiera ser encontrado jamás”.

Laborda detalló así el modus operandi de los subordinados de Luciano Benjamín Menéndez que –en sus respectivos testimonios– también relataron el arriero José Julián Solanille, quien atestiguó haber visto al propio Menéndez frente a un fusilamiento masivo, y dio cuenta de la quema de los cadáveres y el enterramiento en fosas comunes en los campos cercanos a ese campo de concentración; y el gendarme Carlos Beltrán, quien se negó a fusilar a una pareja.

En su declaración, Beltrán contó que “ella estaba embarazada como de ocho meses”, que cuando él se negó a dispararles aduciendo que había entrado a la Gendarmería “para cuidar las fronteras de la patria, no para matar gente”. Furioso, el represor Luis Manzanelli lo golpeó con la culata de su arma y los fusiló a quemarropa ante sus propios ojos. “Desde el piso vi cómo el Cogote de Violín (así le llamaban al torturador por la inclinación de su cuello) primero lo mató a él y después le disparó a ella. Pero como la chica volvió a levantarse, la remató disparándole a la panza”. El hombre, muy humilde y llegado desde Orán para declarar, fue uno de los pocos testimonios que se conocen en el cual la prédica de la “obediencia debida” o del “pacto de sangre” para sellar con silencio los crímenes de lesa humanidad cometidos, no tuvieron efecto en un soldado en servicio, ni tampoco pasados los años. Lo de Beltrán, en medio de tanto horror, es acaso sólo una muestra de que aún en situaciones límite es posible decir no.

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