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El país|Martes, 11 de octubre de 2016
Opinión

Los números del genocidio argentino

Por Daniel Feierstein *
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Ya hace unos años que van cobrando forma posturas relativizadoras del genocidio argentino, haciendo eje en la discusión sobre el número de víctimas, situación que puede encontrarse en los procesos negacionistas de muchos genocidios previos.

En un contexto matizado, dos de las expresiones más extremas han sido la publicación del libro Mentirás tus muertos (de José D´Angelo, quien se presenta como “militar y periodista, carapintada y participante de la represión al intento de toma del cuartel de La Tablada”) y las declaraciones del ex secretario de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, Darío Lopérfido, quien llegó a plantear que “en la Argentina no hubo 30.000 desaparecidos”, sino que “esa cifra se arregló en una mesa cerrada para conseguir subsidios”. Pero no han sido los únicos.

D´Angelo basa su análisis en los errores de los listados elaborados en 1984 por la CONADEP, planteando que de las 8.961 denuncias originales habría que “descontar” dichos casos erróneos (imposibles de evitar, agregaría yo, en las condiciones y contexto en que se realizó el trabajo), siendo que la cifra que le queda es de 8.368 víctimas, de las cuales “tan sólo 7.098 serían desaparecidos”, computando al resto como “asesinados” (pareciera que los “asesinados” no merecerían ser contados como “víctimas”). Lopérfido ni siquiera se toma el trabajo de proponer alguna prueba para sus afirmaciones y cuanto menos ello le ha costado la renuncia. Apenas sugirió una hipótesis (“la búsqueda de subsidios”) para explicar la diferencia de estimaciones entre distintas fuentes. Ello, además de mendaz e insultante, resulta inverosímil, ya que las estimaciones de víctimas del genocidio argentino fueron realizadas en momentos donde todo el sistema de reparaciones era inimaginable, con lo cual se supone que se habría “inventado” una cifra suponiendo que en algún momento el derecho internacional y las condiciones políticas en Argentina permitirían sacar provecho de ello.

Una de las respuestas más precisas ha sido la de Estela de Carlotto (que aquellos que conocen el número de detenidos desaparecidos en Argentina deberían entregar los listados con nombre y destino de las víctimas), pero vale la pena de todos modos analizar la curva de denuncias desde el fin de la dictadura al presente, para tener una imagen más global de la complejidad de la discusión, de qué diferentes cuestiones involucra y cómo se las banaliza a la ligera cuando se pretende llegar a un “número final”, que vendría a querer reemplazar aquellas estimaciones realizadas hacia el final de la dictadura.

Uno de mis equipos de investigación se encuentra trabajando a fondo sobre los procesos de denuncia en la provincia de Tucumán. Si bien la especificidad de Tucumán hace que no sea necesariamente transferible al conjunto del país, los datos que se desprenden de dicha investigación pueden permitir tener una imagen más clara de las distintas dimensiones que implicó el fenómeno de las desapariciones forzadas, la lógica que siguieron los procesos de denuncia y la dificultad para delimitar números precisos aún a más de 30 años del informe de la CONADEP.

En lo que hace a Tucumán, el informe de la CONADEP del año 1984 tenía registradas 609 denuncias. Al día de hoy, el Area de Investigación de la Secretaría de DDHH de la Nación cuenta con un total de 1005 denuncias con información verificada y completa (esto no incluye los casos incompletos o actualmente en proceso de trabajo y ha excluido todos los errores del listado original). Los casos registrados por mis equipos de investigación (que incluyen las denuncias investigadas en sede judicial) suman un total de 1202 casos, que también refieren sólo a aquellos verificados y completos, con lo cual siguen siendo cifras parciales en tanto hay otros centenares en proceso de verificación. Esto es: que al día de hoy contamos con el doble de casos que se contaban en 1984 (y verificados). Proyectados al país, estos números iniciales hablarían de alrededor de 18.000 casos (estimación parcial e incompleta) contra los 8.000 de los que hablan D´Angelo y Lopérfido.

Pero resulta enriquecedor observar las características de los casos en función de los períodos de denuncia, porque de ellos pueden extraerse conclusiones mucho más enriquecedoras que la discusión con los relativizadores.

Las nuevas denuncias tienen un pico de crecimiento muy fuerte a partir de la reapertura de las causas y la existencia de nuevas sentencias en el año 2006, siendo que durante el período 1985-2005 se detectan 117 nuevos casos en tanto que a partir del año 2006 hasta el presente se contabilizan 440 nuevos casos. Para más, las denuncias no bajan sino que siguen un patrón complejo y estamos trabajando en distintas hipótesis para explicar las complejas curvas. Por ejemplo, el año con mayor número de nuevas denuncias en Tucumán desde 1984 ha sido 2014 con 76 nuevos casos, seguido del año 2008 con 63 casos (en 2016 sólo se han denunciado 6 nuevos casos, pero en 2015 hubo 43 nuevas denuncias). Pareciera que tienen fuerza las condiciones políticas nacionales y provinciales (y muy en especial la existencia de condenas a los responsables o la apertura de nuevos tramos de las causas judiciales) como elemento para permitir enfrentar el miedo y las consecuencias traumáticas de la desaparición en la familia o el barrio. También, en muchos casos, depende de la voluntad de investigación de las fiscalías o querellas la posibilidad de detectar nuevos casos no denunciados hasta el momento. Como elemento fundamental, debe destacarse la propia percepción de la desaparición en sectores rurales u obreros en Tucumán como una práctica que puede y debe denunciarse, lo cual no fue en absoluto común en dichas regiones durante gran parte del período de institucionalidad democrática. Ello es transferible a muchas otras regiones del país como Corrientes, Misiones, Chaco, Santiago del Estero, entre otras.

Otra cuestión llamativa en los nuevos casos es la proporción de sobrevivientes. En las denuncias producidas ante la CONADEP el número de sobrevivientes era muy bajo, siendo que la mayoría de las víctimas correspondía a quienes continuaban desaparecidos o habían sido asesinados. A medida que pasa el tiempo, la mayor parte de las nuevas denuncias corresponden a quienes fueron detenidos desaparecidos (por lo general, por períodos breves) y fueron liberados. En el informe de la CONADEP los casos de Tucumán dan cuenta de 379 desaparecidos y asesinados frente a 139 liberados (27 por ciento de liberados). Entre 1985 y 2006 se agregaron 63 casos de nuevos desaparecidos y asesinados frente a 54 liberados (46 por ciento). Por último, en la última década encontramos 20 nuevas denuncias de desaparecidos y asesinados frente a 419 nuevas denuncias de quienes fueron liberados (95 por ciento).

Esto lleva a concluir varias cuestiones: de una parte, que el objeto del terror (como en muchos otros procesos genocidas) fue atravesar al conjunto de la población con el sistema concentracionario, siendo que mucha más gente de la que creemos transitó por dicho sistema y fue devuelta a la sociedad para diseminar el terror, tal como nos intentan explicar hace años los sobrevivientes sin que podamos escucharlos con la suficiente atención. Por otra parte, estas situaciones han sido las que resultaron más difíciles de denunciar, siendo que recién veinte a treinta años después de los hechos comienzan a emerger. Esto tiene mucho sentido: quien fue secuestrado por períodos breves tuvo mucho menos que explicar a sus seres queridos, resultando más fácil la negación o represión de lo vivido. Por otra parte, quienes fueron detenidos y torturados por pocas horas en comisarías, no necesariamente identificaron su situación como “desaparición”, lo cual muestra también los efectos de las sentencias en la construcción de las percepciones colectivas sobre el pasado. Hoy se denuncian más casos porque se logra percibirlos como tales.

La continuidad de la aparición de nuevos casos (tanto de asesinatos como de compañeros que continúan desaparecidos u otros que han sido liberados) deja claro que en modo alguno ha concluido la investigación de los sucesos ocurridos en el genocidio argentino y que cualquier cifra a la que se arribe (como la que nuestro equipo ha construido para los casos en Tucumán, que duplica el informe inicial de CONADEP aún corrigiendo todos los errores cometidos en dicho momento) no son más que aproximaciones parciales, en tanto los únicos que tienen las cifras definitivas de secuestrados, desaparecidos y asesinados son los perpetradores, quienes se siguen negando a aportarlas a la sociedad.

Seguir hablando de que los desaparecidos “no fueron más de 8.000” (como hacen D´Angelo o Lopérfido, pero para el caso también algunos familiares de desaparecidos, historiadores o cientistas sociales) es erróneo e insultante para la memoria colectiva, como lo han destacado muchas de las respuestas de la mayoría del movimiento de derechos humanos. Pero, más allá de la manipulación y de la mezquindad, se pierden de vista cuestiones centrales como las que emergen en un análisis sistemático de la información existente: las dificultades (aún en el presente) para denunciar los hechos, el carácter traumático de los mismos (y retraumatizante de muchas intervenciones públicas) y las características del proceso concentracionario, que buscó atravesar al conjunto social con el terror. “Por uno que tocamos, mil paralizados de miedo”, decía el torturador de la obra de Tato Pavlovsky, “no-sotros actuamos por irradiación”. El genocidio ha tocado a muchos más argentinos de lo que suponíamos. Y muchos de ellos siguen entre nosotros, con el terror clavado en el alma como el aguijón al que refería Elías Canetti en Masa y poder.

De nosotros depende crear las condiciones para recomponer la posibilidad de la palabra, de la denuncia, del quiebre de las condiciones impuestas por el terror, que queda claro que van cediendo con fuerza ante la persistencia de los juicios, el espacio simbólico donde un tribunal vuelve a poner las cosas en su lugar, legitimando públicamente la palabra de los testigos, calificando las conductas criminales, sancionando a los responsables de las mismas, elaborando una narración colectiva sobre nuestro pasado.

Cuestionar el número simbólico de 30.000 a partir de especulaciones malintencionadas, pretende cerrar con un número imposible de definir hoy un proceso social que se propuso, en palabras de Lemkin, “destruir la identidad nacional de los oprimidos para imponerles la identidad nacional del opresor”. Aquello a lo que el abogado judío polaco, sobreviviente del nazismo, decidió llamar “genocidio”. O, en términos de los genocidas argentinos, “proceso de reorganización nacional”.

Los 30.000 compañeros detenidos desaparecidos siguen y seguirán presentes en nosotros, como corea la consigna, “ahora y siempre”. Resulta necesario para el futuro de los argentinos aportar a comprender cómo persisten hasta hoy las astillas del terror y cuáles de nuestras acciones (los juicios, los debates colectivos, los escraches, la lucha permanente por memoria, verdad y justicia) permitirán ir reparando el daño producido en nuestras identidades y construir una sociedad más digna y más justa.

* Investigador Conicet, profesor Untref/UBA. El equipo de investigación al que se refiere la nota está conducido por Ana Jemio. Otras 11 personas participaron en el relevamiento y codificación de la información, en proyectos de trabajo de la Untref, la UBA y el Conicet.

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