A fines de los 70 y principios de los 80, cuando los Macri intentaron desembarcar en Manhattan, el dilema de Mauricio Macri era claro: cómo ser un número dos eficaz de Franco, su padre, el jefe del clan familiar y el holding empresario. 
En 2016 el dilema de Mauricio Macri es otro: cómo gobernar la Argentina y estabilizar su poder en una economía global que ya era hostil y, quién sabe, podría ponerse peor. 
La historia del desembarco fallido tiene mucho de película. Pero no es una ficción. Sería incomprensible sin colocarla en su época. En el último tramo de la dictadura el grupo Macri ya era uno de los más sólidos de la Argentina. Eran titulares, entre otras empresas, de Socma, Sevel y Sideco. Igual que otros grupos, entre ellos Acindar, ligada a José Alfredo Martínez de Hoz, licuaron sus pasivos con la estatización de las deudas privadas. De ese modo la suma de las deudas privadas engrosó una deuda pública que se convertiría en el azote de la transición democrática. 
El Banco Central les cobró a las grandes empresas su deuda en pesos sin variar la tasa acordada mientras éstas se capitalizaban gracias a la variación fenomenal del tipo de cambio en un mil por ciento solo en un año. 
Hubo una causa que se abrió y se cerró. Y en 2011 el fiscal Federico Delgado, el mismo que ahora investiga presuntos delitos de Macri en el marco de Panamá Papers, pidió otra reapertura más. 
El proyecto de los Macri de invertir 500 millones de dólares en una megaconstrucción dentro de Nueva York tiene, al menos, dos explicaciones. 
Una, la fe del grupo en que nada ni nadie impediría que recalase también en los Estados Unidos. Ni siquiera podría frenarlos la entente neoyorquina de demócratas y republicanos articulados con y por los negocios inmobiliarios y las grandes familias. 
Otra explicación es que, además del financiamiento pedido al Chase Manhattan, el grupo Macri tenía cómo apalancarse con fondos propios. Que esos fondos fuesen aportados, en verdad, por los ciudadanos argentinos gracias a la maniobra del Banco Central era apenas una anécdota  –un fenómeno natural como la lluvia o el viento–   en el mundo de los capitanes de la industria.
En los Estados Unidos los Macri quisieron ser tan capitanes como los capitanes norteamericanos de la industria, las finanzas, el juego y los negocios inmobiliarios, cuyos intereses se habían ido entrelazando desde los últimos años del siglo XIX.
Como se cuenta en estas páginas, apelaron a todos los recursos. Incluso se hicieron los chiquitos cuando en realidad se consideraban tanto o más importantes que la familia Trump. Buscaron seducir. Imaginaron caminos. Soñaron con diagonales.
Es difícil saber cómo se cobrará Trump la mala praxis del Gobierno, mantenida hasta el último día, de exponer en público el corazón innecesariamente en la política interna de los Estados Unidos. No es un tema personal. Trump será el 20 de enero el jefe de Estado del país más poderoso de la tierra y los Estados como el norteamericano tienen memoria. Una memoria, por supuesto, que puede depositarse en un archivo o ser colocada a flor de piel de acuerdo con los intereses de cada momento. En todo caso la futura administración de Washington se quedó con una carta en la mano regalada por la administración argentina. 
El problema más importante a futuro, sin embargo, es para qué mundo se prepara el Gobierno. La economía global ya no estaba en crecimiento y el comercio internacional sufre un parate. Si esta tendencia se profundiza en caso de que Trump desatara una guerra cambiaria el diseño oficial argentino será aún menos funcional que hoy. 
Sin cerrarse de manera anacrónica, los países funcionan dentro de bloques. El Mercosur ya venía en una meseta y desde la asunción de Mauricio Macri primero y de Michel Temer después perdió densidad regional, para usar un concepto de Aldo Ferrer. La búsqueda de una pelea con Venezuela, además, solo debilita más al bloque y jaquea la importancia alternativa –respecto de los organismos como el Banco Mundial y el FMI– de los Brics, el grupo formado por Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica que había empezado a construir herramientas de ayuda y financiación de obras públicas. 
El dilema de hoy no es el futuro de un grupo sino de un país entero. Y no sería inteligente confundir una cosa con otra.

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