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El país|Domingo, 28 de marzo de 2004
SOLA DESIGNO A UN FEROZ TORTURADOR

Una mancha más

Solá designó en la cúpula del Servicio Penitenciario Bonaerense a un torturador, denunciado por crímenes de lesa humanidad. Desde el servicio de inteligencia se encargará de la destrucción física y psicológica de los presos y del espionaje externo sobre jueces y periodistas, con los que el SPB dice estar en guerra. El gobernador intenta destruir la Comisión Provincial por la Memoria, que se atrevió a señalar la inconstitucionalidad de los decretos que concedieron a la policía facultades de allanar, detener y requisar.

Por Horacio Verbitsky
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El gobernador de Buenos Aires Felipe Solá designó a un torturador como nuevo jefe de inteligencia del Servicio Penitenciario Bonaerense, la organización que rige las cárceles de la provincia donde, según el camarista Raúl Borrino, sobreviven 25.000 personas bajo un régimen semejante al de los peores “campos de concentración y quebraderos de la dictadura militar”. Su denominada “Secretaría de Derechos Humanos” no objetó la designación. No basta con la memoria, simple o doble. También hace falta tener vergüenza.
El nombramiento como nuevo Secretario de Información del Inspector mayor Ramón Fernández, alias El Manchado, consta en la Orden del Día 220/03, del 18 de noviembre del año pasado. Cuando asumieron sus cargos los nuevos miembros de la Plana Mayor y el Consejo Superior Penitenciario (dos estructuras que revelan la invariable militarización del SPB) el director, Emilio José Lauman, dijo que se había conformado “un grupo de trabajo homogéneo, necesario para encarar la dura tarea de 2004”, orientada por el gobierno provincial. En una reunión más reducida, Lauman completó su arenga: “Estamos en guerra con un sector zurdo del Poder Judicial y del periodismo”. Tres meses antes del nombramiento, en agosto de 2003, los fiscales que siguen el Juicio por la Verdad en La Plata habían imputado al Manchado Fernández, junto con otros 18 militares, parapoliciales y penitenciarios, por crímenes de lesa humanidad. Testimonios de ex detenidos en la última década por delitos comunes recogidos por este diario indican que Fernández no cambió su modus operandi. Lo que era difícil de prever es que alguna vez pudiera llegar a la cúpula del SPB en un cargo estratégico.
La denuncia
En abril de 2002, el fiscal del Juicio por la Verdad, Félix Crous, presentó la denuncia penal por los crímenes cometidos en la cárcel de La Plata, Unidad Penal 9, que involucran a Fernández, ante el Juzgado Federal Nº 1 de esa ciudad. Su titular, Humberto Manuel Blanco, la derivó al juez federal de la Capital, Rodolfo Canicoba Corral. En febrero de 2003 la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos de La Plata solicitó que Canicoba declinara su competencia y la causa volviera al juzgado de La Plata. Entonces, Blanco dio vista a los fiscales generales Marcelo Molina y Carlos Dulau Dumm, para que decidieran si correspondía requerir la instrucción. En agosto de 2003, Molina y Dulau Dumm requirieron a Blanco que declarara nulas las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida e investigara los delitos de lesa humanidad cometidos en la Unidad Penal Nº 9 de La Plata. Entre los 19 imputados además del Manchado Fernández están el ex agente de inteligencia Raúl Guglielminetti, alias mayor Guastavino; el ex capitán de la Armada Alfredo Astiz; el civil Carlos Castillo, alias El Indio; y el prefecto Abel David Dupuy, quien dirigió la cárcel desde 1976 hasta 1980. El dictamen de los fiscales dice que los detenidos en la U9 “fueron privados ilegítimamente de sus libertades, sometidos a torturas y a condiciones infrahumanas de detención y asesinados por personal de las fuerzas conjuntas que ejercieron el terrorismo de Estado”. Mencionan los testimonios que prestaron en el Juicio por la Verdad el fallecido diputado socialista Alfredo Bravo, el abogado de la acusación popular en el juicio de España, Carlos Slepoy, el periodista Eduardo Anguita, y otra docena de sobrevivientes o familiares de presos asesinados luego de falsas puestas en libertad.
El Manchado
Ramón Fernández, alias Manchado, fue sindicado en esos testimonios como uno de los torturadores más perversos de esa cárcel, que concentró a la mayor cantidad de presos políticos del país. Numerosos legajos de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas refieren sus actos. Una de sus víctimas, Julio Mogordoy, dijo que lo apodaron Manchado porque sufría de vitiligo y tenía manchas de piel más claras en la cara y las manos e incluso un círculo de pelo blanco en la cabeza. Presos actuales cuentan que esa mancha en el pelo ha dejado de ser evidente, dado el encanecimiento general de Fernández, quien sin embargo, conserva el apodo y la costumbre de golpear a los detenidos. El Manchado llegó a la U9 el 13 de diciembre de 1976 como parte de la patota del prefecto Dupuy, integrada, entre otros, por El Nazi Juan Rivadaneira, El Vietnamita Guerrero, Monona García, Cabeza de Candado y el Sátiro de la Zapatilla. El debut del grupo fue inolvidable. La asunción de Dupuy y su equipo estaba anunciada para las 10 de la mañana, pero a las 5 irrumpieron sin previo aviso. Así lo relató una de las víctimas Eduardo Schaposnik a la revista Caras y Caretas, en enero de 1984: “Sacan a la gente de los pabellones a los palazos y a los gritos. Hacen un corredor, nos abren las celdas y, haciéndonos correr entre las dos filas de guardiacárceles armados con bastones y fusiles, con la cabeza gacha, nos apalean. A las patadas, a los golpes, nos llevan al salón de actos. Ahí nos vuelven a dar una paliza y nos desnudan. Mientras, saquearon las celdas robando lo poco que teníamos, papeles, cartas, revistas. Nos devuelven a la celda desnudos, corriendo, y nos vuelven a golpear en ese corredor de guardias. Allí cayeron algunos compañeros, heridos de gravedad por patadas en la cabeza. El espectáculo era atroz. En la madrugada fueron sacando pabellón por pabellón, más de ochocientas personas desnudas, pasando entre las filas donde los guardias podían hacerles lo que quisieran”.
Peligrosidad
En enero de 1977 reclasificaron a los presos de acuerdo a su “peligrosidad”. Según Slepoy, el pabellón 16 era para los denominados “perejiles”, mientras que Alfredo Bravo mencionó el de “Las cuatro p” o “Presos por puro pelotudos”. Pero también inauguraron celdas de castigo y crearon dos Pabellones de la Muerte: en el 1 alojaron a los militantes de Montoneros y en el 2 a los de ERP. Alberto Elizalde testimonió que los habitantes de esos pabellones eran rehenes, a los que les anunciaban que si había acciones de la guerrilla los matarían. Anguita se refirió a los asesinatos de Dardo Cabo, Roberto Rufino Pirles, Angel Georgiadis y Horacio Rapaport, a cuyos familiares les informaron que habían muerto por suicidio o en intentos de fuga. Cabo y Pirles fueron ejecutados en Coronel Brandsen. “Tenían treinta disparos de FAL por la espalda cada uno”, sigue el relato de Schaposnik. Al día siguiente, mientras en los diarios aparece la noticia del supuesto intento de fuga, tres detenidos del pabellón 1 son encapuchados y llevados a la dirección del penal, donde varias voces, entre las que reconocen la del director Dupuy, les advierten:
–Ustedes son los próximos. Díganselo a sus compañeros y que se queden piolas.
Ese día tropas uniformadas entraron en el pabellón 2 e informaron que todos sus habitantes “han sido condenados a ejecución, que se llevará a cabo cuando lo disponga la superioridad. El 15 de enero se extrae de sus celdas a dos de los tres presos políticos del incidente en la oficina del director. Son Angel Georgiadis y Julio Urien. El compañero que en ese momento se dedica a la limpieza del pabellón, Horacio Rapaport, inquiere sobre su destino al oficial que se encarga de sacarlos, y se lo llevan también. Son conducidos a los calabozos del penal, de donde los saca por la noche personal fuertemente armado. Después de doce días los cadáveres de Rapaport y Georgiadis son entregados a sus familias en cajones soldados que se les prohíbe abrir. La familia de uno de ellos desobedece y encuentra a su hijo con señales de tortura y tiro de gracia. Los certificados de defunción dicen que ambos se suicidaron ‘durante el traslado’, uno ahorcándose y el otro cortándose las venas”. Sólo se salvó del asesinato Urien. El 12 de febrero de 1978 volvieron a aplicar la ley de fugas. “Liberaron” a Miguel Domínguez, del pabellón 1, y a Gonzalo Carranza y Arturo Segali del pabellón 2. “Pese a los ruegos de los familiares para que sean liberados de día, salen del penal a la una de la mañana. Los tres desaparecen en la puerta.”
Schaposnik también recuerda a dos presos que murieron por la tortura. “En junio de 1977, Mario Ibáñez fue desnucado durante una paliza y se intentó hacerlo pasar por ahorcado. El segundo homicidio directo es el perpetrado contra el detenido Pintos, a quien a principios de 1979 los golpes le destrozan el bazo y el hígado. Pintos es liberado ‘intempestivamente’ y muere a las pocas horas en el hospital San Juan de Dios. A estas muertes puede sumarse la de Roberto Lasala, quien tras largas sesiones de teléfono (tortura que consiste en golpear a un tiempo con las palmas de las manos ahuecadas, sobre los oídos, con el fin de abombar mientras se interroga) fue explícita y repetidas veces inducido al suicidio mediante la amenaza de asesinar a su familia. Pasaban todas las noches a buscar gente para llevarlos a los calabozos de castigo, colgados de los pelos y las manos. Allí te desnudaban y empezaban con los golpes entre una patota de cinco o seis. Ellos armados con palos y botas y vos desnudo en el piso, atado. Por cualquier nimiedad castigaban hasta dejarte al borde de la muerte: por un trapo colgado, por una cama mal hecha. En casos particulares había mayor ensañamiento. Me pusieron agujas en los testículos, en los párpados, en la boca. El castigo empezaba con un silencio de muerte. Después ponían a todo volumen Te agradezco señor de Roberto Carlos y empezaban a sacar gente hasta llenar los calabozos de tortura. Tenían a la gente anotadas en listas, se asomaban por la mirilla y te llamaban para que fueras a ser torturado. Primero venían los golpes, las patadas en la cabeza. De ahí te pasaban a las duchas bajo el agua helada, donde te dejaban ablandando horas enteras, para que se te pasasen los moretones, y de allí, mojado, a los calabozos. Todo el día así: torturados o escuchando los alaridos de los que estaban siendo pasados por la máquina allí nomás, en el pasillo.”
Juventudes Hitlerianas
Osvaldo Bernabé Corvalán declaró el 11 de julio de 1984 ante la Conadep que El Manchado se destacaba por su especial saña para castigarlos. También “acostumbraban hacer pasar por los altoparlantes una marcha que algunos detenidos reconocieron como la marcha de las Juventudes Hitlerianas y molestaban a dos detenidos de apellidos Gotman y Sienkiewics, a quienes sacaban de sus celdas y hacían desnudar en el pasillo del pabellón 2 para ver si eran judíos”. Según Juan Ramón Etchepare, entre quienes se destacaban por poner a la víctima boca abajo y pegarle en la planta de los pies hasta que no pudiera caminar, estaban El Manchado, el Nazi Rivadaneira y el Sátiro de la Zapatilla. Elizalde nombró al nuevo funcionario entre los torturadores, al declarar en el Juicio por la Verdad, en La Plata, el 13 de junio de 2001. “Le decían Manchado porque en el pelo tenía como un manchón blanco sobre la frente, se llamaba Fernández y creo que también tenía unas manchas en el cuerpo de una enfermedad.” También lo mencionaron como torturador en sus declaraciones ante la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas Carlos Alberto Pardini y Eusebio Héctor Tejada.
Pasado y presente
No sólo los presos políticos de hace dos y tres décadas recuerdan la crueldad del Manchado Fernández. Lo que sigue es el relato de un ex presidiario, detenido la década pasada por robo, quien pidió reserva de su identidad por temor a represalias. “Yo había estado preso en Bahía Blanca cuando en 1996 armaron todo como si se tratara de una fuga para matar a unos presos. El que les disparó unos itakazos como si fueran perros fue un tal Lobos. Yo vi todo. Me iban a trasladar a Sierra Chica, pero antes me llevaron en depósito a la Unidad 24 de Florencio Varela. Estaba solo en la celda, se aparece El Manchado y me dice que conoce a un pesado que hizo algunas cositas conmigo. Me dice ‘tené cuidado con lo que declarás, Lobos es amigo, fijate bien con lo que decís porque acá tenés que volver’. Me negué a cambiar la versión de los hechos y conseguí que me trasladaran al Servicio Penitenciario Federal. Por eso estoy vivo.” El Manchado es un tipo “picante”, que en la jerga significa duro, pesado, “de los que manejan todo, golpeadores y corruptos”. Agregó que “es petiso y canoso, tenía un taller en Olmos donde desarmaban autos robados, yo le hacía el trabajo con otros presos”. Respecto de la personalidad de Fernández, dice que le gusta “capear” a los presos, como en la época de la dictadura.
–¿Qué es capear?
–Uno está durmiendo en la celda, entran en la oscuridad, te muelen a palos y te amarrocan...
–¿Amarrocan?
–Sí. Te esposan, quiere decir. Te suben a un camión y no sabés dónde te están llevando. Cuando llegás a destino te bajan y te vuelven a moler a palos. A los jueces les inventan cualquier cosa, total, nadie investiga nada. Yo vi cuando a un pibe le rompieron los brazos a palazos. El Manchado miraba, nunca entraba porque es un cobarde, lo vi porque yo estaba alojado al lado de los buzones.
–¿Era frecuente?
–Sí. Ninguno de los nuevos se salvaba. El manejo era así: entraba la patota del Manchado, te molían a palos en la oscuridad, te arrastraban a la oficina del Manchado y ahí todo valía. A los pibes que caían por primera vez los volvía locos, les hacía lío con las visitas, hasta que se asustaban y la familia accedía a pagar. Otra cuestión era cuando los pibes en la visita tenían relaciones con sus mujeres, debajo de la mesa tapados con una manta. Si eran descubiertos eran cuarenta días de buzón, entonces esto era comunicado a la familia, del miedo siempre terminaban preguntando cómo se podía arreglar. Los oficiales contestaban “vamos a ver con El Manchado”. Se arreglaba con plata y se levantaba la sanción.
Quebraderos
El 8 de julio de 2001, los camaristas de San Isidro Margarita Vázquez, Fernando Maroto y Raúl Borrino recibieron una carta anónima firmada por Prefectos Unidos del Servicio Penitenciario, que declaraban ser doce jefes de esa jerarquía y les advertían sobre “operaciones de inteligencia para amedrentarlos”. Decían que el Servicio de Inteligencia del SPB había “acondicionado vehículos oficiales no identificables con la finalidad de quebrarlos, puesto que ustedes los han hecho conmocionar con sus permanentes inspecciones en las cárceles”. El Servicio también posee aparatos para intercepciones telefónicas. Borrino había firmado poco antes la resolución ya mencionada en la que reclamaba garantías para la vida de 22.000 presos que sobreviven “en condiciones infrahumanas y degradantes”. Hoy son 25.000, apiñados en un espacio concebido para la tercera parte. Borrino y Vázquez están bajo amenaza de juicio político por aplicar las leyes que permiten salidas transitorias de los presos a partir de cierta altura de su condena y Maroto descalificado como “sensacionalista” y “mediático” por el ministro de Seguridad Raúl Rivara, por haber afirmado la verdad evidente de que hay participación policial en muchos secuestros extorsivos. A 28 años del golpe de 1976, El Manchado impera como entonces.

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