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El país|Domingo, 4 de abril de 2004
POLICIAS Y PENITENCIARIOS BONAERENSES

El crimen organizado

Los carceleros son quienes organizan delitos desde las cárceles. La corrupción del Servicio Penitenciario Bonaerense no es menor que la de la policía de la provincia que ¿gobierna? Felipe Solá. Marcelo Saín y Alberto Beraldi son los dos candidatos al ministerio de Seguridad. Ambos pusieron como condición el respaldo explícito de Kirchner, porque no creen en la palabra de Solá. Desde 1999 hay superproducción de leyes penales y procesales duras, pero con hampones de uniforme de nada sirven.

Por Horacio Verbitsky
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La organización de actividades delictivas desde las cárceles bonaerenses no corre por cuenta de los presos, como con ingenuidad cree el papá de Axel Blumberg, sino de la mafia penitenciaria protegida por los sucesivos gobiernos de Eduardo Duhalde, Carlos Rückauf y Felipe Solá. El Servicio Penitenciario Bonaerense utiliza a los detenidos como mano de obra esclava. El que se resiste es asesinado en alegadas peleas entre reclusos. Por eso en lo que va del año hubo en las cárceles de la provincia un asesinato por semana, tantos como en todo 2003, según admitió el miércoles el secretario de asuntos penitenciarios Carlos Rotundo. Esto refleja la descomposición del gobierno de Solá, quien ha comenzado a preguntarse si terminará su mandato.
Con chofer
El año pasado un grupo de fiscales y defensores de la justicia bonaerense realizó una visita de rutina a la cárcel de máxima seguridad de Melchor Romero (UP29). Varios presos pidieron hablar con ellos. Les entregaron sustancias estupefacientes de uso prohibido por las autoridades sanitarias. “Nos las dieron los carceleros para traficarlas”, dijeron. También les entregaron unos precarios pero puntiagudos y filosos cuchillos caseros, denominados facas. “Quieren que matemos al uruguayo”, explicaron.
El uruguayo se llama Rafael Fabián Begrini Flores y tiene 37 años. Su historia, tal como está narrada en la causa 60.590 de la Sala II de la Cámara de Apelaciones de San Isidro, es un descenso a un infierno desconocido para personas de bien como las que asistieron a la movilización imponente del jueves por el asesinato de Axel Blumberg, porque creen que no les concierne. Todo lo contrario, como se verá. A raíz de la denuncia de los otros presos, Begrini fue trasladado a la UP15 de Batán, en las afueras de Mar del Plata. El alcaide Gauna y el jefe del penal le ofrecieron un trabajo: asaltar a un prestamista cuyos datos le suministrarían en la cárcel, y que el día indicado tendría una suma próxima a los 100.000 dólares. “Para cometer el ilícito soy trasladado en un vehículo Peugeot 504 hasta la avenida Luro de Mar del Plata”. Lo conducía el chofer del director de la cárcel quien, durante el trayecto, “me entrega un arma. Una vez cometido el hecho soy trasladado nuevamente por el mismo chofer y el mismo vehículo hasta la unidad, donde entrego el dinero a Gauna”. El botín ascendió a 85.000 dólares.
Permiso para matar
Tres semanas después, el mismo Gauna lo hizo llevar al sector de control de la UP9 de La Plata y le propuso otro trabajo, después del cual no volvería a la cárcel, sino a la libertad, con documentos falsos para salir del país. Esta vez debía matar a un juez que molestaba al Servicio, cuyos datos le darían luego. El 14 de octubre de 2003, sus carceleros lo llevaron en un Renault 19 hasta un departamento en Quilmes y lo pusieron en contacto con dos personas que le solucionarían todo lo que necesitara. Uno era el comisario Marino, de la seccional 1ª de Avellaneda. Le hicieron sacar cuatro fotos carnet en un local al lado de la cancha de Independiente y lo llevaron al registro civil de la avenida Mitre. Allí le entregaron un DNI a nombre de Miguel Angel Zarza, con domicilio en José C. Paz. En cuanto lo tuvo, se escapó. El 21 de enero de este año el SPB lo recapturó, luego de un tiroteo en San Miguel, donde se había refugiado con una mujer. Lo llevaron primero a la cárcel de La Plata y después a la de Melchor Romero. Lo golpearon y lo amenazaron con matar a sus familiares si no confirmaba la versión que el Servicio había dado cuando desapareció de la UP9: debía decir que se había fugado de una de las cárceles más seguras y vigiladas del país. Gauna y el subjefe de Melchor Romero, Giménez, le reprocharon que “les había fallado”. Temeroso por su vida, pidió que lo alojaran en una prisión federal. Los jueces de la sala II Luis Cayuela, Gustavo Herbel y Emilio Rodríguez Mainz, accedieron a medias. Dispusieron que no fuera llevado a las Unidades Penitenciarias 9, 15 y 29. Hasta que los jueces de las causas por las que estaba detenido tomaran una decisión definitiva debería cuidarse su seguridad e integridad física y psicológica, con un examen médico al ingreso a la Unidad Penitenciaria y otro cada 24 horas. Cada 24 horas debería informarse a los jueces “sobre las lesiones que pudiera presentar, hasta tanto el amparado sea derivado al ámbito del Servicio Penitenciario Federal”. Transcurrido un mes no ha habido sanciones de ningún tipo a los penitenciarios involucrados.
Qué pena
Como le ocurriría a cualquier persona normal si le mataran un hijo en forma tan canallesca, el papá de Axel Blumberg está bajo emoción violenta. Sería comprensible aun si quisiera estrangular a los delincuentes y/o a los funcionarios responsables. Sin embargo, no perdió la serenidad en la imponente movilización a la que convocó el jueves. Uno de los pedidos que formuló revolucionaría el sistema penitenciario e implicaría una transformación profunda: es aquel que postula el trabajo de los presos en las cárceles. Puede apostarse 100 a 1 que es el único punto que no se aplicará, porque requiere algo más que tinta y papel. Los organismos de derechos humanos no se oponen en forma dogmática a la disminución de la edad de imputabilidad. Lo que objetan es la discrecionalidad del viejo y vigente régimen de menores, por el cual un juez puede dejar en libertad al autor de un homicidio alevoso y al mismo tiempo mantener entre rejas durante años a un simple abrepuertas de taxis en la calle. Para los delitos de sangre, aceptan la rebaja de la edad, siempre que vaya acompañada por la instauración de un régimen penal juvenil que garantice un juicio con garantías de debido proceso y alojamiento en institutos que propicien la rehabilitación y no la destrucción de la personalidad. Esto también requiere un cambio cultural y una inversión de recursos. Disminuir los niveles de violencia tiene un costo económico, que la sociedad debe afrontar, en vez del camino actual del gatillo fácil y la higiene social, que sólo multiplica la violencia. Votar leyes que nada cambian es mucho más barato. Por eso, en los últimos cinco años, el Congreso ha votado numerosas reformas penales y procesales, que agravan penas, aumentan facultades policiales y reducen derechos y garantías, y que no han tenido resultado apreciable. Estas son sólo algunas:
Ley 25.184, de 1999. Agrava las penas para delitos culposos que por impericia o imprudencia causen daños, muertes, naufragios o incendios.
Ley 25.241, de 2000. Crea la figura del arrepentido para delitos de terrorismo.
Ley 25.246, de 2000. Crea un régimen penal administrativo y la figura de lavado de dinero proveniente del narcotráfico.
Ley 25.297, de 2000. Eleva en un tercio las penas para delitos con violencia o intimidación contra la personas mediante el empleo de un arma de fuego.
Ley 25.320, de 2000. Desafuero de funcionarios con inmunidad que cometan delito.
Ley 25.434, de 2001. Permite que la policía interrogue a los sospechosos en el lugar del delito para orientar la continuación de las investigaciones. También establece que la policía podrá secuestrar elementos que no guarden relación con el delito que motivó un allanamiento. Sin necesidad de orden judicial la policía podrá requisar en la calle a las personas e inspeccionar sus efectos personales y vehículos, en busca de pruebas de un delito o de elementos para cometerlo.
Ley 25.601, de 2002. Reclusión perpetua a quien mata a un policía.
Ley 25.742, de 2003. Reclusión perpetua para quien mate en forma deliberada a la víctima de un secuestro; elevación de penas si participan del hecho tres o más personas o si causan lesiones graves a la víctima; reducción de pena a quien aporte datos que permitan localizar a la víctima.
Ley 25.760, de 2003. Jueces y fiscales pueden actuar en cualquier lugar del país sin límites de jurisdicción. El fiscal puede interrogar a los detenidos y ordenar escuchas telefónicas en lugar del juez. La policía puede allanar sin orden judicial una vivienda en la que presuma la presencia de un secuestrado.
Ley 25.764, de 2003. Programa de protección de imputados o testigos relacionados con secuestros extorsivos.
Ley 25.767, de 2003. Crea el artículo 41 quarter del Código Penal. Aumenta en un tercio la pena de todos los artículos del Código Penal para los demás coautores o partícipes de un delito en que participe un menor.
Ley 25.816, de 2003. Aumenta las penas en un tercio para hurtos cometidos por miembros de una fuerza de seguridad.
Ley 25.825. Aumento de penas para funcionarios públicos que delinquen.
Lejos de ablandarse, las políticas hacia el delito no han cesado de endurecerse. La cantidad de personas condenadas ha crecido un 40 por ciento respecto de dos décadas atrás; la de condenados que cumplen su pena privados de su libertad un 60 por ciento, y la de procesados privados de su libertad aun sin condena un 124 por ciento. Por otra parte, los datos oficiales del ministerio de justicia indican que hoy, igual que al terminar la dictadura, sólo uno de cada tres condenados reincide, lo cual refuerza la necesidad de medidas de prevención y de asistencia social.
De los gobernantes se espera que, con la mente fría, apliquen soluciones racionales. Antes de pensar en la pena, a los delincuentes habría que encontrarlos. Eso requeriría una reforma policial y judicial en serio que ni Solá ni sus predecesores emprendieron. Por el contrario, reaccionan en forma espasmódica ante los episodios conmocionantes, siempre en zigzag y a la zaga de los acontecimientos. Además, carecen de principios y su único criterio es la oportunidad. Como si hubieran nacido hoy, no se hacen cargo de sus actos pasados y disparan propuestas con entusiasmo de neófitos. Tampoco se harán responsables de sus consecuencias futuras y siempre encontrarán gente angustiada que ante problemas complejos se deje seducir por las soluciones fáciles que proponen. La primera reacción de Solá cuando mataron a Axel fue clamar: “Yo no fui”. Los responsables penales son los asesinos, pero de ahí a sacarse de encima con tanta ligereza cualquier responsabilidad moral o política hay un largo trecho. Le llevó una semana y más de cien mil personas en las calles para reconocer que algo hizo mal.
Por ignorancia o deliberación, confunden el pequeño delito de la pobreza (que seguirá creciendo mientras no se solucionen sus causas, cualquiera sea la pena) y la criminalidad organizada, con la cual en forma indirecta tienen relación: no ha habido secuestro importante en la provincia de Buenos Aires sin algún tipo de participación policial, así como no hay delito que cometan las fuerzas de seguridad sin protección política. Rückauf y su ex ministro Jorge Casanovas son los adalides de la mano dura y las penas draconianas. Cuando ejercieron el gobierno reformaron las leyes procesales de la provincia de Buenos Aires para dificultar las excarcelaciones, lo cual convirtió las cárceles y comisarías en ollas de presión que derraman violencia sobre toda la sociedad y a las comisarías en anexos de las cárceles que distraen a un tercio de los efectivos policiales en tareas ajenas a su obligación de brindar seguridad. También designaron a un torturador al frente de la policía de Buenos Aires y como ministro de seguridad a un comisario del gatillo fácil, que se evaporaron después de la emboscada de Polvorines en 2000, tan parecida a la masacre de Ramallo con la que Duhalde culminó su gestión en 1999. Los operativos armados por la policía y las balas policiales disparadas sin ton ni son han causado más víctimas mortales que los secuestros extorsivos. Por cada Axel Blumberg hay diez Mariano Wittis o Sergio Schiavini y ninguna de esas vidas vale más que otra. Con criminales y ladrones de uniforme no se combate el delito, por duras que sean las leyes.
Manchas
Esta semana Solá pasó a disponibilidad al jefe de inteligencia del Servicio Penitenciario Bonaerense, Ramón Fernández, alias El Manchado. La información distribuida por la gobernación dice que ello se debe a que Fernández “figura en el Informe de la Conadep implicado en la aplicación de torturas”. Agrega que el ministro de Justicia Eduardo Di Rocco tomó la decisión a solicitud del “secretario de Derechos Humanos”, Remo Carlotto.
Lo único cierto de eso es que Fernández fue uno de los peores torturadores de la cárcel de La Plata durante la dictadura militar y que ello está documentado en diversos legajos de la Conadep, donde los testimonios fueron recogidos hace veinte años. Pero no sólo allí; también en el juicio por la Verdad, que la Cámara Federal de La Plata lleva a cabo en la actualidad, a pocos metros de la gobernación. A raíz de los testimonios recibidos en ese tribunal, dos fiscales requirieron en agosto pasado su procesamiento por delitos de lesa humanidad. Sin embargo, en noviembre, Solá lo designó como número tres del Servicio Penitenciario. Carlotto se atribuye ahora haber pedido su alejamiento, cuando nadie ignora que el Manchado seguiría en funciones si este diario no hubiera publicado el domingo sus antecedentes. De ese modo disimula su responsabilidad por no haber asesorado al gobernador como era su obligación, para impedirle este nuevo trago amargo. Solá tiene los funcionarios que se merece: a su último secretario de derechos humanos, Leonardo Franco, le pidió la renuncia por advertirle en forma leal de algunos errores antes de que los cometiera. Tampoco consultó las designaciones con la Comisión Provincial por la Memoria ni con los organismos de derechos humanos, como se había comprometido a hacer, porque pretende desplazar a ese organismo por un grupo consultivo que creó con ese fin, y al que también le cortará la línea en cuanto lo contradiga en algo. El relevo del Manchado es así apenas un nuevo homenaje del vicio a la virtud, mientras quienes propusieron su designación, como el jefe y el subjefe del SPB, José Emilio Lauman y Daniel Alberto Iglesias, y quienes no la controlaron, como Carlotto y Di Rocco, permanecen en sus cargos como si nada hubieran tenido que ver.
Otra consecuencia de la publicación del domingo pasado fue que personal penitenciario se animó a tomar contacto para contar que Lauman fue el enlace entre el SPB y el Cuerpo I de Ejército durante la dictadura, con manejo de los legajos de los detenidos por razones políticas. Los sobrevivientes de aquella época también mencionaron entre los torturadores a un carcelero al que conocían como El Sátiro de la Zapatilla, cuyo nombre no conocían. Lauman sí: se llama Roberto Beriay y hasta esta semana era nada menos que Director de Régimen Penitenciario. Lauman lo puso en disponibilidad simple. Igual que en el caso del Manchado, no implica la iniciación de un sumario administrativo sino apenas sacarlos de pista hasta que disminuya la atención pública y se les asigne un nuevo destino. Más tarde o más temprano las organizaciones criminales que han vaciado a la policía y el Servicio Penitenciario bonaerenses terminarán por arrastrar también a sus protectores y beneficiarios. Lo que no limpien, los ensuciará.

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