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El país|Domingo, 3 de octubre de 2004
ESTADOS UNIDOS Y AMERICA LATINA

Mucho, poquito o nada

Verbitsky fue el único expositor argentino en la Conferencia de las Américas, organizada por The Miami Herald esta semana. Asistieron los presidentes de Colombia y Bolivia, Alvaro Uribe y Carlos Mesa; el gobernador de Florida, Jeb Bush, y el subsecretario de Estado, Roger Noriega. El columnista de este diario presentó su ponencia en un panel que incluyó a los encuestadores Marta Lagos y Joe Zogby, el ex subsecretario de Estado Peter Romero y la presidenta del Council of Americas, Susan Segal.

Por Horacio Verbitsky
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El periodista Dan Rather dijo en 2001: “No nos quieren porque nos envidian”. Sospecho que muchos estadounidenses comparten ese punto de vista simplista y autoconsolador. Supone que los seres irracionales que vivimos en el resto del mundo albergamos sentimientos hostiles hacia el sistema y las personas inobjetables de Estados Unidos.
Esta es una idea propia del excepcionalismo estadounidense, acentuado en estos años. Como regla general, no debería negarse a los ciudadanos la racionalidad que se atribuye a los mercados. La población de cada país de América tiene experiencias distintas que moldean sus valoraciones y éstas se modifican según sean las políticas de los ocupantes de la Casa Blanca.
Por ejemplo: Henry Kissinger dio luz verde a la política de exterminio de las Juntas Militares de la Argentina y Chile. Cuando James Carter llegó a la presidencia, designó a Patricia Derian como secretaria de derechos humanos y su gobierno fue un categórico denunciante de las aberraciones de Videla y Pinochet. Hoy sabemos por documentos desclasificados del gobierno estadounidense que Kissinger fue cómplice de la masacre, por lo cual muchos pensamos que deberían quitarle su premio Nobel de la Paz y llevarlo ante un tribunal de justicia junto con aquellos generales que protegió. Pero los mismos nos alegramos cuando ese premio fue entregado a Carter. Disiento con las críticas del gobernador Bush a Carter quien, para los americanos del Cono Sur, fue el mejor presidente que alguna vez tuvieran los Estados Unidos. ¿Argentinos y chilenos éramos “antiamericanos” en 1976 y nos volvimos “proamericanos” en 1977? No cambiamos nosotros, cambió el gobierno de Washington.
Integra el panel Pete Romero. El estuvo en Buenos Aires en 2000, cuando varios organismos argentinos defensores de los derechos humanos le pedimos a Madeleine Albright la apertura de los archivos estadounidenses del tiempo del terrorismo de Estado. Su desclasificación confirmó los mecanismos del terror y aportó algunas pruebas a las causas judiciales en curso, lo cual fue considerado en forma muy favorable.
En cambio la militarización de la seguridad interior en América latina que desea el actual gobierno estadounidense es una política equivocada. Veo frente a mí al jefe del Comando Sur, general Charles Hill. Sé que esa afirmación fue desmentida por el Pentágono y por el embajador de los Estados Unidos en Buenos Aires. Sin embargo, eso es lo que afirmaron el mes pasado los ministros de Defensa de la Argentina, Brasil y Chile, quienes rechazan esa posición estadounidense y lo dirán en el encuentro ministerial de noviembre en Quito. Problemas tan distintos como el terrorismo internacional, las penurias sociales derivadas de la crisis económica, el uso de sustancias estupefacientes y el delito urbano no pueden fundirse en uno solo, como si se tratara de un proteico enemigo único. La degradación que padecieron las Fuerzas Armadas argentinas por haber actuado en roles policiales contra la propia población hace inconcebible un nuevo apartamiento de su rol en la Defensa Nacional, ahora en función de las denominadas Nuevas Amenazas.
Tampoco gana puntos con nuestra opinión pública el Departamento de Estado cuando amaga con reconocer al gobierno surgido de un golpe de Estado en Venezuela, apenas medio año después de firmar la Carta Democrática Interamericana, que los proscribe, o cuando procura cubanizar la relación con el gobierno argentino, como si no hubiera nada más importante entre ambos países.
La intervención unilateral en Irak y la denominada guerra contra el terrorismo han relegado a América latina en la consideración de Estados Unidos, con excepción de las cuestiones de seguridad, tal como las define la Casa Blanca. Con justificación en ese combate, el gobierno estadounidense ha tomado una serie de medidas que nos resultan familiares a quienes padecimos gobiernos autoritarios. Hace tres años, cuando Alberto Ibargüen me entregó en Nueva York el premio del Comité para la Protección de Periodistas a la lucha por la Libertad de Expresión, dije que leía en la prensa norteamericana que se discutía sobre el debido proceso e incluso el uso de la tortura, y que la experiencia argentina podía resultarles útil a los estadounidenses, porque en nuestro país hemos aprendido que el sacrificio de las libertades civiles y de los derechos humanos en nombre de la seguridad tiene efectos devastadores; que en ninguna circunstancia los valores civilizados pueden ser defendidos por cualquier medio; que, como enseña la teología, las batallas entre el Bien Absoluto y el Mal Absoluto conducen al Apocalipsis.
Algunos asistentes aplaudieron. Otros me miraron con fastidio y muchos con escepticismo. Habían pasado apenas dos meses de los atentados terroristas de septiembre, que nos recuerdan los que destruyeron la embajada de Israel y la mutual judía de Buenos Aires, y el público norteamericano aún no advertía que lo que estaba en juego era la calidad de su democracia y la consideración de su país en el mundo. Después de la Ley Patriótica y de los episodios de Faluja, Guantánamo y Abu Ghraib ya no necesitan de la experiencia ajena, porque han hecho la propia y saben que es espantosa.
Todo un siglo
Hasta la última década del siglo XX, bajo gobiernos conservadores, radicales, peronistas y militares, la Argentina reivindicó su diferenciación política de los Estados Unidos. La escasa complementariedad económica y la competencia por el liderazgo tuvieron más que ver que la ideología. Los factores estructurales imprimen su huella hasta el presente. A diferencia de lo que ocurre con otros países de la región, para la Argentina el Mercosur y la Unión Europea son socios comerciales de mayor peso cuantitativo que los Estados Unidos.
Ya en 1889 el delegado argentino a la primera Conferencia Panamericana, Roque Sáenz Peña, denunció el intervencionismo yanqui y apenas se había iniciado el siglo XX cuando el canciller Luis María Drago se opuso al cobro compulsivo de deudas que Alemania y Gran Bretaña forzaron a cañonazos a Venezuela y que Theodore Roosevelt consintió mediante una interpretación oportunista de la doctrina Monroe. En cambio Drago planteó el rechazo multilateral a la intervención y dijo que la deuda pública no puede dar lugar a la intervención armada, ni menos a la ocupación material del suelo de las naciones americanas. Una doctrina con su nombre consagra ese principio interesante para los países más débiles.
Las intervenciones estadounidenses del siglo pasado, desde México hasta Centroamérica, fueron rechazadas en la Argentina. Esta posición tuvo vertientes de izquierda y de derecha, fue compartida por los incipientes partidos socialistas y comunistas y por el nacionalismo hispanista, y alentada por la hegemónica Iglesia Católica romana. Cuando Franklin Delano Roosevelt visitó la Argentina el propio hijo del presidente militar Agustín P. Justo le gritó desde un palco del Congreso “Abajo el imperialismo”.
En su edición de marzo de 1931, la revista Fortune celebró el derrocamiento militar del presidente Hipólito Yrigoyen porque su política petrolera expresaba un “fanatismo de cruzada contra todo lo yanqui”. Pero los agravios concretos se reducían a la participación de una empresa fiscal argentina en el mercado de las naftas, con un 20 por ciento de las ventas.
La Argentina fue neutral en las dos guerras mundiales del siglo pasado. Esa actitud de autonomía convenía a los intereses económicos de las clases dominantes y fue impulsada por Gran Bretaña, principal cliente de las exportaciones de alimentos argentinos que nutrían a sus combatientes por la libertad.
Si Buenos Aires hubiera roto con el Eje en la Segunda Guerra Mundial como pretendía el gobierno norteamericano, los submarinos alemanes hubieran atacado los buques mercantes cargados de carne, huevos y cereales, que la Navy norteamericana no estaba en condiciones de proteger en una línea de navegación de 15.000 kilómetros, como lo explicaría Churchill a Roosevelt en una carta famosa.
El peor momento en las relaciones bilaterales coincidió con la abierta intervención del embajador estadounidense en el proceso electoral argentino de 1946, hasta tal punto que el candidato oficialista dijo que había que elegir entre Braden y Perón. No es de extrañar que durante la década de 1950 las relaciones fueran frías.
En la década de 1960 el general presidente Juan Carlos Onganía recurrió a Europa para el aprovisionamiento de material pesado para las Fuerzas Armadas y lo mismo hizo la dictadura de la década siguiente, que además se negó a participar en el bloqueo cerealero contra la entonces Unión Soviética. Al recuperarse la democracia en la década de 1980 nuestro primer gobierno electo disintió con la intervención estadounidense en América Central. En ninguno de esos casos tales diferencias políticas dieron lugar a sentimientos adversos hacia el pueblo de los Estados Unidos. Sólo expresaban una identificación de intereses nacionales distintos.
Relaciones carnales
Recién en la década de 1990 la Argentina tuvo un gobierno que incluyó el alineamiento automático con los Estados Unidos en su tarjeta de presentación, tanto en política exterior como en asuntos internos.
Pero al cabo de una década que nuestro canciller de entonces definió como de relaciones carnales con los Estados Unidos se produjo la quiebra de la economía argentina y el más drástico descenso de los niveles de vida de la población. La conclusión es que nadie ha dañado tanto la percepción del pueblo argentino sobre los Estados Unidos como ese gobierno.
Tal conducta obsecuente e impúdica hacia la potencia hegemónica no es nueva entre nuestros dirigentes y siempre ha producido el mismo efecto. En la década de 1930 el vicepresidente argentino dijo que el país era una perla de la corona británica, que tampoco es popular en mi país.
Ningún análisis serio puede pasar por alto la enorme responsabilidad de la dirigencia argentina en el corrupto proceso de privatización de empresas públicas, que denuncié mientras ocurría en artículos periodísticos y libros. Sin incluir esos hábitos perversos de los liderazgos políticos argentinos no se entendería por qué, con las mismas políticas estadounidenses, fue tan distinto el desempeño de un país vecino como Chile. Tampoco debe ignorarse que los mayores beneficiarios de ese proceso fueron capitales europeos, que ahora presionan con el respaldo de sus gobiernos por aumentos de precios de los servicios públicos, que la población empobrecida no puede pagar.
Pero el único gran escándalo de corrupción en el que se probó el pago de sobornos para obtener un contrato (e incluso se recuperó parte del dinero) lleva el nombre de una de las mayores corporaciones estadounidenses. Además, las reformas estructurales que se aplicaron en la Argentina y en toda la región se resumen con un nombre emblemático: el Consenso de Washington, y hacia allí se dirigen los reproches por la apertura financiera ilimitada, los dogmas de la escuela de Chicago, el canje de devaluados títulos de deuda por acciones de las más valiosas empresas públicas, las privatizaciones sin regulación, la sobrevaluación de la moneda local que desalentó la producción y estimuló la importación de bienes producidos en Estados Unidos. Los resultados acaba de medirlos el Banco Mundial en su informe para el 2005: entre 1981 y 2001 el gran crecimiento económico de América latina no implicó ninguna reducción de la pobreza, sino todo lo contrario, porque la distribución fue muy regresiva. Y la Argentina es el país donde más retrocedieron el ingreso per cápita y la simpatía por estas políticas.
Cuando todo esto terminó en forma catastrófica, la subdirectora estadounidense del Fondo Monetario Internacional dijo que el “problema de la Argentina se esperaba, y entonces dio tiempo a que los inversores se acomodaran, y así encontró a los bancos, especialmente, con poca exposición”. Esta frase equivale a una confesión: pese a que era evidente que la Argentina marchaba hacia el mayor default soberano de la historia, el FMI le siguió prestando, no por altruismo sino para financiar esa puesta a salvo de los bancos, que disponían de la información que los ciudadanos ignoraban.
En el año que duró esa caída en cámara lenta, bancos y grandes inversores sacaron del país tanto dinero como el que el FMI inyectó. Es decir que el Fondo no financió a la Argentina (que ahora paga la factura) sino la fuga de capitales. El ranking de quienes se pusieron a salvo bajo la sombrilla del Fondo, mientras se violaba el derecho de propiedad de cada ciudadano con algún ahorro en el sistema financiero, es encabezado por dos bancos estadounidenses. Creo que no hace falta explicar aquí qué país es el principal accionista del FMI, cuyas políticas violan sus propios estatutos, que no le permiten ser lobbysta de intereses particulares o nacionales.
En esas condiciones es casi milagroso que se haya preservado el marco institucional y que luego de una breve transición el actual presidente haya sido elegido por el voto popular. Pero no son de extrañar los altos índices de rechazo al FMI y a las políticas estadounidenses. El nuevo gobierno argentino está tratando de rearmar la casa con los pedazos sueltos que dejó el huracán, pero el Fondo le reclama el trato de un acreedor privilegiado, que no acepta quitas ni moras, y aunque en público lo niegue está obstaculizando el acuerdo que la Argentina busca con los tenedores de los bonos de su deuda pública.
Identificar las diferencias y aprender a convivir con ellas, en forma respetuosa y sin presiones indebidas entre dos países cuya asimetría ha llegado a ser abrumadora, es el camino más seguro para lograr el tantas veces repetido lugar común de las relaciones maduras, sin recaer en la interpretación fácil y engañosa de los sentimientos “antiamericanos”.

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