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El país|Lunes, 17 de enero de 2005
UNA DE LAS HISTORIAS MAS TERRIBLES DE LA TRAGEDIA EN REPUBLICA CROMAÑON

Un barrio diezmado, familias destrozadas y Nico, un desaparecido

Iba a ser una noche de fiesta para el jefe de mantenimiento del boliche, que llevó a su mujer y a dos hijos menores, junto a amigos con sus chicos, para que “conocieran la Capital” y se hicieran unos pesos. Casi todos murieron y Nicolás, de cuatro años, no aparece.

Por Marta Dillon
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La familia de Nicolás en su casa, escuchando el audio de la noche del incendio en República Cromañón.
Si todas las historias tienen su costado flaco, esta esquina del barrio de Bosques, en Florencio Varela, de calles sin nombre cubiertas de un lodo parejo y pegajoso, se recorta como un margen desnutrido sobre el que la tragedia de Once se expandió como una bomba. Aquí no vivían fanáticos de Callejeros. Si hubieran elegido un show para festejar la despedida de un año duro seguramente se hubieran puesto a bailar cumbia. Pero entre las cuatro casillas que forman la esquina que truena al paso del tren se cuentan ocho muertos y todavía no se sabe qué fue de la suerte de Nicolás, el niño de 4 años que abraza a un gato negro en la foto que se usa para su búsqueda. Cuatro familias salieron de allí la tarde del 30 de diciembre, vestidos de domingo. Los adultos iban a trabajar al boliche de Omar Chabán, los niños acompañaban a sus padres porque ese era un día especial. Ese jueves era noche de pago y había trabajo extra para todos. Si el incendio no los hubiera diezmado, habrían brindado con pizza, coca y cerveza en algún lugar de esta capital que algunos de ellos ni siquiera conocían.
Juan Carlos Bordón se mira las manos lastimadas en la puerta de su casa, mientras unos pollos flacos escarban el piso de tierra. Apenas puede creer que haber ofrecido trabajo a sus amigos haya sido lo mismo que perderlos. El era encargado de mantenimiento en República Cromañón. Es un hombre que se da maña para todo y por eso gozaba de la confianza de Omar Chabán y de su hermano Yamil. El miércoles anterior a la tragedia fue Yamil el que le pidió que llevara a dos o tres personas más, de su confianza, para ayudar en la limpieza y cuidado de los baños. Eligió a Evaristo Mendieta, de 40, amigo desde que este trabajador de 46 tiene memoria, y a su propia esposa, Rosa Sandoval, de 39. Ninguno de los dos sobrevivió a la asfixia del humo tóxico que oscureció el boliche antes de que se cumplieran los 10 minutos del inicio del recital. Tampoco el hijo de Mendieta, ni los dos suyos, Leandro y Solange, de 8 y 11. Juan Carlos ni siquiera sabe en qué momento de esos círculos desesperados que trazó sobre la pista chamuscada en busca de su familia se desvaneció y fue rescatado. Le gustaría averiguarlo, para dar las gracias, pero recién 15 días después de esa noche negra empieza a tener el coraje necesario para buscar palabras.
“Yo siempre hice de todo, pero hacía tiempo que estaba sin trabajo. Mi vecina fue la que le habló de mí a Chabán, porque ella hacía 16 años que trabajaba en Cemento. Y empecé a trabajar un mes después de la inauguración de República Cromañón.” Juan Carlos señala una casa tan precaria como la suya, protegida por una red naranja de las miradas ajenas y con una mata de ruda macho que perfuma la tarde. Ahí vivían Griselda Ramírez y Juan Ledesma con su hijita Luisana, de diez meses. Si eran pareja o matrimonio Bordón no lo sabe, y además ya no importa: Griselda y la bebé tampoco pudieron salir del encierro de Cromañón. La mamá de Griselda elige no hablar porque los Chabán fueron sus patrones por demasiado tiempo, y sin embargo, aquella noche mientras la tragedia se desplegaba, cuando Yamil fue a buscar la recaudación de Cemento, apenas si le tiró diez pesos para que fuera a buscar a su hija entre los cadáveres que tapizaban la vereda. Y ésa fue la última noticia que tuvo de sus patrones.
“¿Y vos creés que a mí alguien me ofreció un caramelo? ¿Alguien de ellos me preguntó cómo estaba? Casi diez días pasé en el Hospital Alemán, el gobierno pagó mi cuenta. Yo quiero encontrar al hermano de Chabán para que me pague las dos semanas de sueldo que me debe. Todavía me quedan siete hijos y tengo los pulmones como un queso gruyere, eso me dijo la médica.” Sus brazos también están marcados por el fuego, cicatrices nuevas y otras antiguas, porque Bordón, a cambio de 35 pesos por noche de show, era uno de los dos encargados –el otro es Mario Díaz, todavía internado– de conjurar las llamas que eran demasiado habituales en el lugar. Su único saber es el de un hombre acostumbrado a sobrevivir, con 9 hijos a cargo, y ese ingenio que había desarrollado pareció suficiente para ubicar mangueras y matafuegos a mano, hasta el 30 de diciembre.
“Fuegos grandes, ya te digo, apagamos un montón. El primero apenas empecé a trabajar, cuando tocaba Barrios Bajos. Ahí me quemé los brazos, pero ganamos experiencia. La pedimos a Chabán que nos comprara una escalera para llegar rápido al techo ¡y él la compró! La habíamos ubicado al lado del escenario. Después de que se quemó con Jóvenes Pordioseros pedimos más mangueras, y ya teníamos cuatro, como de 25 metros, una en camarines, otra en la barra y dos arriba. Y también había matafuegos, ¿pero sabés qué pasó? Que como había demasiada gente Yamil me pidió que fuera a atender la barra de arriba, estábamos todos en las barras, entonces cuando pasó todo no había quién pusiera a andar las mangueras... después todo fue muy rápido.” Aunque en ese aquelarre de humo alcanzó a ver a Yamil Chabán “que sacaba de la barra de abajo los 48 mil pesos que habían recaudado. Después hizo lo mismo en Cemento, me lo contó mi vecina”.

El círculo negro

El duelo ha replegado a los vecinos dentro de sus casas en esta frontera de Bosques. Hay una especie de aturdimiento en las familias que aceptan abrir sus puertas, un desconcierto por el modo abrupto en que cambió la vida entre ellos, que no los deja quebrarse pero tampoco tomar mate cuando cae el atardecer, como antes. Raúl Bordón, el hijo mayor de Juan Carlos, con sus 19 años, va y viene entre la ira y el silencio. El era iluminador en los shows y por esa tarea cobraba 25 pesos por noche. Pero le gustaba estar en la cabina y mirar los juegos de luces que producían sus dedos sobre las perillas. Esa noche estaba orgulloso con la visita de su mamá y sus hermanos en su lugar de trabajo, aunque deseaba que todo terminara para empezar el festejo privado que se habían prometido. Si hasta Griselda Ramírez había caído como una linda sorpresa para su compañero, con su beba de diez meses.
“Yo vi cómo se prendía la media sombra y cómo el fuego pareció que se chupaba hacia el techo, que después escupió esa aureola de humo negro que nos asfixió. Alcancé a salir antes de esa escupida porque yo tenía un matafuegos en la cabina, pero ahí aspiré y tuve que llegar afuera para poder respirar.” Raúl bajó atontado las escaleras, vio cómo los chicos se tiraban atrás de la barra pensando que el fuego terminaría donde terminaba la media sombra, después los vio tirarse del primer piso, cuatro metros abajo, como bolsas inertes, en busca de un poco de aire. “Después volví a entrar y saqué a mi hermanito. Todavía respiraba, pero le entraba poco aire. Le limpié la boca, la nariz, grité como loco para que lo ayudaran. Yo quería que mi hermanito se salve, era chiquito, era mi hermanito. Pero le dieron un poco de aire y lo tiraron en una camioneta.” Raúl entonces volvió a la cabina, con una de esas luces de camping que debían funcionar como luces de emergencia, inútiles en medio del humo. Alzó a su hermana y la llevó hacia afuera. Volvió a buscar a su madre, inconsciente, “pero no la podía sacar porque era pesada, se me caía, alguien me ayudó, no sé quién. Mi hermana estuvo cinco días viva, yo creía que se iba a poner bien, teníamos esperanza. ¡Nosotros queríamos festejar con los compañeros de trabajo, por eso fueron las familias!”.
Dos hermanos, su mamá, el amigo de su padre y su hijo, dos vecinas con sus hijos chiquitos, Raúl cuenta una y otra vez y necesita las dos manos para enumerar. “¿Y yo por qué me salvé?”, pregunta como si rezara y a la vez como si quisiera poner palabras a cierta sospecha que, él cree, llega desde los vecinos. “Yo no la vi a la Romi, tampoco lo vi a Nico, yo quería salvar a mi familia, ¿eso se puede entender? Estaba atontado, qué sé yo qué hice. Si nosotros dijimos de ir al Centro era para que conocieran, porque además, los de Callejeros eran rehumildes, yo una vez le pedí al cantante que me firmara la camiseta y me la firmó, rebién. ¿Está mal que hayamos ido?”

¿Dónde está Nico?

En la casa de Romina Flores, sepultada el 2 de enero en Florencio Varela, su hermana Roxana se presenta como si tuviera que cuadrarse frente a alguna autoridad: “Flores, Roxana Yamila”. Tiene 21 y dos semanas largas que la hicieron envejecer un poco. Es el tiempo que lleva buscando a Nico Flores, su único sobrino a pesar de que cuenta diez hermanos, “bah, nueve, porque la Romi ya no está”. Tiene un celular sobre la mesa que no termina de entender y se desespera, por alguna razón que desconoce no suena cuando la llaman, y ese teléfono es vital, tal vez por ahí entre la voz que le diga dónde está Nico. “Mi hermana no tenía muchas ganas de ir esa noche, pero no conocía la Capital y la señora Rosa (Sandoval) que era su amiga la convenció, porque además se podían hacer unos pesos con los baños.”
Romina tenía 23, a los 19 había parido a Nico, un poco después de que su novio tuviera una nena con otra chica del barrio. “Sufrió mucho por eso, siempre estaba copiando poesías de amor”, dice Roxana y muestra un cuaderno con la letra infantil de quien había dejado la escuela en séptimo grado y en el que se mezclan poemas de Pablo Neruda, Nicolás Guillén, Borges y hasta letras de canciones. Las hermanas tenían cada una un plan social, Roxana limpia la calle para el Barrios Bonaerenses, Romina tenía un Jefas y Jefes, y como contraprestación trabajaba en un ropero del barrio, zurciendo ropa usada. Pero además había aprendido a hacer jarrones con papel de guías telefónicas que después pintaba y vendía. Así había conseguido comprarse la casa lindera a la de su madre, por 500 pesos de entrada y 50 por mes hasta quién sabe cuándo.
Si esa noche en que pensaba conocer “el Centro” llevó a su hijo es porque nunca se separaba de él. Nico era “mamero”, no se podía quedar solo ni en el jardín al que asistió una única semana. Pero le encantaba cantar bien fuerte las canciones de Radio Disney, la preferida de Romina, y entre los dos se habían aprendido una nueva antes del recital: Otra noche fría en el barrio, de Callejeros. “La Romi prefería Nueva Luna, que es un grupo de cumbia. Una vez cada cuatro meses iba a bailar a Florencio Varela, pero su vida estaba acá, en esta cuadra.” Entre los patos que cría la mamá de Romina y Roxana, madre de “una docena de hijos” –aunque dos murieron de parto y la última acaba de ser enterrada– se herrumbra la bicicleta de Nico, con las rueditas de apoyo demasiado gastadas. Hay que poner tablas entre la casilla de Romina y la de su madre para atravesar el barro rebelde que nunca termina de irse. Pero a quién le importa un poco de barro cuando hay que ir todos los días a la morgue. “No sé por qué nos siguen llamando, ya vimos cuatro veces al niño que está ahí y no saben quién es. No es Nico, Nico tenía unas manchitas debajo de la oreja, blancas. Y los dientes de adelante cariados, por eso es fácil guiarse.”
Sin embargo, para Marta Canillas, voluntaria de Missing Children, esa marca no es suficiente. “El problema es que es un chico morochito, común, de esos que los ves y parecen todos iguales. Entonces es difícil de reconocer”, dice, disculpándose por “lo feo” que pueden sonar sus palabras. “Además, cuando estos chicos son institucionalizados, siguiendo la normativa, después es más difícil. Tuvimos casos de chicos que pasaron dos y tres años en hogares mientras la familia los buscaba.”
La cara de Nico, con los ojos negros que miran desde abajo, interpela ahora a cada habitante de esta Buenos Aires que su mamá quería conocer como si fuera un lugar lejano. En casa de los Flores nadie nombra a los Bordón, o los nombran con recelo, como si el hecho de que los varones mayores sobrevivieran fuera motivo de sospecha. Es que el dolor confunde, más todavía que esas llamadas que ubican a Nico en Ezeiza y a los cinco minutos en Caballito. O que piden recompensas impagables por datos seguramente inciertos. Su abuelo, Carlos Flores, va y viene con su rosario colgado al cuello de Buenos Aires a Florencio Varela. “Estuve con la hermana del Presidente y me dijo que me iban a ayudar, después unas chicas me consolaron y me ofrecieron trabajo. ¡Pero si yo soy cafetero hace siete años y puchereo bastante bien! Yo lo único que quiero es a mi nieto. Si está muerto, bueno, que me lo digan. Y si está vivo, que aparezca.”
Nico es una esperanza en este barrio que no puede siquiera poner a circular el consuelo. Como hipnotizados, los vecinos escuchan el audio de la noche negra que se tragó a la mitad. Eso es lo único que se escucha en este margen al que no llega casi nada, salvo el zarpazo de la tragedia, justo ese día en que un poco de trabajo permitía pensar que todo podía mejorar.

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