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El país|Viernes, 11 de febrero de 2005
AL MENOS NUEVE MUERTOS Y DECENAS DE
HERIDOS EN UNA REBELION DE 1700 PRESOS

Una tarde de motín y sangre en Córdoba

El penal de San Martín, en medio de la ciudad, fue tomado por los presos, que lograron conseguir armas y 25 rehenes. Entre los muertos hay presos, guardias y policías. Hay diez heridos graves. Anoche, la negociación terminó cuando los amotinados pidieron amnistía para los condenados a perpetua. Policías y gendarmes estaban por retomar la unidad.

Por Horacio Cecchi
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La toma del penal estuvo signada por la violencia desde el principio, con los presos amenazando e hiriendo con facas a sus rehenes.
Un absurdo entre absurdos desató ayer un motín en el penal San Martín, en la ciudad de Córdoba, que derivó en toma de unos 25 rehenes, incluido el director y el segundo del penal, y medio centenar de familiares que no tenía intenciones de abandonar el lugar. El director del penal, Emilio Corso, había ordenado recortar el régimen de visitas, provocando la reacción de los 1700 internos de un penal con capacidad para 700. Durante el motín, se podía observar a un grupo de presos, el sector más duro, en los techos del fondo del penal amenazando con arrojar al vacío a tres guardias, uno de ellos bañado en sangre. Otro sector de los presos, entretanto, intentaba negociar con las autoridades. Pero alrededor de las ocho de la noche un grupo de los internos más duros intentó fugar en un camión. La policía repelió el intento en un salvaje tiroteo que terminó con tres presos y un uniformado muerto. Según una versión, se trataba de un guardia que era llevado como escudo en el camión. El tiroteo provocó corridas de los familiares en el exterior, lo que aprovechó la guardia de infantería para disparar sobre ellos con balas de goma. La situación dentro del penal, al cierre de esta edición, era incierta y estaba perdida en la mayor de las confusiones. A esa hora, la penitenciaría había sido rodeada por fuerzas policiales y por unos 200 gendarmes. Una conferencia del fiscal general Gustavo Vidal Lascano hacía previsible que todo terminaría en un baño de sangre.
Los reclamos en la Unidad Penal 1 del Servicio Penitenciario cordobés se iniciaron cuando la actual gestión a cargo de Emilio Corso y su segundo Francisco Toledo (ambos rehenes) decidió recortar el régimen de visitas. El absurdo de ajustar las tuercas en una cárcel donde el hacinamiento es el nombre de pila de la perversión estatal derivó en un clima tan hostil como para dar lugar a un motín. Ayer, la previsión se cumplió.
Alrededor de las cuatro de la tarde, durante el horario de visita, lo que no parece un levantamiento programado sino un estallido de odio terminó en motín. Unos 25 guardias, entre ellos Corso y Toledo, quedaron dentro como rehenes mientras medio centenar de familiares intentaba permanecer en el lugar.
Una hora después de iniciado el motín, alrededor de la cárcel se podía ver una nutrida cantidad de familiares que intercambiaban gritos y saludos con los internos. Era evidente que, alrededor de las seis de la tarde, el grueso de la población del penal se había plegado al motín. Pero también era evidente que no había un grupo líder ni que hubiera organizado la movida. A esa hora, uno de los tres fiscales que se hizo cargo del caso, Carlos Mathew, ingresó al penal con el director de Derechos Humanos de la ciudad de Córdoba, Luis Baronetto, y varios padres de presos, a pedido de los internos para negociar. La reunión se realizó en la parte anterior del penal. “Nos reunimos con una parte que intentaba descomprimir el motín –dijo Baronetto a Página/12–. El fiscal pedía que se entregaran las armas y rehenes. Ellos decían que las armas y los rehenes los tenían en los pabellones del fondo, que son los más duros porque cumplen condenas perpetuas. Los que negociaban pedían resolver el problema de las visitas, el hacinamiento, y que no se abrieran causas por el motín. El fiscal se comprometió. Todo estaba tan avanzado que ya se estaba trabajando sobre el borrador de las actas. Pero los que negociaban no lograban convencer al grupo más duro. Volvían y nos decían: ‘Ellos reclaman una amnistía’.”
Mientras se desarrollaban las conversaciones, entre la mano dura policial y la dureza de los internos jugados se desató el baño de sangre. Un grupo, en los techos del fondo, mostraba a tres guardias amenazando arrojarlos al vacío. A uno de ellos, un hombre bien corpulento y en ropa interior lo castigaban y herían con facas, mientras su cuerpo aparecía bañado en sangre. La imagen, al mismo tiempo que escandalizaba a quienes la veían, desataba furia entre guardias y policías. Al mismo tiempo, desde elexterior se escuchaba cómo un sector de los familiares gritaba “¡tiralo, tiralo!”, mientras otro gritaba “¡No, no!”.
Del mismo grupo, una docena de internos logró llegar a un camión para intentar fugar. Ya había traspuesto la puerta del penal cuando fue recibido por una lluvia de balas. Los tiros provocaron desbandada entre los familiares, lo que fue aprovechado por la guardia de infantería para desatar un diluvio pero de balas de goma sobre ellos. Del tiroteo resultaron al menos tres presos y un uniformado muertos, además de varios uniformados heridos, aunque todas las cifras eran borrosas. Una versión insistente señalaba que el uniformado era un guardia llevado como rehén en el camión y que murió de un disparo policial en la cabeza.
El tiroteo derrumbó toda posibilidad a las negociaciones que iban avanzando en la parte delantera del penal. El sector más pacífico de los internos, al mismo tiempo, aseguraba a sus familiares que temían que se desatara una carnicería. La policía demostraba toda la intención de entrar a la fuerza al grito de cueste lo que cueste, mientras que los internos del fondo parecían jugar el mismo partido.
Pero lo que lo hacía más previsible de todo eran las declaraciones del presidente del comité de crisis, el fiscal general Gustavo Vidal Lascano, instalado a ocho cuadras del penal en el Hospital de Niños. Vidal Lascano señaló que la situación era crítica, que los presos reclamaban consignas imposibles de cumplir como la amnistía, que no estaban dispuestos a devolver a los rehenes ni las armas. Agregó, además, que los presos no se habían adueñado del arsenal sino de un taller de reparación de armas. Bendita la diferencia. Estaba claro que el gobierno le había dado la voz cantante al sector más duro de los internos.
Los partes oficiales no daban una cifra concreta, pero sí una idea clara de que aquellos muros escondían una cantidad de heridos o muertos desconocida. Al cierre de esta edición, de dos muertos la cifra había crecido al menos a nueve, de ambas filas. A esa hora, los muros de aquella vieja Unidad Penal 1 de Córdoba volvían a traer la incertidumbre que supieron traer cuando entre el ’76 y el ’77 fue otro absurdo entre absurdos, como centro clandestino de detención del Area 311 de la Subzona 31.

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