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El país|Domingo, 24 de abril de 2005
UNA PROPUESTA DE DEBATE SOBRE ASIGNATURAS PENDIENTES

La mano izquierda del Gobierno

La precariedad, la desocupación, la inempleabilidad, la chatura salarial imponen una agenda que el Gobierno no termina de abordar. Qué se hizo y qué podría hacerse en materia de seguro de desempleo y asignación universal. Qué propuestas sugestivas quedaron en el camino. Algunas hipótesis sobre la mora oficial.

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Opinion
Por Mario Wainfeld

La metáfora acerca de la mano izquierda del Estado fue acuñada por el sociólogo francés Pierre Bourdieu. Bourdieu dice que la mano derecha del Estado post benefactor, usualmente encarnada en el Ministerio de Economía, aúna la fuerza, la habilidad, los recursos. Sus diseños macro, su lógica, dominan toda la vida comunitaria. Las áreas sociales de los gobiernos son su mano izquierda. Desmañada, torpe, insuficiente para paliar lo que trama la derecha.
Las palabras “izquierda” y “derecha” tienen, amén de lo alusivo a la destreza, una clara acepción política que escapaba a la intención de Bourdieu ni ignora el lector de este diario.
El Presidente está convencido de ser un gobernante de centroizquierda. “A mi izquierda, la pared”, cuando se encona con algunos críticos, queriendo decir que lo suyo es el máximo progresismo posible en la Argentina de hoy.
Es difícil negarle a Néstor Kir-chner tales intenciones corroboradas por su discurso, sus alineamientos, su elección de adversarios, su política de derechos humanos o la relacionada con la Corte Suprema. También es evidente su sesgo heterodoxo, notorio en algunas designaciones, ciertas alianzas, en las negociaciones con el FMI, en su actitud frente al conflicto social. Pero en materia de acción social su gobierno no está a la altura de su retórica. Es, bien mirado, conservador. No innova, no coordina acciones entre diversas reparticiones, no se atreve a implementar un seguro de desempleo o a promover un ingreso ciudadano universal. La desigualdad, el empleo no registrado, el informal, la marginación estructural no son atacados en su especificidad. El Gobierno confía en irlos desbaratando con su propio “derrame”. Su mano derecha es más abierta que la de otras administraciones, pero Kirchner poco le concede a su mano izquierda. El crecimiento, la generación de actividad, los saldos positivos de una devaluación exitosa dinamizada por un Estado presente no son suficientes para paliar la innoble desigualdad en los términos de urgencia que la mejor tradición argentina exigiría.
Vamos por partes para facilitar la tarea, como propiciarían René Descartes o Jack el Destripador.

A seguro se lo llevan preso:

Un seguro de desempleo que sirva de red entre la desocupación y la reinserción laboral es una necesidad postergada, descuidada. Por años el movimiento obrero argentino resistió la institución porque su reivindicación era el pleno empleo y veía en el subsidio un modo de desalentar la afiliación gremial y el reclamo de trabajo. Quizá tuvieran razón pero, claro, eran épocas en que ese reclamo era accesible. Persistir en esa rémora es un atavismo que sólo perjudica a los desocupados.
Actualmente, con una titánica desocupación estructural, hay un seguro de desempleo muy restrictivo. Sólo es aplicable a trabajadores registrados que fueron despedidos sin causa y abarca 80.000 beneficiarios, una gota de agua en el mar de los desocupados.
Pero, además, al concernir sólo a los trabajadores formales, el actual seguro acentúa la diferenciación entre los que cobran con sobre y los que lo hacen “en negro”.
Lo deseable sería implementar un seguro que abarcara un sector más amplio de trabajadores. El Gobierno trabajó un interesante proyecto de ley a mediados de 2004, sobre el cual informó Página/12. La idea rectora era que el universo de los desocupados abarcara situaciones diferentes, exigentes de abordajes distintos. El seguro de desempleo regiría para trabajadores “empleables”. Son empleables aquellos trabajadores parados que, por tener destrezas y capacitación previa, pueden llegar a conseguir conchabo.
La propuesta que trabajó el Gobierno quería habilitar el seguro para los desocupados mayores de 50 años con aportes jubilatorios hechos (esto es, que hayan tenido trabajo formal) y los menores de 50 años con experiencia en el sector informal. La idea original era garantizar un seguro para 500.000 personas. El beneficio se otorgaría por un año, prorrogable acaso por seis meses. La mesada sería de 300 pesos, el doble de lo que perciben los Jefas y Jefes de Hogar.
Como ocurre en otros países, amén del salario, el seguro incluiría otras prestaciones estatales. El Estado provee información sobre salida laboral, orientación, capacitación y, llegado el caso, le propone un nuevo trabajo. El desocupado debe aceptarlo, so pena de perder el subsidio. También tiene la carga de capacitarse.
Más allá de las cifras del subsidio y de beneficiarios (que tenían el rango de una propuesta para la discusión), la iniciativa era un paso adelante. Pero hete acá que está archivada y no integra ningún horizonte oficial. Ni hay, para nada, alguna propuesta distinta o superadora.
Recostado en los laureles de la recuperación macro, un gobierno que se reclama keynesiano renuncia a un modo probado de mediar en el mercado de trabajo. Ha predominado en él una visión que sus integrantes describen como gradualista y que un observador menos oficialista podría calificar de liberal o, como poco, de resignada. El razonamiento oficial fundante es que, de todos modos, la desocupación merma y que tal vez no valga la pena el salto al vacío que significa comprometer muchos recursos en una iniciativa que no tiene “historia” en la Argentina. Una postura sensata, economicista, conservadora... tache lo que usted estime no corresponda.
Para reparar la ausencia de una política más audaz el Gobierno imagina generar numerosas oficinas de empleo, diseminadas en todo el territorio nacional. Funcionaría en los municipios, que es el lugar al que acuden los JJDH. La intención es cumplir las funciones de orientación, capacitación e información del seguro de desempleo. Pero no cambiar el, avaro, régimen existente que sólo otorga un salario transitorio a una minoría de trabajadores formales.
Lo cierto es que un seguro de desempleo es una red imprescindible entre el despido y la reinserción. Y también una necesidad para acometer, a fondo, una cruzada contra el trabajo no registrado. Si no hay cobertura post despido los trabajadores en negro son rehenes de su propia situación.
Pero dijimos que íbamos a ir por partes.

La cosa negra, negra:

Según datos oficiales, tomados de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH), en Argentina los trabajadores no registrados (algo así como cuatro millones) superan en número a quienes están en situación de desempleo abierto.
La Subsecretaría de Programación Técnica y Estudios Laborales, del Ministerio de Trabajo, calcula que la brecha salarial entre los trabajadores registrados y los no registrados es del 63,3 por ciento. Pero atinadamente agrega que éstos (además de carecer de beneficios sociales) suelen no cobrar vacaciones ni aguinaldo.
Se trata de una nueva desigualdad dentro de la clase trabajadora, que se potencia pues la mayoría de los empleados “en negro” son minorías explotadas, mujeres y jóvenes a estar a los datos de la EPH.
El Gobierno ha anunciado que la lucha contra el empleo no registrado es una de sus prioridades. Pero los instrumentos que utiliza parecen insuficientes. El más importante, en trance de implementación, es rehabilitar una estructura de Policía del Trabajo que controle y sancione, así sea en parte, las violaciones. Esta área, como casi todas las de control, fue hecha trizas en los tiempos ensoñados del neoliberalismo.
Seguro que esas acciones, necesarias, no serán suficientes. En verdad, una política integral contra el trabajo no registrado es una tarea muy densa porque los empleadores que acuden a esta violación legal suelen ser de los menos poderosos. Los mayores negreadores, según los cómputos oficiales ya mencionados, son las pymes con menos de 5 trabajadores, centro de valiosas preocupaciones públicas. Ocurre que esas empresas logran así un modo irregular de subsistencia o de competitividad.
Por añadidura, hay algunas provincias que también logran competitividad espuria incumpliendo obligaciones legales. Esas provincias, reconocen avezados funcionarios nacionales, declaman adhesión a cualquier propuesta contra el trabajo informal pero luego la fondean en defensa de su actividad interna.
Otra dificultad complejiza la labor para la actual gestión. El trabajo no registrado no es del todo (ni aún principalmente) un entuerto del ramo industrial. Su núcleo son las actividades de servicios que han proliferado y se han diversificado en los últimos años. Muchas de esas modalidades laborales son atípicas y no encajan del todo en el (relativamente sencillo) molde del trabajo en relación de dependencia. Vendedoras de tupperware a domicilio o de ciertos productos cosméticos (suman cientos de miles) difícilmente podrían ser empleadas de modo convencional.
Las empleadas domésticas, primera minoría entre los trabajadores no registrados, también requerirían un estatuto específico (tienen un régimen legal pero es muy anacrónico).
Así las cosas haría falta internarse en la diversidad, legislar para un espectro sofisticado, algo que no integra el código genético del Gobierno, decisionista, desafecto a internarse en la complejidad, a anticipar, a planificar.
El trabajo en negro es un castigo para los empleados y al unísono una (malhadada) herramienta de actores capitalistas locales y pequeños lo que hace intrincado su desbaratamiento. En una reciente intervención publicada en Clarín, el radical Aldo Neri hizo una encendida defensa de este flagelo desde una pretendida óptica progresista. Se trató de una provocación intelectual pero tocó una llaga sensible: para avanzar contra el empleo no registrado hay que alterar la lógica de pequeñas empresas y provincias. La densidad de esa tarea sugiere que no se podrá cumplir con una política puramente laboral o de inspecciones.
Pero, antes, sigamos yendo por partes.

Un plan con mala prensa:

El Plan Jefas y Jefas de Hogar (en adelante JJDH) es una de las más interesantes acciones de la mano izquierda en el país, pero tiene floja prensa, huele mal para una clasista pituitaria de clase media y está relegado en las prioridades del Gobierno.
Se propuso como un derecho ciudadano universal, es decir exigible por cualquiera que reuniera los recaudos básicos para pedirlo. Pudo ser un avance fenomenal... que nunca se llegó a plasmar. El gobierno de Eduardo Duhalde cerró la ventanilla respectiva por falta de presupuesto, por lo que la condición universal quedó en suspenso, aunque sigue consagrada por ley. El número de beneficiarios, aun así, es altísimo, lejos, el más grande de América latina. En algún momento orilló los dos millones de beneficiarios. Ahora supera el millón y medio, estando en baja desde hace bastante tiempo. Los JJDH disminuyeron durante el actual gobierno, lo que algunos funcionarios traducen como un signo de mejora de las condiciones de trabajo. Es una interpretación capciosa ya que sólo se admiten bajas y no altas. De hecho, hay un plan de ingresos alternativo menos exigente y más potestativo (los planes de empleo comunitario, PEC) que, sujetos a más arbitrariedad, sí aumentan. Ciertamente son muchos menos que el JJDH, alrededor de 230.000. Pero, más librados a la discrecionalidad, su cantidad aumenta.
Vale la pena una nota al pie. Hay contadas altas en el JJDH, obtenidas por ciudadanos que “llegaron tarde a la ventanilla” y reclaman judicialmente el beneficio universal. Algunos amparos presentados en tal sentido, acogidos por la Justicia, son consentidos por el Gobierno que concede el beneficio. Así impide que el reclamo cunda, dado que las acciones judiciales en nuestro sistema legal sólo benefician al litigante y no se propagan a casos análogos. La actitud oficial es un reconocimiento tácito de la ilicitud que significa haber desvirtuado un derecho consagrado legalmente.
Los dicterios contra el ingreso universal son varios. Tienen como mínimo común denominador una supuesta protección de “la cultura del trabajo”. Los contradictores deslizan argumentos que suelen ser variaciones muy módicas del clásico sonsonete que expresa que a los pobres no les gusta trabajar. Los funcionarios más avezados reconocen que no es así, que sólo puede haber una (sensata) resistencia a abandonar el subsidio por parte de aquellos a los que se ofrece trabajo cuya remuneración no es razonablemente mayor y segura. “Nadie se queda con el JJDH contra un sueldo de 400 pesos”, estima uno de ellos, que sabe lo que dice.
De todas maneras, si se implementara una asignación universal por hijo, se salvarían aún esos resquemores. Desligada del plano laboral, la asignación mejoraría el ingreso de los hogares humildes y nadie se aferraría a ella “contra” una oferta de trabajo. El trabajo sumaría, sencillamente, no pondría en riesgo la entrada mínima.
El desempleo ha mermado, pero subsisten muchas personas desocupadas que, libradas al juego del mercado laboral, jamás serán contratadas. Eso lo reconocen funcionarios de Economía pero eso no los lleva a abrir su mano derecha. Para su caso es imprescindible un aporte de la sociedad, mediatizada por el Estado que le garantice un ingreso mínimo que le permita aspirar a los atributos básicos de la ciudadanía por el solo hecho de habitar este suelo.
Con una firme base de mujeres (casi el 70 por ciento del padrón desde el vamos) y de jóvenes, los JJDH son un mix de trabajadores sin calificación y de madres que se anotaron en el plan como estrategia de supervivencia. Ambos siguen mereciendo tutela y la necesitarán por muchos años.
La universalidad tiene un valor ético, más allá del importe que se confiera. Seguramente éste no bastará para subvenir a las necesidades básicas, pero fijaría una situación cualitativamente distinta y un piso diferente. El Gobierno tiene reluctancia a la medida. En parte se trata de cálculo económico, en parte de una idea adocenada de la cultura de trabajo. En parte, aunque no se verbalice, se analiza con remilgos una medida que tiene firmes abanderados de centroizquierda pero de oposición (el ARI y la CTA). Puede haber otras razones incluida la marcada falta de discusión interna.
Pero, además, la universalidad limita la intervención de los gobiernos, modera su discrecionalidad, le resta “juego político”. La mano izquierda del Gobierno es abierta, activa, generosa en múltiples planes compensatorios por demás encomiables. Pero aunque muchos son bastante transparentes y accesibles siempre están sujetos a la potestad del funcionario respectivo. La universalidad limita los márgenes de rédito del gobernante. Permítase ilustrar este concepto con un par de ejemplos didácticos, (apenas) irónicos. Daniel Filmus no podría hacer un acto en el Salón Blanco anunciando que se concedió a muchos chicos la inscripción en los ciclos regulares de la escuela pública. Aníbal Fernández no podría mejorar su capital simbólico anunciando que, merced a su gestión, todos los argentinos de 18 años tienen garantizado el derecho a votar en las elecciones de octubre. Algo análogo ocurriría con derechos sociales si su otorgamiento es automático, contra el cumplimiento de las exigencias legales.
Es del caso señalar que el Gobierno tampoco se esmera en analizar, cifra en mano, el carácter de multiplicador keynesiano que tendría la ampliación del subsidio ciudadano y del seguro de desempleo. Una visión micro (la de los municipios cuyos habitantes perciben JJDH) sugiere que es grande el impacto de esos ingresos, todos volcados al consumo en el mercado local, a las economías de pueblos y ciudades. Los intendentes del conurbano pueden dar fe de ese impacto, todo un dato a calibrar.
Volvamos al núcleo. Tratemos de juntar las partes, como le gustaría a Descartes pero no a Jack the Ripper.

Todo tiene que ver con todo:

El JJDH se lanzó en medio de una malaria fenomenal cuando las clases medias y altas temían un estallido social y Duhalde (que se tenía fe de cara a un virtual estallido) estaba más agobiado por el riesgo de la disolución nacional. Toda la ciencia de la mano derecha diría que era un disparate promover un plan de ingresos vastísimo. Pero la mano izquierda se abrió, promoviendo un precedente memorable. El miedo, a veces, ocasiona subproductos interesantes.
La coyuntura es ahora distinta y, aunque mejor, no satisfactoria. La emergencia tiende a cesar pero pervive un saldo desolador. La clase trabajadora está fragmentada y cunde la desigualdad a su interior. El mercado, librado a su propia dinámica, dará chances a los menos. Los desempleados, los precarios, los inempleables seguirán afuera o en los lindes, extrañados aún de sus compañeros de clase.
Una economía en crecimiento desenvolviéndose en una sociedad desigual propicia un debate, que ya se atisba en el Gobierno. Es discutir si es imprescindible una vasta intervención gubernamental para promover la equidad o si el “modelo K” se basta ya en su inercia para acomodar las cargas. El ala política suele definirse por la primera variante, pero en la vasta materia social que hemos sintetizado en exceso nada cambia, a la espera de que suba la marea y que todo flote. No parece que esa sea la solución óptima. La pobreza, la desocupación, la chatura salarial integran un todo complejo (mucho más que el de 2001) que requiere abordajes novedosos y enérgicos.
El Gobierno, fogueado en la emergencia, se asoma a un riesgo usual, que es el tornar en dogma lo que fueron sus tácticas. Por ejemplo, no realiza una reforma fiscal, algo que el Presidente reconoce que es una injusticia, acambio de garantizarse certeza en la recaudación. Estar en guardia contra el cambio que “meta ruido” en la economía puede ser sensatez pero incuba un sesgo conservador, autosatisfecho, poco innovador.
A veces da la impresión de que el oficialismo ha resuelto que su capacidad de innovar se agotó en los primeros meses de su mandato y que el resto es, sencillamente, consolidar, insistir en lo ya hecho. Sin embargo, la deuda social persiste, sí que más sofisticada.
Queda claro que estos temas requieren un debate acerca de su necesidad y factibilidad que esta nota, ya demasiado extensa, no puede ni pretende saldar. Y que todo lo dicho por el autor, que refleja su convicción, es una verdad relativa, sujeta a confrontación y debate.
De lo que sí está convencido este cronista es de que estos temas están muy relegados en la agenda del Gobierno, muy postergados respecto de lo que propone su discurso y de lo que necesita una afligida mayoría de los argentinos.

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