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El país|Lunes, 25 de julio de 2005

Escrito & Leído

Por José Natanson
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Drogas y democracia en América Latina. El impacto de la política de Estados Unidos Coletta A. Youngers y Eileen Rosin (editoras) Biblos 496 páginas
Otra lógica del enemigo interno

La “guerra contra las drogas” emprendida por Estados Unidos tuvo desde un primer momento un sesgo ofertista, con el argumento de que combatiendo la producción y la distribución se elevarán automáticamente los precios y se dificultará el acceso. Muy lejos de lo esperado, el resultado no sólo fue negativo en sus propios términos –los precios se mantienen estables y la oferta ha aumentado–, sino que además ha generado una serie de consecuencias negativas para la democracia y los derechos humanos.
Concebidos como “aspectos secundarios” de una misión prioritaria, los efectos colaterales de la política antidrogas norteamericana son el eje de Drogas y democracia en América Latina (Biblos), editado por Coletta A. Youngers y Eileen Rosin y resultado de un proyecto especial de la Oficina de Washington sobre América latina, una ONG que se dedica al análisis de políticas que contribuyan a fortalecer la democracia y los derechos humanos en la región.
Uno de los aspectos más negativos de la “guerra contra el narcotráfico” es la militarización de las fuerzas policiales y la confusión entre seguridad interna y externa, una política regional que llega al absurdo en países que, como la Argentina, hasta hace poco tiempo no tenían problemas graves con las drogas pero que igual sufrían las presiones norteamericanas para otorgar a las fuerzas militares nuevas funciones. Al dotar a los militares de recursos, entrenamiento y autoridad para ocuparse de estos temas, los países latinoamericanos debilitan sus instituciones, restringen las libertades civiles y se exponen a violaciones de los derechos humanos, además de reproducir lógica de “enemigo interno” de la Guerra Fría. Finalmente, los autores señalan los gigantescos daños al medio ambiente de la ofensiva antidrogas: amenazada por Estados Unidos, Colombia se convirtió en el único país occidental que permite la fumigación aérea con herbiciadas, que pasó de 5600 hectáreas en 1996 a 127.000 en 2003.
El problema, reconocen Youngers y Rosin, no es sencillo. El narcotráfico debilita las instituciones, corrompe los poderes públicos y corroe la legitimidad de los gobiernos. Los países que producen o por los que transitan narcóticos –un caso notorio es Puerto Rico– ahora también las consumen, porque una forma fácil y barata de pagar estos servicios es con drogas.
Una de las claves para entender el tema son los indicadores de “eficiencia” que utiliza Estados Unidos para evaluar el éxito de su ofensiva: las hectáreas de cocaína arrasadas, los laboratorios clandestinos destruidos o los narcos apresados. Según explican los autores, estos índices transmiten una sensación de actividad que no refleja los resultados reales: sólo sirven para agudizar las disputas intraburocráticas por recursos, potenciadas a su vez por la exaltación electoral de los candidatos, irremediablemente destinados a proclamar la “guerra contra las drogas” en cada campaña. El problema, en definitiva, es que el diseño de la ofensiva antidrogas ignora las complejas características locales y responde básicamente a cuestiones de política interna.
Con apartados sobre los diferentes aspectos del tema (el Plan Colombia, la concepción del Caribe como “tercera frontera” de Estados Unidos y la situación del Cono Sur, resultado de una investigación de la argentina Rut Diamint), Drogas y democracia en América Latina constituye el informe más completo sobre el tema. Y, aunque pasa por alto la discusión sobre la despenalización, concluye sugiriendo alternativas al enfoque convencional: crear condiciones para el desarrollo de una economía legítima que sustituya la increíble rentabilidad de la producción de drogas, prestar más atención a los aspectos institucionales y acentuar los esfuerzos por controlar el lavado de dinero y el flujo de precursores químicos, una forma de combatir el narcotráfico sin provocar estos tremendos efectos colaterales.

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En Como el árbol talado (Ediciones Al Margen), María Maneiro sostiene que hay dos maneras de interpretar la memoria de las situaciones extremas: enfocar la atención entre lo enunciado y lo silenciado, buscando identificar los silencios y los vacíos, o centrarla en las disputas entre las diferentes interpretaciones. Este libro analiza las formas y los contenidos de la memoria del genocidio en La Plata, Berisso y Ensenada, buscando compatibilizar los dos enfoques.

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