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El país|Domingo, 7 de agosto de 2005
OPINION

Las manos sucias

Por José Pablo Feinmann

Hace años –muchos– que no leo ni releo esa obra de Sartre. Tampoco la tengo a mano. No importa: vayamos a lo esencial. El planteo –entre otros– es el conflicto entre política y pureza. Traigámoslo a la Argentina de hoy. Durante estos días, Néstor K viajó a La Rioja y participó de un homenaje al obispo Angelelli, asesinado en esa provincia, asesinado impunemente porque ni por asomo se buscó algún culpable ni nadie (salvo los sectores populares que política y religiosamente lo seguían y lo amaban) se ocupó de la cuestión salvo para oscurecerla: se habría tratado de un “accidente”. K fue claro: a Angelelli, dijo, lo mataron, lo asesinaron por decir la verdad y creer en la justicia. Aquí, el político (K en este caso) se mueve en la zona de la política-pureza. Cosa que hay que valorar altamente, ya que ningún presidente argentino se había tomado la molestia (porque es una molestia, y grande, y es también un riesgo) de decir esa caliente verdad: a Angelelli lo mataron.
Frente a esta postura de K están los profesionales de la insuficiencia: nada es suficiente. Dicen, entonces, “esos actos por los derechos humanos no eliminan la pobreza”. Lo cual es cierto. Pero no es menos cierto que los presidentes anteriores mantenían la pobreza y no hablaban (porque estructuralmente no podían ni querían hacerlo) del asesinato de Angelelli. Tampoco nadie de la oposición a K hablaría de la cuestión. Porque no les interesa. Porque a Angelelli lo mató la dictadura y Angelelli “huele a subversión”. Reivindicarlo también. ¡Vaya a saber cuántos aliados, cuántos capitales pierden! K no. K viaja a La Rioja y ahí (en la tierra del Anticristo, en esa tierra que también dio a luz un cura santo) habla del asesinato de ese hombre sencillo, devoto pero ideologizado, con una clara opción por los pobres. Desde esta opción sería interesante ver qué le diría hoy Angelelli a K. Probablemente: “Le agradezco que diga la verdad sobre mi muerte, Presidente. Le agradezco que desde el Estado usted diga que me asesinaron. Pero, Presidente, mis pobrecitos, los pobrecitos por los que luché y morí siguen pobres”. Y que nadie crea que Angelelli se sumaría a los rezongones de la insuficiencia. No: reconocería la importancia inédita del acto de K. Pero se trata de un cura con alma y no con dogmas y relumbrones de riqueza. Se trata de un pastor de almas, de un pastor de pobres, de abandonados. Peticionaría, entonces, en nombre de ellos: “Mis pobrecitos, Presidente, siguen con hambre”. Aquí, el presidente-pureza podría decir: “Es una deuda que tengo y pronto voy a pagar”. Angelelli diría: “Esa deuda es ahora. Si no se paga ahora es como si no se pagara nunca. Porque el hambre es ahora”. Aquí, el presidente-pureza se transforma en el presidente-pragmático. Le diría que está en medio de una lucha enorme y acaso pestilente, pero necesaria. Que está, le diría, luchando por el dominio del aparato del PJ. Que está en campaña. Que hay elecciones y él tiene que ganar, tiene que llevarse todo lo que pueda del aparato. Supongamos (supongamos) que Angelelli le dice: “Vea, Presidente, cuando usted tenga todo ese aparato que le va a quitar a su rival, cuando todos esos hombres sean suyos, no viene más por acá. Si viene será porque los echó. Si los conserva se queda en Buenos Aires con ellos. Sabe, no se puede gobernar para los santos con la tropa del demonio”. Sin embargo, el presidente-pragmático (que lo sabe) cree que él sí va a poder. También Perón lo creía. Era el campeón de los presidentes-pragmáticos: “A todos estos me los pongo en el bolsillo y después los conduzco. Conducir es conducir el desorden. Cuando se hacen dos bandos peronistas yo hago de Padre Eterno. No me comprometo con ninguno y conduzco a los dos”. En junio de 1973 hubo dos bandos peronistas. El Padre Eterno se murió en menos de un año. Lo aniquilaron las contradicciones. El presidente-pragmático le dice al presidente-pureza que la pureza es imposible. Aquí entra la teoría de las manos sucias. El pragmático se encoleriza con el puro. Le dice que la ve fácil. Que es fácil estar “afuera”. Que lo difícil es lo otro. Darle la cara al enemigo. Ensuciarse las manos. El puro no se las ensucia nunca. Lo difícil es meter las manos en la mismísima mierda. Si el Aparato es eso y si en ese terreno reina el enemigo, habrá que encenegarse ahí y darle lucha. El puro dirá que no bien las manos se ensucian ya no vuelven a ser las mismas. Que encenegarse con el enemigo es aceptar su estética y su ética de lucha. Que se quería otra cosa: otra ética y otra estética. Se quería estar afuera. El pragmático le dice que el poder está adentro, que hay que luchar por él. Arrancárselo al enemigo. El puro dirá que ese poder es el poder de siempre. El que vinimos a combatir. Lo peor que te puede pasar será que te ganes todo. Te seguirán un año y no mucho más. Luego te clavarán puñales y volverán a ser lo que son: mercenarios, cazadores de dinero y de poder. Y vos te vas a quedar solo. Sin los de antes y sin los que te conseguiste después. El puro le pregunta si recuerda a los “de antes”. “Eran”, dice, “los que querían, desde afuera, crear algo nuevo”. Eso no se puede, dice el pragmático, es una bobería de conciencias limpias como vos. Valgo mucho más yo, insiste, porque arriesgo mi moral, ensucio mi conciencia, pero le saco poder al enemigo. El puro se encrespa y hasta recurre a un lenguaje sucio y violento: “¿Para qué querés tener la mierda? Si tu poder viene de la mierda no te va a servir. Al menos para ninguna de las causas por las que propusiste luchar”. “Necesito ese poder”, dice el pragmático. Y agrega: “Sos demasiado puro para entenderlo”. “¿Angelelli también?” “También.” “Será por eso que lo mataron. ¿Te fijaste que matan más a los puros que a los pragmáticos?” Esto le duele al presidente-pragmático. Le duele en serio. Es que el presidente-pragmático vive cuestionado por el puro. La batalla pureza-pragmatismo se da sin cesar en su conciencia o, si se quiere decirlo así, en su corazón. El puro arremete: “No necesitás ese poder. Necesitás destruirlo o contenerlo y crear otro. Con cuadros nuevos, con tipos nuevos que todavía tengan ideales. Algunos vas a encontrar. Si te volvés pragmático, si dejás de ser el que eras, no lo vas a entender. O te vas a olvidar de que era en eso que, sobre todo, creías”.
Cierto es que el costo social de la batalla aparatista del presidente-pragmático es alto. La política basura no es patrimonio de la Argentina. Está en todas partes. Casi se ha identificado con la política en sí o, sin duda, con la imagen que los pueblos tienen de ella. Aquí, el costo es elevado. Venimos de una etapa de grave desvalorización de los políticos. Ya se sabe: “Que se vayan todos”. Los dos primeros años de K recuperaron, para la gente, la confianza en la política y fortalecieron la democracia. Por el contrario, este show del todos contra todos, este alboroto de palabras injuriosas y chicanas, esas fotos en que se mezclan quienes creímos jamás se iban a mezclar, todo eso arruina todo. Las imágenes pueden destruir sin piedad. A veces se vota o se sigue a un Presidente porque uno confía en que jamás lo verá en una misma foto con Fulano o abrazándose con Mengano. Sí, claro: ¡las manos sucias! Este pueblo está harto de las manos sucias. Sigue viendo la política desde afuera como un arreglo entre una casta que hoy dice algo y mañana lo contrario. Hoy son enemigos, mañana se abrazan. El que sostenía, en la obra de Sartre, la teoría de “las manos sucias” era un burócrata estalinista. Así le fue al estalinismo. Así le fue a la Unión Soviética. La política (aquí y en todas partes) se muere por falta de ética. El presidente-pragmático (el de estas líneas) lo sabe. Porque en él habita –entre borrascas de estiércol que aprendió a tolerar– el puro. ¿Cómo podríamos llegar a un final abierto? Supongamos que el presidente-pragmático le dice al puro: “Dame tiempo. Gano esta batalla y hago lo que me pedís”. “Cuidate mucho”, dice el puro, “Si ganás esta batalla te van a rodear tantos canallas que vas a tener quegobernar para ellos.” El presidente-pragmático no contesta. Se queda en silencio, pensativo. “Quedate cerca”, le dice al puro. “Para qué.” “Para decirme lo que me decís. Para que alguien, vos, todo el tiempo, me diga lo que nadie me dice, lo que ya empezó a molestarme: la verdad.” Y se mete otra vez en la basura.

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