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El país|Sábado, 20 de agosto de 2005
PANORAMA POLITICO

Razones

Por J. M. Pasquini Durán
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Cualquier expansión económica no beneficia la vida del pueblo. Durante los mejores años del menemato las tasas de crecimiento anual eran fenomenales, pero el carácter selectivo de la distribución determinó que la pobreza fuera extendiéndose como la mancha de petróleo en el agua. Tampoco garantizan la popularidad del Gobierno: en la actualidad la economía peruana sigue creciendo, pero en las encuestas de opinión el presidente Alejandro Toledo figura con el ocho por ciento de apoyo. No es que la suerte de la macroeconomía sea de poca importancia o que la mayoría popular no comprenda sus ventajas o le resulte indiferente, pero su verdadero valor social se mide por la manera en que se reparten los beneficios. Mientras en el país cien mil personas reciban ingresos iguales a los de otras veinte millones, mientras por cada peso que reciben los más pobres les toque ocho mil a los más ricos, según los datos de la consultora de Artemio López, la incomodidad social seguirá perturbando la vida cotidiana de la República. Parece increíble que una situación tan diáfana sea ignorada con terquedad por los que reclaman que el Gobierno meta bala a la protesta callejera o que martirice a los huelguistas de los hospitales y las escuelas. Incluso los que, desde el “sentido común”, piden orden, suelen olvidar que esta semana se cumplen las setecientas marchas semanales de los jubilados y pensionados que reclaman lo que nunca recibieron y supieron ganarse en buena ley, trabajando.
Durante la década pasada, a medida que disminuía la influencia de los adoradores del mercado crecía la convicción acerca de la repercusión que tienen en el desarrollo económico los factores políticos, sociales y culturales, es decir los no económicos. La derecha, con pocas excepciones, sigue aferrada a la doctrina de los años ’90 y debido a su influencia en el mensaje mediático logra que las noticias de la economía sigan predominando en el repertorio de las informaciones diarias. En ese turbión de estadísticas económicas unos celebran que descendió la tasa de desempleo al 12,1 por ciento, según informaciones oficiales, mientras que otros replican que en estos primeros siete meses la remarcación de precios produjo 668.288 indigentes y 893.282 pobres, de acuerdo con la contabilidad de la CTA (Central de Trabajadores Argentinos).
En Brasil, donde hoy las cuentas son más importantes que nunca para juzgar la suerte del gobierno de Lula, los que se niegan a aceptar que el líder del PT sea la cabeza de la nueva derecha, ¿dónde marcan la diferencia? En tres áreas políticas: las relaciones exteriores, la educación y la cultura. “Son por lo menos tres elementos de ruptura con la política liberal y pro estadounidense del gobierno FHC (Fernando Enrique Cardoso)”, escribe Emir Sader. Los que opinan igual sostienen que las críticas de la derecha no buscan la derrota de Lula sino la derrota de la izquierda con todas las implicancias que se derivan a corto y largo plazo, aunque reconocen que la corrupción y la inmoralidad ya no son exclusivos de la derecha por lo que la vigilancia ética tiene que ser una actitud permanente de la izquierda. En resumen: aunque Brasil es territorio de enormes desigualdades sociales la disputa por el poder es de neto perfil político, como debe ser.
A cada rato en el mundo, a pesar de la economía “globalizada”, los mayores retos tienen densidad política. Casos tan diferentes como el cese voluntario de la lucha armada del IRA en Irlanda, el desalojo forzado de los colonos judíos de la Franja de Gaza por decisión del gobierno de Israel, las pujas internas en Irak por el texto de la nueva Constitución nacional en el marco de la violencia extrema o la reaparición del subcomandante Marcos en México con juicios de valor acerca de lo que significa ser izquierda en ese país, por citar episodios recientes de resonancia internacional, todos ellos indican que las razones políticas recuperan peso específico en la toma de decisiones por sobre otras consideraciones que eran determinantes en la época de la hegemonía del neoliberalismo a finales del siglo XX.
En las coyunturas electorales no son las razones políticas las que se potencian sino la desenfrenada captura de votos, lo que más de una vez nubla el buen juicio de tirios y troyanos. Así, las autoridades miran con redoblada desconfianza cualquier turbulencia que pueda desanimar a los votantes, sin que la razón le alcance siempre para separar la paja del trigo. En simetría opuesta, cualquier militante social sabe que el valor de los votos cotiza mejor las demandas y proyecta los tumultos más allá de su alcance real, por lo que algunos aprovechan la ocasión para alborotar a paso redoblado. Es el juego que permite la naturaleza democrática que en ningún caso debería ser dramatizado, como pretenden los que quieren llevar agua al propio molino amplificando el barullo, sobre todo en una campaña electoral tan pobre como la actual, en la que se cuentan más los improperios cruzados que las buenas ideas para el bienestar general. Si bien es innegable las dificultades de cada ciudadano para elegir alguna diferencia en esta monótona llanura de partidos, ojalá la conciencia cívica alcance para hacer a un lado la superficialidad de la campaña y acudir a las urnas porque a nadie debería dejarlo indiferente la composición de las instituciones de gobierno.
A veces, los imprevistos tienen impactos en la política que ningún propósito deliberado hubiera conseguido. El caso emblemático, por supuesto, es el de la tragedia de República Cromañón, con todas las consecuencias conocidas. En otro plano muy distinto podrían anotarse también la flamante renuncia del obispo Juan Carlos Maccarone, titular de la diócesis de Santiago del Estero pero con una personalidad pastoral y política que lo proyectaba al plano nacional. No en vano estuvo involucrado en la Mesa del Diálogo y fue anfitrión del Presidente de la Nación que eligió desplazarse hasta esa provincia desairando la tradición unitaria de celebrar el Tedéum patrio en la Catedral Metropolitana. Maccarone era una de las cabezas políticas más completas en el conjunto episcopal, y en los esquemas simplificadores de los que siguen las internas eclesiales solía aparecer como la figura de réplica de otro hombre político, el cardenal Bergoglio. Con esos antecedentes hace pocas horas fue renunciado por decisión del Vaticano, a los 64 años de edad cuando los obispos se retiran a los 75, por motivos personales que no se han explicado en la información oficial hasta el momento.
Es posible, sin embargo, que en los próximos días no falte quien pretenda colgarse de la oportunidad para usarla con otros fines, en especial los que tratan de meter cuña en las relaciones de la jerarquía católica con el gobierno de Kirchner. Es lo malo y lo bueno de las disputas políticas, porque se utiliza lo sórdido y lo admirable con la misma soltura, pero la libertad tiene una clara ventaja: la última palabra la tiene el ciudadano.

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