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El país|Domingo, 21 de agosto de 2005
LA DESMEDIDA REACCION ANTE LA PROTESTA SOCIAL

El acampe y los sordos ruidos

El acampe en la Plaza de Mayo desató una serie desmedida de críticas, ni inocentes ni proporcionadas. Un repaso de lo que se dijo y de sus porqués. La política del Gobierno, sus logros y sus topes. La invectiva presidencial y un cambio de rumbo. La táctica oficial en el Garrahan.

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Opinion
Por Mario Wainfeld

Mil quinientos efectivos policiales controlan, con ostensible aspaviento no exento de helicópteros, cómo se desaloja la Plaza de Mayo. Son bastantes más uniformados que las huestes que preparó San Martín para luchar en San Lorenzo, quizá las quintuplican. Los manifestantes recogen sus carpas, barren un poco la plaza, limpian, queman basura a un costado. Un canal de noticias enfoca la basura que arde sin mayor novedad. La cámara lo enfoca a ras de piso, de modo tal de distorsionar las proporciones. La modesta fogata parece inmensa, los edificios remotos empequeñecen, un espectador distraído podría suponer que se está transmitiendo desde la Roma imperial, en un día neronista. Un par de bomberos manguerean la pira, que se extingue en cosa de segundos. Todo un anticlímax, el director busca otras imágenes.
En tanto, muchos manifestantes bajan las escaleras del subte. No van de casa al trabajo y del trabajo a casa, porque trabajo no tienen. Pero su pacifismo es palmario.

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Ningún estudio económico, de derechas o de izquierdas, ha acreditado que los cortes de calles o de rutas hayan frenado la actividad económica en los últimos años. El PBI ha crecido, las exportaciones son record, la capacidad instalada ociosa propende riesgosamente a cero. Los capitales extranjeros golondrina matan por venir a Argentina, atraídos por la ecuación que podría propiciarle la ecuación dólar fijo-bonos ajustados con la inflación. Tan es así que el Gobierno debe cerrarles la puerta, como puede. Cierto es que los tienta menos la inversión productiva, pero eso ocurrió siempre, aún en el agosto de la convertibilidad.
Un lamentable episodio de violencia en el Chaco revela por comparación que la protesta cotidiana es muy mansa en sus resultados. La Capital de los argentinos es una ciudad crispada donde abundan muertes banales en accidentes de tránsito. Los conductores de autos, taxis y colectivos suelen manejar como gamberros. La prioridad en bocacalles para el que viene por la derecha no es (meramente) desacatada sino ignorada de modo olímpico. La limitación para el uso de bocinas es desoída por todos. Los vidrios polarizados están de moda y proliferan en rodados ABC1 especialmente.
La protesta social agrega a ese espacio exasperado un espantajo sencillito. La crónica mediática es despiadada con los piqueteros, pero tiene que hurgar mucho en los archivos para encontrar algunas piñas, muchas menos que las que registra la crónica de cualquier fin de semana futbolero. Seguramente menos que las que se ven entre plateístas de fútbol o de rugby. Posiblemente muchas menos que las que ocurren entre ciudadanos con auto cuando chocan. Un clasismo feroz, apenas encubierto, configura datos falaces, incorroborables, enumerados de parado.

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Dos periodistas discuten en un canal de aire. Uno de ellos justifica la necesidad de los piqueteros de salir a las calles. El otro asegura que en ningún lugar del planeta ocurre lo que en Buenos Aires. Cuando se le pregunta qué podrían hacer para lograr visibilidad propone que reclamen como todo el mundo, en su lugar de trabajo. No aclara si deberían hacerlo en el lugar del trabajo que perdieron o en alguno virtual que los espera en el futuro.
Una movilera radial reportea a dos turistas extranjeros, en plena Plaza de Mayo. Los inquiere sobre si están sorprendidos. Una turista la decepciona. En un castellano forzado, simpático y visiblemente bien humorado, comenta que les habían avisado que había movilizaciones y vinieron a verlas. La reportera, insiste, quiere saber si los visitantes están asustados. No hay tal, replica la turista, que luce encantada. La gente, chapurrea, le parece amigable, pacífica. La movilera apura la entrevista y vuelve a estudios centrales.

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Un diario tradicional, que no mosqueó durante el terrorismo de Estado, habla de ciudad sitiada. Dos o tres cortes estratégicos incordian lo suyo pero no parecen habilitar la desmesura. La derecha mediática y la política le piden al Gobierno que resuelva el entuerto. Tres caminos básicos le quedan al oficialismo de cara a una protesta decidida, minoritaria, encuadrada.
El primero es orar para que alguna divinidad bien predispuesta disuelva las marchas de buen grado. Un criterio de improbable eficacia, dudosamente consensuable en una sociedad laica.
El segundo es acceder a sus reclamos, algo que “la gente” no banca ni ahí.
El tercero es reprimirlos. La derecha política y mediática no dicen la palabra, fatídica en términos de consenso, pero a eso aspiran, con desparpajo.
El Gobierno ha reducido el predicamento de las organizaciones de desocupados, con un haz misceláneo de políticas que (sin agotar la nómina) incluyen la relativa mejora en el mercado de trabajo, la cooptación de dirigentes, una política social asistencialista pero generosa en recursos. La acción oficial, que privilegiaba la sabia decisión de no reprimir, fue bastante eficaz respecto de sus objetivos. Por una vez, el diagnóstico promedio es correcto. La convocatoria de los grupos piqueteros es menor que hace dos o tres años, mientras se acentúa el encuadramiento en partidos de izquierda. El aislamiento político es bastante grande, los modos de la protesta encrespan a los sectores medios que, en general, guardaron la cacerola en el ropero.
En tanto, ocurren un par de fenómenos que merecerían mayor atención. El más llamativo es que el peronismo 2005 (que tiene plata y reflejos veloces) no consigue del todo que los desocupados se sientan representados por el Gobierno, por el PJ, por los intendentes. El segundo es un desplazamiento de los liderazgos en partidos de izquierda en los que los jefes del movimiento social compiten con (y muchas veces priman respectode) cuadros políticos más convencionales, menos cercanos a una base social.
En líneas generales puede decirse que, frente a los reclamos piqueteros, el Gobierno tuvo más sensatez y más razón que sus antagonistas de derecha. La gobernabilidad permisiva con la catarsis social no derivó en el “caos” tantas veces anunciado sino en un debilitamiento del movimiento de desocupados. Claro que éste no desapareció y cambió su táctica. La de la semana pasada fue promover movilizaciones de fuerte peso simbólico, en procura de compensar su visible descenso numérico, respecto de 2002 o 2003. El acampe en Plaza de Mayo es muy visible y puede ser irritante, pero no excede la lógica de una movilización pacífica.
Atisbando una oportunidad en la tirria de los porteños, Mauricio Macri pide cárcel para Raúl Castells y Luis D’Elía, pasando por alto que ambos están siendo juzgados y no tienen condena. El Gobierno siempre pensó distinto al (hijo del) empresario y más valdría que siguiera haciéndolo.
El Presidente acusó a piqueteros y partidos de izquierda de ser funcionales a la derecha. Su argumento es atendible, a condición de no transformarlo en una teoría conspirativa. Es lógico que derechas e izquierdas tengan interés en sobredimensionar el acampe o el corte del Puente Pueyrredón. Pero lo tienen por razones diferentes, hasta polares. De ahí a suponer, como algunos conspicuos ocupantes de la Rosada, que existe una suerte de conjura entrambos hay un abismo que sólo un exceso de paranoia puede saltear.
Tácticamente, es opinable que al Presidente le convenga polemizar mano a mano con fuerzas minoritarias de izquierda y con un delegado de base de un hospital. Pero ese es el rumbo que eligió Néstor Kirchner, quizá motivado por las malas ondas que propaga la Capital de cara a las elecciones de octubre.

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Una primicia propone Página/12 a sus lectores. Ahí va. La Constitución no contiene la sonada frase “los derechos de uno terminan donde empiezan los de los demás”. La Constitución es discutible desde varios enfoques, pero cabe reconocerle que no cae tan bajo, predicando huevadas sonoras pero despojadas de sentido. Los derechos democráticos coexisten en permanente conflicto. No encastran como un rompecabezas o un juguete didáctico para infantes. Sus límites son imprecisos, mutantes, sujetos a tensión y evaluación permanente. El sistema democrático propone mecanismos de negociación permanente y eventuales decisiones a través de poderes públicos.
Y un bonus para los que hablan de choque entre el derecho de trabajar (de “la gente”) y el de peticionar (de los desocupados). Los que salen a la calle no sólo tienen derecho constitucional a reclamar, también a trabajar algo que el actual sistema no les permite.

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El conflicto del Garrahan también enardece al Gobierno, posiblemente tributando más a su repercusión que a su cabal peso relativo. Kirchner le dedicó unos párrafos de su invectiva del viernes, desandando lo que había sido un persistente silencio oficial en los días previos.
El discurso presidencial puso a Gustavo Lerer en el centro de la escena. Kirchner usó la expresión “ultraizquierda” para designar al partido en que milita Lerer, siendo que se trata de una fuerza aceptada legalmente. Ciertos vocablos, de infausta memoria, deberían ser radiados del debate democrático.
Volviendo al núcleo, el eje de la acción oficial contra los huelguistas es político. La vía judicial sigue tramitándose, pero no tiene cara de ser muy propicia para la patronal y el Gobierno. Las intimaciones cursadas a los huelguistas son muy vulnerables desde el punto de vista legal, al menos por dos motivos. El primero es que se cursaron bajo apercibimiento de despido, lo que es un dislate, porque el personal no médico tiene relación de empleo público y no de dependencia. Así las cosas, no puede despedírselo sin sumario previo, ni aún pagándole indemnización, como sí podría tentarse en el régimen laboral común. Por añadidura, las autoridades del Garrahan intimaron a todos los huelguistas, siendo que (en el discutido supuesto que tuvieran razón en sus acusaciones) las sanciones sólo podrían concernir a quienes hubieran violado la obligación de cumplir con las guardias mínimas.
El pésimo planteo legal de la patronal hace menear orondas cabezas en Gobierno. La falta de cuadros jurídicos en la administración hospitalaria (el Garrahan salió corriendo a contratar un estudio jurídico asesor) es un coletazo más del desguace del Estado, que en este caso conspira contra su (desmedido) afán sancionatorio.
La intención de la Rosada es aislar políticamente a los reclamantes, poner de manifiesto su disenso con otros trabajadores, arrinconar a ATE para que se despegue definitivamente de la comisión interna. La aparición de grupos de empleados del Garrahan que cuestionan a los huelguistas es una señal en ese sentido, que el Gobierno espera se profundice en las próximas horas, en las que piensa mantener cerrada toda alternativa de renegociación.

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“Si su vida está en riesgo, profesor, no dude en volver. Su tesis es importante pero no vale tanto. Una ciudad sitiada por una izquierda feroz es demasiado. Respóndame cuanto antes, por favor.” El decano de la Facultad de Sociales de Estocolmo está contrito pensando en el pellejo de su pollo, el politólogo sueco que hace su tesis de posgrado sobre Argentina. Lejos del temor, a un par de cuadras de Plaza de Mayo, nuestro hombre comparte rabas y un blanco del país en un restaurante español. La pelirroja progre está de buen humor y de mejor apetito y hasta le ha prometido acompañarlo el domingo a ver a Boquita a cancha de Lanús, en el conurbano, escenario de la madre de todas las batallas.

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La depresión económica disciplinó a los trabajadores, la reactivación naturalmente los insubordina. El conflicto volvió para quedarse y sus modos de expresión seguramente serán algo jacobinos, agresivos, como acostumbran ser la política y la vida cotidiana en los grandes agregados urbanos de este país.
La desmesura, la intolerancia, el clasismo con que buena parte del espectro político y mediático tratan a los reclamantes y al Gobierno no debería impregnar a éstos. Los trabajadores, ocupados o no, y el oficialismo tienen un interés común –no siempre percibido–, que es permitir la continuidad de la protesta pacífica, que es consustancial a la puja distributiva.
El ruido callejero molesta a unos cuantos (y eventualmente puede ser excesivo) pero bien mirado es un síntoma de salud.

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