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El país|Miércoles, 9 de noviembre de 2005

Si el ALCA es a Latinoamérica lo que el Nafta a México, ay manito...

Las consecuencias para la sociedad mexicana del TLC con Estados Unidos son más exportaciones, más inversiones, pero campesinos más pobres, menos empleos y aumento de la emigración.

Por Raúl Dellatorre
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George Bush, padre de dos criaturas: del actual presidente de EE.UU. y del acuerdo comercial del Norte.
A juzgar por el entusiasmo que imprime Vicente Fox a la defensa del Area de Libre Comercio de las Américas, podría suponerse que el más importante precedente al tratado propuesto por Estados Unidos, el Tlcan o Nafta, le ha resultado ampliamente promisorio a su pueblo. No es lo que siente una gran masa de la población de su país (casi el 50 por ciento) que todavía vive en condiciones de pobreza tras casi doce años de vigencia del acuerdo, ni los analistas y académicos que, desde distintas vertientes, reconocen que los “éxitos” en materia de exportaciones y de inversión externa no se han traducido en mayor bienestar para la gente. Muy por el contrario.
El Tratado de Libre Comercio de América del Norte, por su condición de haber asociado a dos naciones del llamado Primer Mundo, Estados Unidos y Canadá, con un país en vías de desarrollo y ampliamente poblado como México, es el antecedente más valioso para medir el impacto que puede tener el ALCA para Latinoamérica. Medido en cifras macroeconómicas y sin entrar en detalles, los resultados tras su primera década de vigencia son notables:
- El intercambio comercial entre los socios se duplicó en menos de diez años, pero más aún en el caso de México, que aumentó en más del 200 por ciento sus envíos a Estados Unidos y Canadá.
- La inversión externa directa casi se duplicó en diez años.
- El 49 por ciento de la inversión extranjera va hacia la industria manufacturera.
- Las exportaciones petroleras representaban casi 70 por ciento de sus envíos al exterior hasta 1993; diez años después rondaban el 10 por ciento, habiéndose diversificado hacia la industria automotriz (23 por ciento) y la de equipos electrónicos y aparatos eléctricos (30 por ciento).
- De 13 terminales automotrices instaladas hace una década, pasó a tener 30.
El sueño del desarrollo infinito que prometía venir con la apertura del mercado estadounidense no fue, para la mayoría, más que eso: un sueño. Informes de la BBC de Londres y de la Universidad Autónoma de México coinciden en señalar que ni los agricultores recibieron los beneficios de la eliminación de restricciones comerciales, ni los habitantes de las grandes ciudades tuvieron a disposición bienes de consumo más barato, a pesar de la inundación de productos importados.
Junto con los índices de exportación, creció a niveles antes desconocidos el índice de emigrados. Cinco millones de campesinos dejaron sus tierras para irse a las grandes ciudades de México o directamente a Estados Unidos, las más de las veces en forma ilegal. Entre los que se quedaron en el campo, el 70 por ciento vive en condiciones de pobreza. Pero tampoco en la ciudad gozan de los beneficios del Tlcan: en sus primeros diez años de vigencia, los precios de la canasta básica crecieron 257 por ciento, y la floreciente industria manufacturera contaba 10 por ciento menos de puestos de trabajo que al inicio de ese período.
¿Efectos no deseados? Difícil medir los deseos íntimos de sus impulsores, pero en realidad los resultados del modelo de crecimiento adoptado no podrían haber sido otros. Alberto Arroyo Picard, maestro en Sociología de la UNAM, puntualizaba en un reciente trabajo que la paradoja entre “un fuerte sector exportador de manufacturas y un crecimiento muy pobre, que genera pocos y malos empleos, es consecuencia del poco contenido mexicano que incluyen: dichas exportaciones están desconectadas de las cadenas productivas mexicanas”. Es decir, muchas nuevas plantas, en general de capitales extranjeros, pero que detrás de su cáscara no son otra cosa que armadurías de partes importadas, que entran sin aranceles ni regulación alguna, para exportar el producto final con enormes ganancias, gracias además a una mano de obra escasa y barata.
México se convirtió así en el octavo productor de autos del mundo, pero las ventas de sus filiales tienen por destino la casa matriz de la misma compañía u otra de sus filiales en el mundo. Las multinacionales administran la producción, ignoran al mercado interno y el medio ambiente y no tienen la más mínima regulación o control del país que los recibe, porque el Tlcan lo impide.
Pese a las evidencias, Fox insiste en subrayar los “logros” de haber integrado a México al “mercado regional más grande del mundo” y se ufana de ser el segundo “socio comercial” de Estados Unidos, después de Canadá. Que lo disfrute, pero que no nos condene, ALCA mediante, a compartir su suerte.

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