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El país|Sábado, 18 de febrero de 2006

La crispación de la política

Por Luis Bruschtein
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La votación por la reforma del Consejo de la Magistratura y los revuelos que se producen en el juicio político a Ibarra preanuncian el retorno de la política de sus vacaciones. En un trajinar que se ha convertido en rutina, cada quien vuelve a ocupar su lugar, su esquema, sus discursos, que por tan presupuesto que ése debe ser el juego de oficialismo y oposición ya emana un tenue perfume a descolocado. Es tan estructurado que parece desligarse de las expectativas y las necesidades de la sociedad.

Es probable que no haya otro, que la política sea así y haya que resignarse a repetir un esquema de oficialismo y oposición casi idéntico al que se cristalizó en los años ’90. Fue una década donde el paradigma neoliberal resplandecía con una potencia imparable y donde el oficialismo de ese momento no hizo más que montarse en él y dejarse llevar por sus rasgos más esquemáticos y extremistas de privatizaciones, convertibilidad, ajustes, aperturas y flexibilizaciones laborales sin dejarse penetrar por la más mínima observación opositora.

Un esquema tan cerrado, con un manejo rígido en la construcción del poder político, llevó a que la experiencia neoliberal en Argentina fuera pura y salvaje como en ningún otro lado, se tratara del Chile de Pinochet, donde nunca se privatizó el cobre nacionalizado por Salvador Allende, o el México del tratado de libre comercio con Washington, donde nunca se privatizaron el petróleo ni el agua.

Ese modelo blindado dio forma a una práctica opositora a su medida. Un bloque donde uno hace lo que se le ocurre y el otro se opone a todo, con un sustrato en la sociedad que era coherente más o menos con ese antagonismo. Ese juego de posiciones tuvo cierta legitimidad hasta que la oposición ganó el gobierno para hacer lo mismo que antes había hecho el menemismo.

El peronismo hizo con Menem lo que siempre había combatido y la oposición al menemismo recorrió ese mismo camino: hizo lo que le había criticado a Menem. Y en el 2001, el famoso teorema de Baglini, sobre la dureza de las posiciones según la distancia del poder, se llevó puesto al sistema de representación política, desprestigiado, distante de la sociedad y en crisis total.

La situación cambió, no es la misma de los años ’90. Se pueden hacer valoraciones distintas y hasta opuestas sobre el cambio, pero no se lo puede negar. Sin embargo, se mantiene la misma inercia en el juego de oficialismo y oposición, impenetrable, acartonado y pomposo, sin circulación de ideas, sin debate, prescindible.

Los argumentos de uno y otro lado aluden a la crisis del 2001. Para el Gobierno, los partidos que protagonizaron la década anterior están en un proceso de decadencia que los aleja de la sociedad y, por lo tanto, el diálogo no es necesario. Por el contrario, los visualiza incluso como piantavotos. Para la oposición, la forma de recuperar credibilidad es actuar una oposición dura, principista y no negociadora.

Son razonamientos atendibles, pero el resultado es que nadie le lleva el apunte a nadie en un diálogo de sordos donde no hay resultante enriquecedora ni complejidad que exprese necesariamente a una sociedad más laberíntica y multifacética. La sociedad argentina no está reflejada por dos bloques cerrados que monologan. Y si el sistema político no refleja a la sociedad, no sirve.

Pero también están los argumentos que tienen que ver con las construcciones políticas. Porque el 2001 y el “que se vayan todos” existió y fue una tormenta sobre los partidos. Argentina no tiene fuerzas políticas que den cuenta de la sociedad. Lo que tiene a duras penas son listas electorales y protopartidos. Porque ni el kirchnerismo, el ARI, el macrismo ni el Encuentro de Rosario son fuerzas políticas propiamente dichas, institucionalizadas, con identidad, organización y representaciones nítidas. Necesitan crearse como tales, crecer, delimitar sus fronteras y generar juego interno. Y el radicalismo y el PJ han quedado reducidos a su mínima expresión o dispersos en un archipiélago de liderazgos y con tendencias centrífugas.

En décadas anteriores se sabía qué representaban el radicalismo, el peronismo, el socialismo, los conservadores o los liberales. Tenían una vida interna estructurada, se sabía lo que proponían y lo que los diferenciaba y cómo actuarían en el gobierno o en la oposición. Y la sociedad, mayoritariamente, estaba involucrada en ese mapa.

En este ciclo el kirchnerismo, el ARI, el macrismo-PRO y el Encuentro de Rosario son fuerzas nuevas que tienden a monopolizar la escena relegando las propuestas tradicionales. Pero el kirchnerismo es una galaxia de agrupamientos y posiciones convocadas por la acción de gobierno o por el poder en sí mismo. Nadie sabe cómo se hace para impulsar una propuesta, qué vía interna recorre para delinear una acción. Tiene más inorganicidad que el viejo e inorgánico, por definición, movimiento peronista. El ARI, que logró un caudal electoral respetable, tiene sin embargo un núcleo orgánico diminuto con ausencia en varias provincias y aglutinado principalmente por el fuerte liderazgo de Elisa Carrió. El centroderecha trata de reunir sus cacicazgos en el macrismo-PRO-partidos provinciales, pero también es una nebulosa. Y la propuesta de centroizquierda opositora del Encuentro de Rosario nunca termina de concretarse.

Se decía que iba a pasar, pero ahora que está pasando, pocas veces es un dato del análisis político. En Argentina, las fuerzas políticas están en proceso de creación o de transformación. Es una situación atípica donde las herramientas todavía son rudimentarias y están incompletas.

Cualquiera diría que ese génesis caótico transmitiría un efecto similar al juego político. Pero es al revés, lo hace más rígido, tosco y esquemático porque estas fuerzas hacen política al mismo tiempo que se crean a sí mismas. Entonces necesitan generar liderazgos fuertes, remarcar los rasgos de identidad más nítidos, proyectar sus trazos más gruesos hacia la sociedad, demarcar hasta la exageración los límites que las separan y castigar el disenso interno que se hace público.

Así el oficialista se hace hiperoficialista y el opositor, hiperopositor. Porque la apertura, la circulación de los discursos, ideas y cosmovisiones deberían romper ese esquema rígido que se juega en la actualidad entre oficialismo y oposición. Pero también tendría que darse en el oficialismo para reflejar la variedad de afluentes que lo integran. Y lo mismo dentro de la oposición. Cuanto más monolíticos intentan mostrarse alrededor de principios democráticos o populares, lo que transmiten en realidad es un tufillo autoritario.

Nadie está exento de la tentación autoritaria, pero sería más ajustado leerlo como que cada quien sobreactúa su rol, no por necesidad del debate en sí, sino por las urgencias de su proceso de conformación. Podría haber una inclinación al autoritarismo en todas las fuerzas políticas si esta fotografía se congelara y no se diera un proceso fluido hacia su institucionalización. Pero, si bien los liderazgos son fuertes y hasta indiscutidos, ninguno lo es tanto, ni siquiera en el oficialismo, como para reemplazar ese proceso, que no tiene por qué ser igual para todos, pero que tiende a garantizar estabilidad y continuidad de un proyecto. Mientras ese proceso se demora, cada debate es presentado por sus protagonistas como el principio de la historia o del apocalipsis, según del lado que juegue. Así se han planteado los debates sobre el Consejo de la Magistratura y el juicio político al suspendido jefe de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires. En contrapartida, el nivel de crispación a que han llegado esas disputas alimentó gloriosamente a los medios de comunicación, pero no tiene ninguna relación con la actitud con que la sociedad los sigue casi en un rol de espectador pasivo. En el primer caso, sin entender la intransigencia y la intensidad y, en el segundo caso, con la desconfianza cada vez más pronunciada de que se esté utilizando una tragedia en función de intereses políticos. La crispación delimita los campos con nitidez. Pero al mismo tiempo, si lo que se busca es acercar la política a la sociedad, termina por alejarla más aún de ella.

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