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El país|Domingo, 2 de abril de 2006
LA RELACION ENTRE KIRCHNER, MOYANO Y LINGERI

Los compañeros de ruta

Moyano es un aliado con inusual margen de maniobra propio. Qué espera el Gobierno de él. Antecedentes de un ascenso. Cómo transitó Lingeri del ostracismo al premio mayor. Los tratos con los dirigentes y el espacio institucional de la CGT, dos carriles. Un pantallazo sobre la fragmentación de los trabajadores.

Por Mario Wainfeld
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A medida que fue prescindiendo de los servicios de Gustavo Beliz, Alfonso Prat Gay, Horacio Rosatti, Rafael Bielsa y Roberto Lavagna, el kirchnerismo fue consolidando una convicción: que no hay mejores compañeros de gestión que las gentes “del palo”, concepto éste cuyo alcance se acota andando el tiempo. El círculo de confianza del presidente tiene un diámetro muy corto y poco elongable. El reciente cambio de mano en el Banco Nación confirma esa tendencia. Antes de las elecciones se especulaba con que la trama de alianzas urdidas con gobernadores radicales tendría alguna traducción en el staff del gobierno nacional. pero no fue así. El tono pingüino se expande a medida que el Gobierno se fortalece. Los manuales de la política que sugieren que cuando se crece hay que abrir el juego no tienen muchos adeptos en la Casa Rosada.

Un sector o, mejor dicho, un grupo de dirigentes hace excepción a esa regla. Se trata de la primera línea de quienes comandan la CGT, empezando por su secretario General Hugo Moyano. Ningún colectivo del justicialismo ajeno al kirch-nerismo consiguió ocupar tantas posiciones escalafonarias o simbólicas en los últimos tiempos. Pedirle cargos a Néstor Kirchner suele ser una praxis muy desaconsejable, ya que la negativa sale por ventanilla con fritas. “El negro” acostumbra tener mejor suerte y varios de sus lugartenientes se encaraman en estratégicos cargos oficiales.

Moyano compartió cartel con Kirchner, Felisa Miceli y Carlos Tomada cuando se elevó el mínimo no imponible de Ganancias, siendo que el Presidente suele amarrocar el patrimonio simbólico de los anuncios “pro gente” para escanciarlo a su guisa entre los integrantes de su gabinete.

José Luis Lingeri, de quien ya se hablará un poco más en detalle, tuvo esta semana su bautismo de multitudes y un generoso blanqueo de su pasado menemista. Roberto Cirielli no es el único lobbista que integra el Gobierno (Ricardo Jaime y Carlos Bettini también lo son) pero sobrevive siendo uno de los más irritativos. Y, a diferencia de los otros, no es solamente “un hombre del Presidente” sino que también se encuadra con los compañeros aliados.

Tras un comienzo más ecuménico en el que también dialogaba orgánicamente con la Central de Trabajadores Argentinos (CTA), el Presidente se desencantó de Víctor De Gennaro y su afán de autonomía. Y se fue recostando en el savoir faire de la cúpula cegetista. Lejos están los tiempos en que Hugo Moyano, uno de los dirigentes que más cita a Perón en la intimidad o en charlas entre amigos, negaba con socarronería genuina prosapia peronista a Kirchner y sus allegados. Ahora, si lo hace, es en cónclaves más reservados. En paralelo, los recelos presidenciales respecto de Moyano han aminorado tanto que el titular de la central obrera accede a su despacho con bastante más asiduidad que la mayoría de los ministros. En la semana que hoy termina tuvo al menos dos largos paliques con el Presidente y compartió un confidente asado con Julio De Vido. Es mucho caudal en un equipo de gobierno que regula el manejo de su tiempo como un recurso para demostrar su poder.

El Presidente, dicen sus circunstantes más vecinos política y geográficamente, espera que Moyano sea cauce y dique para las negociaciones salariales que están en gateras. Esa apuesta tiene sus riesgos, que Kirchner conoce y supone que podrá capear. Moyano ha construido su prestigio haciendo gala de ser un defensor acérrimo de las reivindicaciones de su gremio y de su sector. Hace muy poco que comanda la CGT y hasta ahora su poder y el de su gremio han crecido bastante más que el del conjunto del movimiento obrero. La última movida de esta semana, acciones directas en OCA y Juncadella en pos de un aumento salarial del 28 por ciento, parecen inscribirse más en el tradicional perfil combativo de Moyano que en el sistémico secretario general a que aspira Kirchner. El tiempo dirá si las acciones fueron un desafío o un permiso concedido a un aliado que también debe validarse permanentemente ante sus afiliados. En cualquier caso, Moyano se permitió algo que Kirchner es muy hostil a propiciar o a convalidar: tener juego propio, imponerle la agenda al Presidente.

El desempeño del diputado Héctor Recalde, histórico asesor legal de Moyano, es también diferencial con sus colegas de bancada. Vale la pena advertir que lo es en un sentido positivo, ya que Recalde es casi el único integrante de la bancada del Frente para la Victoria que explicita tener pensamiento y proyectos propios, no discordantes con las líneas maestras de las tendencias oficiales pero no supeditados a los tildes previos de la Rosada. La Comisión de derecho laboral ha levantado una marejada de propuestas que la derecha mediática vernácula ha demonizado, como es de rigor. Ninguna otra comisión se ha permitido moverse sin proyectos emanados del Ejecutivo. Esa chatura de los legisladores oficialistas fue notoria en la semana del 24 de marzo, pues muchos diputados creían pertinente anular legalmente los indultos pero ninguno osó decirlo a viva voz. También es estentóreo el silencio de los legisladores que creen necesaria una reforma tributaria que el Gobierno parece haber relegado al futuro remoto y no se comiden a mencionarlo.

En ese marco, el accionar de Recalde es una rareza tan valorable (pues enriquece el debate público) cuanto significativa por su grado de autonomía en un contexto donde la disciplina y el silencio en público funcionan como sinónimos.

Aguas que lavan la cara

Kirchner y Moyano, ya se dijo, no se amaron a primera vista. Pero el Presidente siempre computó el consecuente alineamiento antimenemista del dirigente camionero. Para José Luis Lingeri las cosas fueron más peliagudas. Su condición de menemista le valió bolilla negra durante un buen tiempo. Meses le insumió conseguir que De Vido, siquiera, le concediera una audiencia. Pero la paciencia con que se fue reconvirtiendo germinó con un logro tan fastuoso como inmerecido, que es el peso que tendrá en la experiencia piloto de AYSA.

Lingeri entrará en el directorio de la sociedad como representante de los trabajadores accionistas. El Programa de propiedad participada se aplicó en Aguas Argentinas acaso de mejor modo que en otras empresas privatizadas, y es lógico que los trabajadores tengan su silla en el directorio y que sea su máximo representante quien la ocupe. Menos lógica es la continuidad de Carlos Ben, un aliado de Lingeri y un cuadro gerencial de Aguas Argentinas.

La necesidad de contar con el sindicato en la nueva etapa parece ser la explicación oficial. El Gobierno arriesga muchas bazas y tiene como talladores a dos noventistas cabales, lo que es un riesgo nada menudo. Quienes conocen a Lingeri destacan en su currículo una circunstancia impar: es uno de los dirigentes sindicales que ha llegado más alto representando a un sindicato de empresa y no de actividad. Siendo así, su conocimiento acerca de la empresa es muy grande, acaso incomparable, saber que puede utilizar para bien o para mal.

Lingeri y Moyano, dos estrellas en ascenso, no son hermanos de sangre. Se recelan desde hace años, conviven sospechándose y no pierden ocasión de regañarse mutuamente respecto de sus alineamientos pasados. Moyano le cuestiona el menemismo, Lingeri le endilga que en los ’90 no fue tan rebelde como pregona. Asistentes a quinchos sindicales relatan que hace pocos días, asado mediante, tuvieron un toma y daca de aquéllos.

La anécdota ilumina una hipótesis verosímil: las incorporaciones de sindicalistas al estrecho círculo áulico oficial no traducen un afán de sumar a la CGT. Kirchner sigue siendo muy bichoco ante lo que para su celosa pituitaria huela a “corporación”, y la central obrera no escapa a ese pundonor. Como lo hiciera con el movimiento de desocupados, el Presidente suma o coopta ( el lector dira) dirigentes o agrupaciones pero no les da acogida institucional. Por eso, el crecimiento del poder de Moyano o Lingeri no trae aparejado el funcionamiento regular del Consejo del Empleo, que podría ser una instancia orgánica de participación de la CGT en las políticas públicas. El Gobierno lo reactivará, seguramente dando el puntapié inicial este mes, pero lo hará funcionar lo menos posible. Y será del modo que más le place, más como un tentáculo del Ejecutivo que como una (cada vez más necesaria) instancia de concertación social.

Una clase fragmentada

Las negociaciones colectivas son un desafío enorme para el Gobierno, que aspira al mismo tiempo a garantizar una mejora en el ingreso de los trabajadores y a evitar que se espiralice la inflación. Manes de los tiempos, la paritaria testigo será la de los camioneros cumpliendo, con las variaciones del caso, el rol que antaño les cupo a los metalúrgicos. El emerger del transporte en la época de la destrucción del aparato productivo de la Argentina filodesarrollista es una huella del neoconservadurismo que, paradoja parcial, catalizó el crecimiento de Moyano.

El sindicalismo no sólo ha recobrado poder por la privilegiada relación de Moyano con Kirchner, que seguramente es más consecuencia que causa del cambio de escenario. El crecimiento económico, la borboteante recuperación de la actividad han jugado un papel esencial. La, ejem, correlación de fuerzas con la patronal es menos dispar que hace cinco o diez años. Ese relativo equilibrio explica la posibilidad de que existan aumentos importantes en el –ya hay que ir diciéndolo– minoritario sector de los trabajadores formalizados.

El universo de los trabajadores se ha reconvertido de modo feroz, inédito para las tradiciones argentinas. La segmentación del mercado de trabajo agrega un nuevo factor de desigualdad –esta vez interior a la clase– a una de las sociedades más desiguales del mundo. Los trabajadores “en blanco” (expresión coloquial cuya involuntaria pátina discriminatoria habría que subrayar) pueden pujar en condiciones de dignidad, se asoman al sorprendente mundo del pago de impuesto a las Ganancias, pueden sacudir el termómetro de la inflación. El respectivo mercado, en muchas áreas, está en condiciones lindantes a la del pleno empleo.

Los que cobran sin recibo y no tienen protección social viven, casi literalmente, en otro mundo. Los vasos comunicantes entre ambas realidades son entre escasos y nulos. La falta de capacitación de la mayoría de los informales les veda el acceso al planeta del trabajo digno. Su falta de recursos funciona como una frontera irreductible, los asimila más a una casta que a un sector de clase.

Contradiciendo textos canónicos, los informales sin conchabo no fungen como ejército de reserva de los trabajadores pertenecientes al sector dinámico de la economía. En términos más actuales, el consultor Ernesto Kritz explica en su habitual newsletter que “el desempleo remanente no presiona a la baja el salario de los sectores formales. Antes bien, éste pone un piso a la caída de los salarios en el sector informal”. Los que están afuera del auge económico reciben apenas un arrastre (por prescindir de la enojosa expresión “derrame”) de sus compañeros menos desdichados. Pero no son para ellos ni una competencia ni un sustituto, siquiera virtual.

Lo antedicho apunta a resaltar una carencia que comparten el movimiento obrero oficial y el Gobierno, que es la falta de políticas específicas y definidas para la enorme masa de argentinos alienados de la mayoría de los beneficios de un crecimiento chino.

Se ha puesto de moda, en buena hora, acercar la lupa a la injusta distribución de la riqueza. Vale la pena enriquecer el concepto agregando que, como también escribe Kritz, es asimétrica “la distribución social de las oportunidades”. Ni la tradición sindical argentina (con la honrosa excepción de la CTA, más allá de la crisis de identidad en que la sumió el actual gobierno), ni el disco duro del oficialismo tienen interés ni respeto por herramientas igualitarias imprescindibles como sería un extendido y masivo subsidio de empleo y capacitación. El Gobierno sólo tiene en carpeta una módica variación del muy acotado régimen vigente. La postergación de una medida igualadora que rige en muchísimos países es, a esta altura, injustificable.

En el primer nivel del Gobierno sigue generando eczema la mera hipótesis de una eventual universalización de un ingreso ciudadano vía asignaciones familiares. “Al Presidente nadie en la calle le pide subsidios, todos le piden trabajo”, explican, sin mayor imaginación ni profundidad, hombres muy cercanos al Presidente. Como ocurre en tantos sondeos usados para un barrido como para un fregado, seguramente el encuestador hizo mal la pregunta o leyó mal la respuesta. Es más que inverosímil que la gente le pida al Presidente que las asignaciones familiares (como los sueldos pasables, la cobertura médica, la indemnización por despido y la perspectiva de un futuro mejor) sólo sean un semiprivilegio, un patrimonio de apenas la mitad de los laburantes.

Y si lo pidieran, en un dislate suicida o insolidario, le cabría a un gobierno que se reclama nacional y popular y a un sindicalismo en ascenso convencerlos de que es hora de promover una sociedad más equitativa.

De momento, ambos términos de una alianza inestable (que parece ser más de personas que de instituciones) se aferran con herramientas del pasado al crecimiento capitalista, en la certeza (jamás expresada en esas palabras) de que cuando la marea sube, todo flota. Algo de eso hay, flotan las piraguas, las jangadas y los cruceros de lujo. Pero cada cual no deja de ser lo que es. Ni de retratar una desigualdad que el sólo discurrir del crecimiento no afectará en sustancia. Una desigualdad cuya reparación sigue ausente del lugar que merece en una agenda republicana del siglo XXI.

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