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El país|Jueves, 29 de junio de 2006
VECINOS DEL CHICO MUERTO EN MORENO QUEMARON LA CASA DE UNO DE LOS MILITARES ACUSADOS

Furia y fuego por el crimen del Falcon verde

Un suboficial de la Armada confesó en la Justicia el homicidio de un chico de 15 años al que acusaba de haberle robado un televisor. Por el hecho está preso junto a sus dos hermanos, uno de ellos también militar. El adolescente fue fusilado e incendiado cuando aún estaba vivo. El Gobierno prometió ayudar a la familia. La jueza reclamó mayor protección a la niñez.

Por Cristian Alarcón
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La casa de uno de los militares acusados fue saqueada y luego incendiada por los vecinos en Moreno.

Caminar por la cuadra en la que vivían Lucas Ivarrola, el chico fusilado en Moreno, y los tres hermanos detenidos por el crimen, dos de ellos suboficiales de la Armada Argentina, es escuchar los ecos de una guerra sorda, asumida hace tiempo en el barrio La Perlita. Todavía se siente el olor a humo que dejó el incendio de la casa de uno de los sospechosos, temprano por la mañana. Los vecinos, dicen, no durmieron. La tensión que dejó la noticia sobre la forma en que fue ejecutado y calcinado Lucas, de 15 años, después de haber sido acusado de robar un televisor, los tiene en vela: como un evidente signo de venganza, le dieron tres tiros en la cabeza y lo quemaron vivo, cuando agonizaba por los disparos. Así lo indica la autopsia que ayer evaluaban los investigadores, mientras los hermanos Romero –Jorge, Edgardo y Oscar– eran indagados sobre lo que hicieron tras llevarse a Lucas en su Ford Falcon de la casa de un vecino el domingo por la tarde, como en las peores épocas del país. Ayer a última hora los acusados declararon ante la fiscal María Gabriela Urrutia. Una fuente que presenció el interrogatorio le adelantó a Página/12 que uno de ellos, Jorge Romero, cabo 1º de la Armada, confesó el crimen y exculpó a sus hermanos. Al mismo tiempo, la fiscalía desmintió que Lucas hubiera sufrido mutilaciones. “Su cuerpo fue atacado por roedores mientras permaneció en el descampado. Es habitual para nosotros ver eso”, dijo. Al obvio recuerdo de la muerte durante la dictadura se le sumaba ayer, en el relato de los deudos y de los vecinos, la sorda guerra entre pobres, una versión de conflicto mucho más actual y menos planificada que el genocidio.

El lunes 26, cuando eran las 19.30– la hora según la propia Fiscalía–, Lucas estaba en la esquina de Paysandú, a una cuadra y media de su casa, cuando, según le contó uno de sus hermanos a Página/12, aparecieron los tres Romero en el Falcon. “Estaba frente a la escuela juntando plata para comprar una gaseosa, lo habían mandado los otros pibes, cuando ellos lo llamaron enfierrados: ‘Vos vení, que vamos a arreglar nuestros problemas con nuestras propias manos’, le dijeron y Lucas salió corriendo”, relató. Lucas avanzó más rápido que ellos, corriendo por la calle La Plata, hasta que llegó a Guatemala, donde dobló, para hacer cincuenta metros hasta la casa en la que viven los padrinos de una de sus hermanas más pequeñas. Allí también funciona un comedor que se llama Te extiendo una mano, dirigido por Luis Caravallo. Fue Luis quien lo vio pasar hacia el fondo del pasillo, mientras en la puerta se presentaban los Romero cual policías con orden de captura en busca del chico.

Ayer, una fuente del Ministerio de Defensa –donde ya se habían reunido a propósito del tema con el jefe de la Armada, el general Jorge Godoy– le dijo a este diario que uno de los dos hombres de esa fuerza se había presentado en su destino, donde fue detenido. “En principio no vemos en esto un emergente institucional, sino simplemente una conducta aberrante. No es un grupo de tareas. En los legajos no aparece nada conflictivo que hiciera prever la situación”, dijo.

“Cuando vinieron a llevárselo, los Romero estaban los tres armados y bajaron del Ford Falcon –le dijo ayer a este diario “el padrino” Caravallo, al continuar narrando la historia–. Uno se quedó hablando conmigo. Pero los otros dos se mandaron al fondo y lo agarraron de los pelos. Lo sacaron arrastrando. Yo les decía que no podían hacer eso, pero se lo llevaron.” Caravallo les dijo que llamaría a la policía. Uno de ellos le contestó que no lo hiciera, que la policía no haría nada, que por eso lo harían ellos mismos, contó el hermano. Desde entonces lo buscaron. Su madre, Graciela Gauno, denunció el secuestro en la comisaría. Sus hermanos esperaron a que aparecieran los Romero. “Y aparecieron –apunta uno de ellos–. Les dijimos que qué habían hecho con Pinono –así ledecían a Lucas, el más chico de los varones entre los siete hermanos y hermanas Ivarrola–. Fue Tom, mi hermano más grande, que les dijo:

–¿Y mi hermano?

–Lo dejamos allá en el Yaraví, cerca del tambo.

–¿Pero qué le hicieron? –le dijo Tom.

–No le pegamos, no lo tocamos, no le hicimos nada –dijo uno y se metieron nerviosos en la casa.”

“¿Entonces tu hermano ya estaba muerto?”, preguntó Página/12. “Creemos que sí, pero igual como nosotros dijimos que ellos se lo llevaron, a mí me tocó ir en un patrullero con Edgardo Romero a buscarlo por el barrio ese, Yaraví –cuenta el chico en la puerta de su casa de la calle 12 de Octubre al 5700–. El decía que Pinono los había llevado a recuperar la tele que ellos lo acusaban de robarse a la casa de un pibe que suponen ellos que la había comprado. Edgardo decía que lo dejaron en los pinos y que él no se quiso volver.”

Es justamente ese televisor el que aparece en el relato de todos los entrevistados por Página/12 a lo largo de esos cien metros de barro en el que ayer patinaban los móviles televisivos. Un televisor, un robo de esos que los vecinos del Gran Buenos Aires llaman “rastrero”: el de los pibes que entran a las casas a llevarse, sin armas, cualquier objeto que pueda ser reducido por pocos pesos en los mercados negros que abundan. Y es allí donde empiezan a abrirse las aguas entre los que acusan a los Romero y defienden la memoria de Lucas, y los que acusan a las víctimas y excusan a los victimarios. “Es como digo yo –dice un hombre de 75 años, ex suboficial de la Fuerza Aérea, dedicado ahora a tallar avioncitos muy simpáticos en madera balsa–, que los veía a los pibes solos, casi todas las noches hasta las doce, cuando empezaban a hacer desastres. Si el vecino a mí me hincha, me hincha y me sigue hinchando, al final yo me voy a cansar.” Su compinche, un hombre un poco más joven, que le hacía la chapa y pintura al Falcon de los Romero, lo contradice: “Son buenos pibes, mezclados con todo el mundo, laburantes. El viejo Romero laburó toda la vida en Ferrocarriles. Creo que ellos lo hubieran liquidado, pero no torturado”. El ex suboficial carpintero recuerda los tiempos pasados y reconoce que le tocó ver “barbaridades”, “lo que les hacían a los montoneros”. “Estos pibes es como si hubieran hecho lo mismo, pero lo que yo digo es que eso se hacía en el ’78.”

En la otra esquina hay una pequeña convención en la puerta del almacén de la cuadra donde las mujeres más jóvenes dicen que aunque padecen robos caseros y menores, y se han cansado de denunciarlo en la comisaría 1ª, no pueden justificar el crimen. “Nosotros sabíamos que el pibe iba a terminar así, porque lo veíamos mal, con la bolsita, perdido. Sabíamos que iba a terminar mal, pero no así, de esa forma que lo han hecho.” Las más grandes no son tan piadosas: “Estamos todos amenazados. Anoche primero robaron todo lo que pudieron de la casa, como a las tres de la mañana. Acá llamamos varias veces al 911. No dormimos. Recién a las siete de la mañana, cuando ya estaba la televisión, quemaron la casa. Ahí recién vino la policía”.

Fue justo a esta puerta adonde Lucas había ido a pedir ayuda antes de que lo secuestraran el lunes: el viernes pasado ya lo habían querido linchar, dicen. “Lo vinieron a buscar de acá a unas cuadras una mujer con su banda, todos pesados que decían que les había robado el equipo de música”, contó Marina, la dueña del negocio. Luego lo confirmó su hermano. “Acá todos creen que cualquier cosa que se roban lo hacemos los más jóvenes y los que paramos juntos acá en mi casa. Por eso lo acusaban a Lucas en lugar de acusar a los de la villa Victoria o los de Yaraví, que vienen a robar acá. A mi hermano lo vinieron a buscar el viernes. Se metieron en la casa. Le sacaron al bebé de dos años de los brazos, lo tiraron y se lo llevaron a las patadas, pero él se pudo escapar.” Lucas fue a pedir ayuda enfrente, a la casa de Gisela: “Yo estaba con mis nenes, no sabía cómo venía la mano, lo tuve que echar”. Entonces Lucas corrió hacia el otro extremo de la cuadra. En el almacén le pidió a doña Marina: “Por favor, me van a matar”. “Yo no le abrí, que se joda por hacer mal las cosas –le dijo ayer a Página/12–. Pero como son habilidosos para escapar se trepó la reja de la vecina y se refugió allá.”

La patota que lo perseguía estaba liderada por una mujer conocida por haber matado a su marido golpeador: le dicen Pompi. “Ella le decía ‘te voy a matar, hijo de puta, donde te agarre te mato’”, cuentan. “Y un tipo que la acompañaba le gritaba: ‘Yo soy chorro pero no robo en el barrio’.” La mujer de la casa llamó a la policía, que rescató a Lucas y lo llevó a la casa de su madre. Pero el sábado los mismos personajes volvieron. “Entonces la policía se la llevó a la mujer por unas horas presa”, contó el hermano de Lucas.

Las amenazas de los hermanos Romero habían comenzado mucho antes y según los amigos de Lucas todos creyeron que las ansias de venganza se les habían pasado. “Hace quince días escuchamos ruidos y era Oscar, el Petaca, que tenía en la mano un fierro. Con ese fierro le dio a Cristian, el hermano de 19 años de Lucas, un cañazo”, dice Gisele.

–Pará, dejalo, si él no tiene nada que ver –le dijo la chica.

–Devolveme lo que me robaste –le pidió Romero.

Las mujeres que hablan en la puerta donde ocurrió aquel ataque insisten en que el barrio no es de gente armada. “Son peleítas, mano a mano”, desestima una de ellas. “No podemos creer lo que le hicieron. Nadie se imaginó que lo matarían. Porque incluso Lucas y Cristian habían ido a hablar a la casa para decirles que ellos no habían sido los que robaron la tele.” Juan, uno de los amigos de Lucas, lo explica. “Cuando se lo llevaron lo esperamos hasta las doce y media de la noche y nosotros decíamos, no lo van a matar, no van a tener huevos para matarlo. Creíamos que le iban a pegar, no a matarlo como un perro.” A Lucas en la autopsia le encontraron tres disparos. Uno en el centro del cráneo, los otros dos, como obsesiones, una en cada parietal, de arriba hacia abajo. Los peritos dicen que lo quemaron cuando agonizaba, por eso lo hallaron en posición “pugilística”, boca arriba, pero con los brazos extendidos hacia delante. No había en su cuerpo mutilaciones como se dijo ayer durante todo el día. Sino que las alimañas o las ratas habían afectado una oreja y las manos. Ayer en el barrio se esperaba otra noche tensa. Y nadie lograba explicarse el tamaño de la saña. El ex carpintero de la Fuerza Aérea y su amigo chapista intentaban:

–No entiendo cómo lo hicieron. No sé, no sé. Se les fue de las manos. Se descontrolaron. No sé, no sé. No hay palabras.

–A todos se nos fue de las manos .-dijo el más viejo, en sus cavilaciones desde el retiro.

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