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El país|Domingo, 30 de junio de 2002
PAGINA/12 PUBLICO LO QUE OTROS NO QUISIERON SABER U OCULTARON

Franchiotti, “La Nación” y Duhalde

Por Martín Granovsky
Parece instalarse la idea mágica de que “el periodismo”, así, genéricamente, ayudó a descubrir la verdad sobre la masacre de Avellaneda. No es cierto. Una parte del periodismo hizo tremendos esfuerzos iniciales por encubrir a los asesinos. Y algunos inclusive explicaron los homicidios con argumentos de la dictadura.
Cortar calles o rutas “resulta un atropello que puede desatar consecuencias imprevisibles”, escribió Fernando Laborda en La Nación del jueves. El comisario Alfredo Franchiotti no lo hubiera dicho mejor. Laborda contó que el 6 de febrero último en Monte Grande “cuando un piquete cortaba la ruta 205 un automóvil superó la posición del patrullero policial estacionado preventivamente; su conductor pretendió burlar la línea de las cubiertas que ardían y los piqueteros trataron de detenerlo”. Dice el artículo de Laborda: “Ante la resistencia del automovilista, se generaron forcejeos y situaciones de violencia que terminaron cuando quien manejaba el auto extrajo un arma de fuego y mató a uno de los integrantes del piquete”.
Todo muy simple. Un pobre vecino enojado que, henchido de ira, y quizás atemorizado, hasta aterrado por las hordas, produjo lo que Laborda llamaría “una consecuencia imprevisible: mató. Pero, ¿fue todo tan imprevisible? Este diario publicó el 7 de febrero una nota de Horacio Cecchi informando sobre el episodio. Según el artículo, el comerciante Jorge Bogado al mando de un Falcon blanco trató de sortear el piquete, después de haber esquivado misteriosamente el retén policial, conduciendo el volante con la izquierda y disparando su Taurus 9 milímetros con la derecha. Cuando unos metros después se le acercó el piquetero Hugo Barrionuevo, de 28 años, Bogado le apuntó a la cabeza y tiró. Recién entonces apareció la policía. “El comerciante habría disparado al aire”, dijo el subcomisario Claudio Boriani, de la sección quinta de El Jagüel, como si hablara de patos. Barrionuevo murió. Los piqueteros denunciaron que debieron insistir para que les tomaran declaración como testigos. Cecchi escribió también que Bogado goza de la confianza de los intendentes de Esteban Echeverría, Alberto Groppi, y de Ezeiza, Alejandro Granados.
Es siempre la previsibilidad de lo imprevisible. Los malos policías no cumplen su función, o se distraen, o provocan. Después amparan y mienten. El poder político territorial da cobertura. La Justicia, duerme. Laborda, naturalmente, no consigna ese nivel de detalle, ni siquiera para cuestionarlo, y en su artículo no hay una sola sospecha sobre la responsabilidad de la policía. En sintonía con las fuerzas de seguridad y con el Gobierno difunde la idea de una supuesta guerra interna piquetera e ignora tanto los balazos sobre la avenida Pavón como la masacre de la Estación Avellaneda.
Cualquiera podría pensar que el miércoles Laborda, otros periodistas y el Gobierno no sabían aún lo que había pasado. Sin embargo, era público. Tan público que Página/12 describió la realidad en la edición del mismo jueves 27 de junio, es decir en caliente y al día siguiente de la matanza.
Una nota decía que los dos muertos habían caído escapando de la policía. Consignaba el relato de Norma Giménez. A su sobrino Leonardo Torales le habían perforado un pulmón. Las balas no eran solo de goma.
Otro artículo ponía el relato de Pablo Solana. “Estábamos escondidos en la estación de Avellaneda cuando la policía entró tirando balas de plomo y gases”, dijo. También contó que Darío Santillán había sido asesinado mientras auxiliaba a un herido, que resultó ser Maximiliano Kosteki, al final también muerto.
El diario definió lo ocurrido como “cacería policial”.
Una nota relató la trastienda de la estrategia oficial para culpar de todo a los piqueteros. Con la ayuda de una notable foto, un artículo narró la invasión de un local del PC-Izquierda Unida a manos de una patota policial. Las fuerzas de seguridad no se habían extralimitado. Habían decidido copar Avellaneda como si fuesen bandas. Esos policías, ¿siguen en actividad? ¿La Justicia ya los investiga?
Página/12 recogió la primera confesión de un funcionario de seguridad del Gobierno bonaerense. “Es posible que algún efectivo se haya visto encerrado y sacó un arma; no descarto que, creyéndose hostigado, haya empezado a tirar”, dijo. “Tiene que haber filmaciones de lo que ocurrió, y seguramente veremos a algún policía, asediado por manifestantes, tal vez tirado en el piso y recibiendo palos, que saca un arma y tira, tira y tira”, anticipó. Cierto, aunque filmaciones y fotos muestran que hubo asesinato sin asedio anterior.
La conclusión de la cobertura era que un territorio completo había sido copado por fuerzas dedicadas a arrojar gases a quemarropa (que pueden matar, como revela el asesinato del militante peronista Ramón Cesaris en los ‘70), asesinar con balas de plomo, ingresar en terrenos privados sin orden de allanamiento y ocultar evidencias. Un plan.
Esa conclusión estaba a disposición de cualquiera que tuviese la mínima disposición de reconstruir los hechos, hablar con testigos en el Hospital Fiorito, sondear a policías en actividad y en retiro, mirar las filmaciones de televisión y revisar las fotografías.
No fue la conclusión del Gobierno, que de inmediato difundió la estupidez de la interna piquetera en una maniobra que, al principio, juntó a halcones y palomas. Y no se trataba de ignorancia. Alfredo Atanasof y Jorge Matzkin, que aún siguen siendo jefe de gabinete y ministro del Interior, desempolvaron discursos al estilo de los de 1975 para plantear que el problema no era el asesinato de civiles a cargo de la policía –y, de paso, no importa quiénes sean los civiles, si santos o demonios, lo que importa es que la policía nunca puede ser homicida– sino la insurrección que buscaría revolucionar a la Argentina decente y pacífica. Tampoco es simple ignorancia el artículo de Laborda soslayando la cacería, como no fue ignorancia el entusiasmo con que los directivos de La Nación acompañaron la cacería que emprendió la dictadura.
Página/12 entregó a sus lectores indicios certeros de que la policía ejecutó un plan de matar. Lo hizo un día antes de que aparecieran las extraordinarias fotos de Pepe Mateos, Mariano Espinosa y Sergio Kowalewski. No se trató, por supuesto, de una primicia. La realidad estaba ahí, al alcance de cualquiera. De cualquiera que quisiera verla. Y era fácil verla. Solo bastaba con recoger los datos elementales y unirlos con la historia:
- Estaba claro que la izquierda y la ultraizquierda pueden ser pérfidas, y aun sanguinarias, pero sus militantes no suelen matarse en manifestaciones.
- La Bonaerense nunca terminó de ser democratizada en casi 20 años de democracia.
- La fuerza estuvo implicada en el asesinato de José Luis Cabezas.
- Cuando los funcionarios políticos enarbolan el discurso de mano dura, como Atanasof, Matzkin y el canciller clandestino Carlos Ruckauf, la policía mata.
- Siempre que hubo muertos en manifestaciones, a la larga se descubrió que las balas eran policiales.
- Los dirigentes políticos dan aire a la policía con la idea cándida, por pensar bien, de que la policía no los fastidiará si no se le corta la red ilegal de financiamiento territorial. Pero cuando la dejan sola la policía actúa según su naturaleza de fuerza nunca regenerada: una banda que delinque y destruye las pruebas del delito. Esa era la historia real que el Gobierno quiso distorsionar. Después, fiel a su propio estilo de barquinazos, el presidente Eduardo Duhalde cambió. El primer día, el miércoles, no tuvo una actitud digna: calló durante horas, enclaustrado, pensando en sus costos, cuando dos argentinos habían muerto. Ni siquiera fue capaz de lamentar humanamente las muertes. Después, el jueves, habló de cacería. Está bien el cambio, pero resulta poco creíble si Duhalde no explica ahora dos enigmas. Uno, por qué una fuerza federal, la Prefectura, incursionó en Avellaneda más allá del puente Avellaneda. Ante un agudísimo interrogatorio de Nelson Castro, el subsecretario de Seguridad, Carlos María Vilas, calificó esa incursión de “indisciplina”. Falta aclarar si la Prefectura solo desobedeció una orden o si cumplió órdenes de alguna cadena de mandos contra natura. Y la segunda pregunta para Duhalde es cómo puede ser que la matanza haya sido cometida por una fuerza asentada en el sur del Gran Buenos Aires, con jefatura en Lomas de Zamora. Es la misma zona de donde provienen los principales secretarios del Presidente y el propio Presidente. Esta vez no actuó la policía de Mar del Plata, Pinamar o Ramallo. Actuó la policía de su casa. Y desplegó un plan criminal.

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