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El país|Domingo, 30 de junio de 2002

“Estábamos de rodillas, atados y nos pegaban”

El diputado Alfredo Villalba entró a la comisaría primera de Avellaneda, donde concentraron a detenidos.
Encontró un cuadro dictatorial: golpes, heridos sin atender, denuncias de tortura.

Por Miguel Bonasso
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Villalba, junto a Ripoll y Zamora, forzaron a la policía a que libere a los detenidos.
El abogado que los acompañaba siguió a un celular con 11 heridos al hospital, por miedo.
“Era un campo de concentración nazi”, dijo a Página/12 el diputado Alfredo Villalba, que integra con Alicia Castro el minibloque del Frente para el Cambio, refiriéndose a lo que vio el miércoles a las 2 y media de la tarde cuando entró a la comisaría primera de Avellaneda. Allí la Policía Bonaerense había hacinado contra paredes percudidas de mugre y horror a 160 piqueteros, de los cuales 52 eran mujeres, 7 de ellas embarazadas. Por si fuera poco, 43 detenidos eran menores de edad y uno de ellos era a todas luces un discapacitado. Once piqueteros estaban heridos y la policía demoró horas en trasladarlos a un hospital. Algunos denunciaron en voz baja que habían sido torturados en la seccional. Villalba concurrió a la comisaría acompañado por el abogado Luis Palmeiro, quien reveló a este cronista que algunos de los policías que vio en la comisaría los reconoció después, en notas televisivas, como algunos de los participantes de aquéllo que el presidente Eduardo Duhalde denominó, tardíamente y cuando el asesinato de los piqueteros estaba destapado, como “una cacería”.
Cuando atravesaron el hall de la comisaría primera de Avellaneda y se asomaron al primer patio (“de unos quince metros por tres”), Villalba y Palmeiro sintieron que habían traspasado algo más que un espacio físico: que habían retrocedido en el tiempo a la dictadura militar, al campo de Auschwitz, al caos del hospicio de Charendon o del más criollo y perverso del asilo Montes de Oca. Más de cien varones, en su mayoría jóvenes (y no pocos púberes), estaban de cara a la pared, las manos en la nuca, mientras algunos policías les aullaban en la nuca para que mantuvieran silencio. No les costó descubrir golpes, manchas de sangre en las humildes ropas, terror en todas las miradas.
Eran casi las tres de la tarde del miércoles trágico. No había allí juez de garantías ni de menores, ni de otra cosa. Ni el fiscal de turno. Pero Palmeiro reparó en un policía joven, enfundado en “buzo a rayas azules y celestes como los Pumas”, que se movía “como alguien con autoridad” y que luego recordaría al verlo por televisión en escenas de la masacre: disparando su escopeta Itaka en la avenida Pavón o cargando a uno de los muertos, Maximiliano Kosteki en una camioneta. Un rato más tarde tropezaría también con el policía robusto, que después vería por la tele trabándose a puñetazos con familiares indignados en el hospital Fiorito, tras la agitada conferencia de prensa del comisario Alfredo Franchiotti. Palmeiro supo entonces por qué el comisario de la primera De Benedetti lucía “agitado, desbordado”, “como alguien que sabe que ha estado haciendo algo malo”. “Era evidente que en la cacería habían participado efectivos de la Primera de Avellaneda.”
Villalba les dijo a los prisioneros que abandonaran la posición de “firme”, que se pusieran cómodos. “Terminemos con esto de que ustedes son delincuentes. No lo son y yo voy a hacer que salgan.” También les preguntó si alguno estaba herido. Le respondió un espeso silencio. Se identificó entonces como diputado nacional y repitió la pregunta: “Los que están heridos, por favor, levanten la mano”. Tímidamente, con inocultable temor, se alzaron once brazos. Villalba y Palmeiro repararon entonces en un hombre que había sido herido en la espalda por balas de goma y sangraba profusamente. A partir de ese momento alguno se atrevió a confiarles en voz muy baja: “Estábamos de rodillas, atados y nos pegaban. Nos pegaban aquí mismo, en la comisaría”. Uno le mostró las marcas en las muñecas al abogado Palmeiro. Había huellas de sangre en el piso y las paredes de la Primera de Avellaneda.
Siguieron su inspección y en un pequeño patio del fondo (de unos dos metros por diez) encontraron a 52 mujeres amontonadas, que también habían dejado de plantón contra la pared. La mayoría eran muy jóvenes y siete estaban embarazadas. Igual que a los hombres las habían despojado de sus pertenencias y sus pocos pesos. No les habían permitido ir al baño ni hacer la reglamentaria llamada telefónica que muestran las series policiales. Tampoco se sabía por qué estaban detenidas. Nadie estaba acusado de nada. La policía –a pesar de la pintoresca “tumbera” exhibida en televisión por Eduardo Feinmann– no había encontrado una sola arma. “Ni una sola arma”, repiten casi al unísono Palmeiro y Villalba. A pesar de lo cual, cuando le exigieron a la policía que les devolviera esos alijos que cargan los pobres, el tipo dijo desafiante: “¿Qué pertenencias? Estos sólo traían molotovs, palos y cuchillos”.
Completando la ilegalidad de estos verdaderos secuestros, que no tuvieron siquiera la excusa del estado de sitio enarbolada por la Policía Federal en la cruenta represión del 20 de diciembre, seis presos habían sido confinados con los comunes en los calabozos del fondo.
Conmovido e indignado por lo que estaba viendo, Villalba habló con el comisario De Benedetti, quien le dijo literalmente que “no sabía qué hacer”. Palmeiro sospechó que estaba nervioso y desorientado, porque habían estado trabajando duro y rápido para no dejar huella de su participación en la represión. También –conjeturó– porque seguían perpetrando graves irregularidades que eran descubiertas in fraganti por la inesperada visita del diputado y el abogado. Villalba se comunicó entonces con el juzgado federal número uno de La Plata, “a cargo del doctor Blanco” y una secretaria le dijo que, “casi seguro”, el magistrado se iba a declarar incompetente. Y tenía razón, porque se declaró incompetente.
Llevaban media hora en el centro de reclusión clandestina, cuando apareció “un fiscal de Lomas de Zamora que estaba de turno, (Juan José) González, quien dijo que no sabía si Blanco se iba a declarar competente. Le dije que no y que él tenía que actuar como fiscal de la provincia, siendo una comisaría de la provincia. Pero no sabía qué hacer, estaba muy asustado. Le digo que hay 160 personas que no podían estar ahí porque no había seguridad, no había formalidad, no había nada. Ahí no se respetaba ningún derecho humano, nada”.
“Junto con el fiscal fuimos al despacho del comisario. Le digo que había que liberarlos a todos. Me dijo que no podía. Le dije que había siete embarazadas, que él iba a ser responsable si les pasaba algo; que no me hiciera ir a los medios a decirles todo lo que había visto ahí dentro, que esa comisaría era un campo de concentración. Me dijo: ‘Bueno, las embarazadas que se vayan’ y las mandó afuera.” Después, con tirabuzón, Villalba y Palmeiro lograron que salieran los menores. “Algunos con los padres, otros como podían. Les habían sacado los cordones de las zapatillas a todos. Les habían sacado las mochilas, la plata, todo. Los obligué a que se las devolvieran.”
Después Luis Palmeiro siguió en su auto a los once heridos que fueron trasladados al hospital de Wilde en un camión celular. Temían por su suerte.
Villalba se quedó con los otros detenidos, presionando al fiscal para que los largara. “Abajo ya los chicos y las chicas gritaban, cantaban, afuera había mucha gente. El tipo (el fiscal González) estaba muy asustado y dijo: ‘Bueno, no les saquen fotos, no les hagan poner los dedos’.” A las cinco de la tarde “llegaron Luis Zamora y Vilma Ripoll que venían de Izquierda Unida, del local ése que la policía había allanado y del Fiorito. Ahí el fiscal se asustó más. A las ocho se fueron conmigo los últimos”.
La acción de tres diputados (primero Villalba, después Zamora y Ripoll) había logrado acotar la sevicia, la impunidad, el terror que impone el Estado. La amenaza de “usar los medios” también había rendido frutos. Esas dos garantías constitucionales, con más fuerza aún que la que debe brindarla Justicia, habían logrado poner fin (temporariamente) a la pesadilla de 160 personas detenidas ilegalmente y sometidas a torturas psicológicas y físicas. Esto es lo que algunos intereses económicos y políticos (de adentro y de afuera) buscan suprimir o acotar, al criminalizar el conflicto social.

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