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El país|Lunes, 1 de julio de 2002
OPINION

Breve y turbulento

Por Atilio Boron

El gobierno de Eduardo Duhalde continúa su impetuosa marcha hacia el abismo. En el trayecto hacia tan desgraciado final se debilitó a punto tal que parece un paciente desahuciado: sin pulso, sus signos vitales apenas perceptibles y una mirada perdida, como resignada. Claro que la metáfora es engañosa: los pacientes en condición terminal son inofensivos. Un gobierno anémico y moribundo se convierte en un animal peligroso, como lo prueba la cacería humana del miércoles pasado. El Estado, democrático o no, es siempre la dictadura de una clase dominante sobre el conjunto de las clases, capas, etnias y grupos sociales oprimidos. Si es democrático, gracias a las seculares luchas de los grupos subalternos, la dictadura adquiere rasgos “civilizados”. La violencia represiva se legaliza, se permite un cierto juego de instituciones representativas, y la fuerza de las organizaciones populares y los partidos contestatarios impiden que los poderosos impongan su voluntad según los métodos tradicionales, a sangre y fuego. Pero la sociedad capitalista es intransigente ante los avances de la democratización; si los ha tolerado en las metrópolis fue porque el poder de las clases y grupos subalternos no le dejó otra alternativa. Entre nosotros el recurso normal ha sido la dictadura. La democracia, cuando aparece, es ritualista y abrumada por una sobreabundancia de retórica carente de toda sustancia. Sólo nos brinda el derecho a elegir a nuestros opresores, no a poner fin a la opresión.Cuando un Estado entra en una crisis integral como la que hoy caracteriza a la Argentina, se repliega sobre su núcleo duro: la violencia. Violencia necesaria para someter a un pueblo que el 19 y 20 de diciembre recuperó su dignidad y su protagonismo, y que ejerció sus derechos democráticos como nunca antes. Violencia que hace que la policía sienta que puede fusilar a mansalva a hambrientos y desocupados, ante fotógrafos y camarógrafos de todo el país, dando por descontada su acostumbrada impunidad. Violencia pregonada y azuzada desde las alturas del tambaleante aparato estatal por varios ministros. Violencia sutil y penetrante de una cotidianidad marcada por la opulencia y prosperidad de unos pocos y la miseria de la gran mayoría. Violencia que destruye vidas, sueños, futuros. Violencia ideológica predicada por los representantes del capital y algunos de sus plumíferos disfrazados de periodistas que criminalizan a los pobres, los deshumanizan hasta convertirlos en monstruos subversivos a los cuales, ya perdida su condición humana, se los puede matar como a fieras. ¿Qué futuro tiene el gobierno de Duhalde? Breve y turbulento. Setiembre del 2003 aparece como algo tan lejano e hipotético como el futuro de la tierra en la siguiente era geológica. Carece de sustento económico, social, político e internacional. Su suicida fidelidad con el Consenso de Washington, del cual no quiere apartarse, no le garantiza larga vida. Perdió seis meses buscando un acuerdo con el FMI, desoyendo consejos no sólo de críticos locales sino los del último Premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, que asegura que el FMI es causante principal del desastre argentino y que sus recetas no funcionaron en ninguna parte. Los índices de desaprobación social registran niveles sin precedentes, lo mismo que la desintegración de la trama misma de la estructura social argentina. Huérfano de todo apoyo político, el Gobierno es vapuleado por tirios y troyanos. Sus propios compañeros del PJ han dado rienda suelta a su habitual canibalismo y lo están destrozando, y desde afuera energúmenos como Batlle, Aznar, O’Neill y Koehler se aprovechan de su impotencia para flagelarlo, mientras que en la Casa Blanca el nombre del presidente provoca indisimulable fastidio. Esto no porque el talante moral de la dirigencia agrupada en torno de George W. Bush sea muy distinto al de la nuestra –ahí está la sucesión de recientes escándalos financieros para demostrarlo– sino porque no ven a Duhalde con las agallas de reestablecer el primado de la mano dura. No se dan cuenta de que si esto ocurre no es por falta devoluntad de nuestros gobernantes sino porque la resistencia de la sociedad ante esa política es cada vez más firme.

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