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El país|Lunes, 11 de septiembre de 2006
OPINION

La canción es la misma

Por Eduardo Aliverti

En estos últimos tiempos políticos tan aparentemente convencionales, por lo aburridos, aparecieron algunos signos informativos –perdidos, si el observador es descuidado– acerca de cuestiones nodales que se juegan en el mediano-largo plazo. Eso queda lejísimos, por supuesto, en un país donde con suerte se piensa en más allá de pasado mañana.

Pero, por ejemplo y por derecha e izquierda, despunta la advertencia de que la crisis energética es entre severa y grave. Un directivo de una de las empresas del sector, obviamente off the record y en consonancia con lo que piensan y dicen por lo (muy) bajo todos sus pares, decía hace unas horas lo siguiente: “El 20 por ciento de los consumidores de energía se gasta más o menos el 50 por ciento de lo que provee el sistema. No son solamente las grandes industrias. No se confundan. Hay todos los edificios en torre de lujo romano, más los que se están levantando, más los barrios exclusivos, más todo lo que uno quiera imaginarse del consumo de esos sectores. La mayor parte de esto se concentra en Capital, que paga una bicoca por la energía. A esa gente hay que arrancarle la cabeza, y al resto darle tarifa social. Pero no lo hacen. Mucho discurso del pico para afuera pero al momento de tocar a los ricos se van al mazo...”

Un especialista de Naciones Unidas, Bernardo Kliksberg, anduvo por acá y dijo que el grado de recuperación de la Argentina es tan asombroso como su incapacidad para salir del “infierno” en que sigue metida. Se limitó a recordar que la principal causa de la pobreza es la desigualdad, y que la distancia entre el 10 por ciento más rico y el 10 por ciento más pobre es de 36 veces. Seguramente un récord mundial, tomados los países del tercer mundo con pretensiones de estar en vías de desarrollo. Y lo paradójico, habiendo un gobierno como éste, de discurso nac&pop, es que la brecha continúa ampliándose.

A comienzos de semana, con datos oficiales de la AFIP, se supo que apenas algo más de medio millón de personas paga el impuesto a la riqueza (Bienes Personales). De cara al fisco, hay sólo 549 mil argentinos que son dueños de activos por más de 100 mil pesos. Y entre los sectores que declaran bienes por más de 1 millón de pesos, hay... 19 mil inscriptos. Claro que, como el lobo no está, en el bosque se sigue jugando y, en lugar de que este escándalo tributario-moral se convierta en un asunto de debate nacional, la noticia pasó a ser que en la provincia de Buenos Aires cobrarán el impuesto inmobiliario junto con las facturas de luz, gas y teléfono. Peor es nada, por cierto, y de hecho casi la mitad de los municipios bonaerenses tienen incorporado el cobro del alumbrado público a las boletas que envían las empresas de energía, con buen resultado. Pero la valuación fiscal de las propiedades es tanto o más ridícula que la cantidad de argentinos que pagan por su riqueza, y entonces es imposible no preguntarse de qué estamos hablando. Si de algo cercano a una medida de justicia social, o más bien asimilable a un chiste demagógico.

Por último, digamos, otro informe oficial (Indec) reveló que, en promedio, alrededor del 15 por ciento de las empresas que salieron a buscar empleados, entre abril y junio de este año, no encontró lo que buscaba. La noticia apareció en unos pocos medios cual patrulla perdida, y revela que el 40 por ciento de las empresas de curtido y fabricación de cueros; otro tanto de las de servicios para hotelería y restoranes; algo menos –muy poco– de las de producción y procesamiento de carne, pescado, frutas, legumbre, hortalizas, aceites y grasas, al igual que la industria automotriz; y más del 30 por ciento de las firmas que buscan gente apta para la elaboración de productos lácteos, no hallan los trabajadores que necesitan. ¿Alguien entiende que esto es la radiografía de una masa descomunal de mano de obra discapacitada, que se originó en el objetivo desindustrializador de la dictadura, que se profundizó durante la rata y que probablemente no tenga retorno como producto de un Estado que para corregir estas cosas sigue ausente?

La certeza sigue siendo que nada de todo esto le importa mayormente a nadie. El paisaje de la injusticia social, de la placidez que provoca el haber asomado algunos pelos de abajo del agua tras la explosión del 2001, los pececitos de colores con que se engaña la clase media, y la inexistencia de oposición, se han naturalizado como si se tratase, precisamente, de un orden divino, inmodificable. Después de todo, si hay que cortar la luz (claramente la amenaza más grande y en realidad única que enfrenta el Gobierno antes de las elecciones), los shopping tendrán que cerrar más temprano, cambiarán la hora para aprovechar mejor el sol, no habrá partidos de fútbol a la noche. Zafan, en una palabra. El problema de eso es que las autoridades quedarán como desprevenidas u ocultadoras, los sectores medios habrán de enojarse y Kirchner despotricará desde tribunas varias contra la falta de inversión de los tiempos ratunos. La fuga de votos, igualmente, no tendría por qué ser significativa, siendo que no tienen adónde ir a parar masivamente. Sólo un problema electoral, en la visión de ellos. El problema en serio, que no es ése sino que se discutirá de eso en lugar de políticas de desarrollo de largo plazo, en un país que lo tiene todo para no sufrir de nada, es lo que sigue sin interesarle esencialmente a nadie.

Datos públicos o visibles, como los consignados a propósito de la capacitación laboral, los ricos que no pagan impuestos, los que gastan la luz que no alcanza para todos o el nivel de separación abismal entre los que tienen más y los que tienen menos, están desnudamente expuestos a la vista de quien quiera. Y señalan casi todo lo que hace falta respecto de cuánto se hace y cuánto no para alterar la distribución de la riqueza. Como decía una canción de protesta setentista, y ya que desde el propio oficialismo se rescata el espíritu de aquella generación: las cosas se cuentan solas, sólo hay que saber mirar.

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