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El país|Domingo, 24 de septiembre de 2006

Una búsqueda de identidad

Eduardo de la Peña es el hijo de Felipe Vallese, el primer desaparecido de Argentina, que lo anotó con el apellido de una amiga para protegerlo. Se enteró de quién era su padre a los cinco años de edad y busca a su madre, que nunca conoció y cuya identidad era un secreto familiar.

Por Alejandra Dandan
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Lleva una lupa como las de las películas de detectives. Unas cuantas carpetas, recortes viejos y un anotador, que parecen ser todo lo que le interesa en este mundo. Hace unos meses, de madrugada, se levantó para escribir un cuadro con un montón de flechas y de nombres que muestra a quien encuentra en las bibliotecas y los archivos que recorre. “Soy el hijo de Felipe Vallese”, dice y explica que no lo supo hasta los cinco años. Cuando era chico lo anotaron con otro nombre y recién ahora, a los 47, Eduardo de la Peña empezó a encontrarse con su historia. En ese camino, alguna vez llegó hasta Gente que busca gente porque se dio cuenta de que no conoce ni siquiera el nombre de su madre. El legendario Felipe Vallese lo crió hasta su secuestro, pero ni él ni sus amigos revelaron nunca el nombre de esa mujer.

En estos años, De la Peña hizo de todo para ganarse la vida. Tomó cursos de profesor de educación física, de paddle y de director técnico, pero sobrevive como mecánico. El 31 de mayo trabajaba en el taller con el televisor prendido cuando escuchó la noticia que lo puso detrás de la historia de su padre: la Justicia había ordenado la captura de Juan Fiorillo, el comisario alguna vez detenido por el secuestro de Felipe Vallese y que ahora sería detenido por la megacausa contra Miguel Etchecolatz. Fiorillo estaba acusado por más de cien delitos de privación ilegal de la libertad y torturas, y por el robo de una beba todavía desaparecida.

“Cuando escuché la noticia de Fiorillo estallé por dentro”, dice De la Peña. “Fue un verdadero sacudón.” Hacía años había dejado de preguntarse por esa parte de su vida, que lo llevaba al barrio de Flores y a la historia del metalúrgico que se convirtió en el primer desaparecido político del país. Pero con la detención del policía la inspiración volvió: “Tengo otra cosa que hacer”, dijo en su trabajo y al día siguiente renunció.

–Salía a caminar y me preguntaba ¿a dónde voy? ¿Qué hago? ¿Por dónde arranco? Y así, el primer día me fui a meter en la Biblioteca del Congreso a buscar diarios de la época, después me fui a la Biblioteca Nacional.

–¿Qué decía en esos lugares?

–Mirá, les decía: “Estoy investigando el tema Felipe Vallese”, y no decía más. Necesitaba una punta. Algo. Cualquier cosa, para empezar.

Encontró una foto en la que Felipe lo alza. Buscó a amigos, testigos y vecinos e inició un expediente en la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación para dar peso jurídico a su historia.

Su padre

Felipe Vallese murió cuando Eduardo tenía tres años. El 23 de agosto de 1962 un grupo de la Unidad Regional de San Martín se lo llevó secuestrado en un auto con otros militantes de Flores. Hacía cinco años que trabajaba en una fábrica del barrio, la metalúrgica TEA, donde lo nombraron delegado. Los Vallese eran del barrio. Don Luis, el padre de Felipe, tenía un puesto de frutas y verduras en el mercado de Donato Alvarez. Su mujer estaba enferma. Cuando nació el primero de sus hijos, el médico les dijo que no era conveniente que tuvieran otros. Pero según los datos de esa nueva biografía familiar, los consejos médicos no se oyeron. Poco después nació Felipe y entre 1940 y 1947 los Vallese tuvieron otros tres hijos: Nélida, Juan Luis y Ricardo.

“Inmediatamente –explica Eduardo–, mi abuela entró en un estado depresivo y en un estado psicológico muy difícil de revertir. En 1947 terminó internada en el manicomio. Ahí nació Ricardo, el más chico, como quien diría, en cautiverio. A mi papá siempre le dijeron que por su culpa su madre terminó internada en el Moyano y quedó loca. ¿Qué le pasó a mi papá con esa historia? A mí me parece que él fue creciendo con esa culpa.”

Felipe se las arreglaba para visitar a su mamá, pero las visitas no prosperaron demasiado. Tapado por el trabajo y la crianza de sus cinco hijos, don Luis mandó a Italo y a Felipe como pupilos a un colegio de General Rodríguez; a Nélida y a Juan Luis los envió a otro lugar y once días después del nacimiento, se llevó a Ricardo del Moyano a la Casa Cuna para darlo en una adopción, aunque ocho años después la suspendió. Para entonces, Felipe había dejado dos escuelas, se había fugado caminando de Mercedes a Flores, vivía con su padre, se había anotado en el Hipólito Vieytes de Capital y lo había dejado antes de terminar segundo año. En la calle, paraba con una barra de amigos de Plaza Irlanda y antes de conseguir un puesto de trabajo en la metalúrgica pasó por una tintorería y por la lavandería El Tumbaito, donde conservaron su certificado durante años. Norberto Abdala era uno de sus amigos del barrio. Un día lo escuchó quejarse porque necesitaba trabajo estable. “¿Por qué tanta preocupación?”, le preguntó. “Porque me parece que voy a ser padre”, contestó Felipe. Había dejado embarazada a una chica.

Su madre

–¿Qué pasó con su madre?

–Por lo que pude averiguar, al parecer la familia de mi mamá biológica no aceptó a Felipe. Parece que eran una familia muy bien, de Belgrano. Pienso que se habrán dado cuenta o él les habrá dicho que no tenía plata porque venía de una familia trabajadora.

–¿Qué supo usted de ella en todos estos años?

–Poco y nada. Supe que su padre era un médico y que ella tenía 16 años. Que yo nací y tres meses después su padre le dio el bebé a mi papá y dicen que a ella se la llevaron a Estados Unidos. Puede estar ahí como pudo haber regresado, como puede estar fallecida. No lo sé.

Cuando Felipe supo que iba a ser padre, dice Eduardo, alquiló una pieza en una casa de Morelos 628, a tres puertas del mercado donde trabajaba el padre. En la casa vivían Elbia Raquel de la Peña y María Mercedes Cerviño, con su pareja y dos hijas. Las dos mujeres eran trabajadoras, y probablemente peronistas. Felipe pagaba 1200 pesos de los 4000 que ganaba en la fábrica. En TEA entraba con el turno noche. Calibraba máquinas, ponía aceite y las controlaba para dejarlas a punto. A las ocho de la mañana se iba. Generalmente seguía camino a la UOM. “Su amigo Osvaldo lo notaba siempre como una persona muy inquieta –cuenta su hijo–. No era nervioso sino inquieto: siempre tenía algo que hacer para la fábrica, para sus compañeros, pero siempre por derecha: no podían ir y pedirle algo fuera del reglamento porque no se los iba a aceptar.”

A partir de ese momento, la vida de Felipe parece dividida en dos partes. Una, más pública y conocida, dentro de la fábrica, donde de a poco y después de estudiarse los libros que le iban prestando en la UOM empezó a bregar por los derechos de los trabajadores y se hizo delegado hasta su desaparición. Y una privada, con un hijo.

Cuando a Felipe lo secuestraron empezó la deriva para Eduardo. Por su historia personal, su padre había cortado amarras con su familia y Eduardo pasó sus primeros años de vida de casa en casa. Estuvo con amigos, con un juez de menores, quedó anotado con una partida de nacimiento donde no sólo no aparece el nombre de su madre sino tampoco de su padre: lleva el apellido de una de las mujeres de la casa de Flores. “Creo que eso fue pensado por mi papá para protegerme –dice–, me anotó como hijo de Elbia porque habrá pensado que llevar su nombre era peligroso.” A los cinco años, Eduardo vivía con Elbia. Revolviendo los armarios un día encontró los volantes que había distribuido la JP cuando se llevaron a su padre: “Vallese vive” o “Queremos vivo a Felipe”, leyó. Y la impresión fue tan fuerte que, dice, todavía se acuerda de aquel momento: “Me acuerdo de las firmas de la Unión Obrera Metalúrgica que en esa época me preguntaba ¿qué quiere decir UOM?”.

Tardó un año y medio en contar sus sospechas: “Me parecía que había algo raro. Quería saber qué pasaba porque cuando me preguntaban en el colegio quién era mi papá y quién era mi mamá, mis amigos decían tal o cual y yo no sabía qué decir”.

–¿Tiene esperanzas de encontrar a su madre?

–Tengo la esperanza porque saco cálculos y ella tendría 62 años. Inclusive mi papá alguna vez le dijo a Osvaldo Abdala el nombre de mi mamá. Ese hombre se lo olvidó pero entonces yo, como quien no quiere la cosa, lo llamo cada tanto por si se acuerda. No le miento, pero escribí 192 nombres de mujeres en un papel como disparador: un activador de memoria, por ahí el hombre empieza a leer nombre por nombre.

De la Peña tiene encima la lista. Los nombres ocupan cinco columnas de dos páginas. Ana, Leonora, Armenia o Vanesa. De origen criollo, italiano o inglés.

–¿Intentó hacer algún otro tipo de búsqueda?

–Sí, pero si tuviera el nombre. Porque no tengo el apellido, pero si tuviera el nombre al menos podría empezar. No sé, si se llamara Filomena trato de empezar a investigar sobre todas las Filomenas que existen en Argentina, en Belgrano, que nacieron entre tal año y tal año. Tendría una punta, de esta forma no tengo nada. No tengo nada.

–¿Buscó en el circuito de su papá cuál era?

–Es exactamente lo que pensé, si mi papá se movía dentro del radio de Flores, entonces yo me dije: él tendría que haber conocido a una chica de Flores, pero nada que ver. Pero tengo fundamentos, él vivía en Terrero y Canalejas. El mercado de mi abuelo estaba tres cuadras más arriba, en Donato Alvarez y Canalejas; mi papá tenía esa piecita en Morelos 628 y la fábrica estaba en Caracas y Canalejas. Y Plaza Irlanda estaba ahí.

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