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El país|Martes, 17 de octubre de 2006

La villa Carlos Gardel, treinta años más tarde

Victoria Donda, hija de desaparecidos, visitó el barrio donde militaban sus padres. En la recorrida apareció una mujer señalada como entregadora.

Por Martín Piqué
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El Turco, Magaldi, Rulo y Susana Avalo, ex militantes de la JP, guiaron a Victoria Donda.

¿Cuánto puede cambiar un barrio en treinta años? Un barrio al que todos llaman villa, la Carlos Gardel de Morón, que ocupa los fondos del Hospital Posadas. Esa es la pregunta que se hacen las siete personas que caminan por la avenida Marconi cargando cámaras de video y soportes para hacer travellings. Entre el grupo sobresale una mujer joven con vestido rojo y suéter verde. Es Victoria Donda, hija de desaparecidos. Victoria recuperó su identidad en 2004 y está rodando un documental sobre su historia. Ahora la rodean tres hombres que promedian los cincuenta. “Con una peluca rubia es igual a Cori”, dice Carlos Pereira, Rulo. Jorge Zurriam, Turco, y Francisco Sánchez, Magaldi, confirman con una inclinación de cabeza. Los tres son ex miembros de la JP que en los ’70 vivían y militaban en la Gardel. En los movimientos de Victoria adivinan el desparpajo y el carácter de su madre, María Hilda Pérez, la famosa Cori, la responsable política de todos ellos hace más de treinta años.

La entrada al barrio tiene sus reglas no escritas. Un empleado del municipio de Morón, Juan Carlos Di Battista, espera a los visitantes en una esquina. Cada cien metros hay un policía. “¿Quién es el responsable?”, pregunta un uniformado. Los recién llegados delegan las explicaciones en el empleado de la Secretaría de Relaciones con la Comunidad de Morón. El funcionario y el policía se conocen, parecen entenderse rápido. Al mismo tiempo, uno de los acompañantes de Victoria mira hacia atrás y saluda a una mujer que baja de un colectivo. La mujer cruza la calle con una sonrisa. “Llegó Susana”, dice el Turco. Victoria la ve acercarse, nota que del cuello le cuelga un cartel blanco. En el cartel hay una foto y una inscripción: “Natalia Cecilia Almada, desaparecida”.

Susana Avalo tenía 18 años cuando una patota de la Fuerza Aérea entró a su casa y se llevó a su madre, Natalia Almada. Natalia era de la JP y dirigía la comisión de vecinos del barrio Sarmiento, un predio de monoblocks construido por el Banco Hipotecario y que aún forma parte de la Gardel. El secuestro fue el 16 de octubre de 1976, a las tres y media de la mañana. “Una mujer del barrio, Carmen Galarza, esposa de un policía retirado, era la que marcaba las casas. Trabajaba para el servicio de inteligencia de la policía y era parte del grupo de tareas”, cuenta Susana. Parece que está hablando del pasado, de las complicidades que van quedando en el olvido. Pero la recorrida reserva una sorpresa inquietante.

Mujeres, chicos y jóvenes se asoman por las puertas o aparecen en las esquinas. No es muy común ver dos cámaras y un fotógrafo que no deja de encuadrar en ningún momento. “¿Para qué programa es?” “Estamos filmando una película sobre la madre de ella, que era responsable de la junta de vecinos del barrio y está desaparecida.” La mayoría no se asombra. Aun de oídas muchos conocen el pasado del barrio, la historia que hay detrás de esas 40 manzanas divididas entre la villa –que se conoce como “las casitas”– y el complejo de monoblocks que limita con el Hospital Posadas. Los departamentos están en mal estado. Reciben agua potable de un enorme tanque que pierde líquido y está muy sucio. Alguien grita: “¡Arreglen el tanque!”. Incómodo, el empleado municipal se apresura en aclarar: “Es privado, no podemos hacer nada”. Frente al tanque hay un cable del que cuelgan zapatillas. La imagen muestra que el barrio no perdió su carácter peleador. En los ’70 eso se expresaba de otra forma. El 22 de agosto de 1974, al cumplirse dos años de los fusilamientos de Trelew, la comisión de vecinos decidió cambiar el nombre del conjunto de monoblocks. Dejaron de ser Sarmiento para llamarse Mariano Pujadas. Ese día estuvo el cura Carlos Mugica. Un año después, la derecha peronista lo destruyó con una bomba.

La entregadora

Los visitantes recorren la villa con la guía experta del Turco. La caminata se detiene en una cancha de fútbol. Victoria no pregunta mucho. Le cuentan todo a las apuradas, como si no hubiera mucho tiempo para que se ponga al día. Es la primera vez que ella visita el lugar en el que militaron sus padres hasta que Montoneros pasó a la clandestinidad. “Acá se pusieron de novios tus papás”, le revela Magaldi. Lo llamaban así por su parecido con el cantor de tangos. “Los militantes queríamos ser cuadros como tus padres”, agrega Susana. En 1973 Susana tenía 16 años.

Los cineastas aprovechan la canchita para los planos generales. Pero la pausa en el potrero desencadena un momento muy tenso, revelador de las limitaciones que la democracia arrastra desde 1983. Victoria y los demás se detienen ante los monoblocks. Están parados frente al complejo 1, acceso 8. Comienza a asomarse gente. Una mujer de unos setenta años, cabello corto y aire varonil, aparece en un departamento del primer piso. Baja por la escalera y comienza a caminar hacia la cancha. “Viene Galarza. ¿La paro antes de que llegue?”, pregunta un joven ligado al partido de Martín Sabbatella, intendente de Morón. “Voy yo”, replica el funcionario.

La mujer y el empleado municipal se encuentran a unos cincuenta metros del grupo que rodea a Victoria. Miran hacia el pequeño gentío que envuelve a las cámaras. En el medio están Susana, Turco, Magaldi y el Rulo. Ellos también observan a la mujer de setenta años. Están nerviosos. Los cuatro fueron secuestrados y estuvieron desaparecidos tras el golpe de 1976. A Susana la detuvieron diez días después que a su madre, a fines de octubre. La llevaron a la base aérea de El Palomar, después a la comisaría 3ª de Castelar. “No te vuelvas a meter en política”, le dijeron antes de soltarla. Ella volvió al departamento del monoblock. “Tenía que ayudar a mis hermanos. No tenía plata para mudarme. Mi mamá no apareció más.”

Susana baja un poco la voz y habla de la anciana que los mira desde unos metros. “Era la entregadora. Iba con la patota de la Fuerza Aérea. Se quedaba en la planta baja y cuando sacaban a la gente los identificaba. Si silbaba, no era al que buscaban. Si se quedaba en silencio, lo secuestraban. Ahora está con mal de Parkinson y no puede caminar bien”, cuenta. “Es el castigo que le dio Dios”, sonríe el Turco. Los camarógrafos giran los equipos y registran la imagen de la supuesta delatora.

La anciana deja de conversar con el empleado del municipio. Regresa a su departamento del primer piso del monoblock 1 anexo 8. En el balcón la espera su marido. El cronista se acerca al funcionario y le pregunta por su charla con Galarza. “Fui a hablar con ella porque suele andar con una riñonera con un arma. Es una pesada. Los pibes la tienen catalogada como buchona. Me preguntó qué estaban haciendo con las cámaras. Cuando le conté, dijo: ‘Estos son zurditos, de los derechos humanos. Ya van a ver’.”

Un hombre en bicicleta pregunta qué están filmando. Le explican que están haciendo un documental sobre dos desaparecidos que dirigían la comisión de vecinos. Le señalan a Victoria y le cuentan que es la hija menor de la pareja. Le dicen que acaban de filmar a una vecina que identificaba y entregaba a los militantes de la época. El hombre abre los ojos. “Saben cómo se llama?”, pregunta. “Dicen que Carmen Galarza”, le dicen. “A quién no entregó Galarza”, responde el vecino con una sonrisa. Antes de irse vincula a la anciana con el tráfico de armas ilegales.

Victoria se va al mediodía tras escuchar muchas anécdotas de sus padres. Cori y Jorge, la petisa y el alto. Acaba de recorrer el barrio en que ellos organizaban a los vecinos para conseguir los medidores de gas, para votar al partido Auténtico o para distribuir los alimentos que Bunge & Born había pagado por el secuestro de Jorge Born. Sus acompañantes la siguen hasta donde termina la Gardel, más allá comienza un barrio de casas bajas. Enfrente hay una escuela primaria. Son más de las doce y está saliendo el turno mañana. “¿Son de la tele? ¿Para qué programa es?”, pregunta un pibe de unos doce años. “Es una película sobre dos desaparecidos”, le cuentan. “Pero eso pasó hace treinta años”, dice sin ocultar su decepción ¿Treinta años, mucho tiempo?

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