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El país|Domingo, 29 de octubre de 2006

El discreto encanto de las urnas

Aunque tienen distinto rango, en Brasil se juega el destino regional y en Misiones, una pulseada con la oposición en su conjunto, las dos elecciones que se definen hoy tendrán impacto sobre el futuro de la Argentina y sobre la conducta de sus gobernantes. Qué hay en juego y cuáles son los escenarios que se abren a partir del lunes.

Por Mario Wainfeld:
Opinion
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La presidencial de Brasil y la acotada Constituyente de Misiones son dos elecciones de bien distinto rango, pero ambas llaman la atención de los ocupantes de la Casa Rosada e influirán en su futuro. En la compulsa local el Presidente interviene, encabezará la dedicatoria de Carlos Rovira si éste gana o tendrá que bancarse el “para Kirchner que lo mira por TV” si el gobernador muerde el polvo o, por ser más preciso, la tierra colorada.

En Brasil, el Presidente necesita que gane su colega y amigo Lula, quien, a estar a las respectivas encuestas, parece tener la vaca mejor atada que el gobernador misionero. Pero, en este caso, su deseo y su participación inciden poco.

La votación más lejana, aquella en la que menos pesa, la que menos gritos a favor o en contra suscitará esta noche es, empero, la más importante para el futuro de Kirchner, tanto como para la Argentina y para el actual diseño del Mercosur. Un traspié en Misiones incidirá en el escenario local, un sorpresazo en Brasil sería una suerte de terremoto a nivel internacional, un paso atrás en la región y un revés dudosamente reparable para el actual gobierno argentino.

El compañero petista

Kirchner y Lula, es conspicuo, no se enamoraron a primera vista. Los encuentros iniciales estuvieron signados por una incomodidad para el argentino, ocurrió que el celestino fue Eduardo Duhalde. Las primeras acciones del líder del PT y los cónclaves de 2003 y algo de 2004 motivaron lecturas ora críticas, ora despectivas, en la mesa chica del kirchnerismo. El jefe petista era descrito a la façon pingüina, con trazos gruesos pero inteligibles: era un sindicalista, un “laborista”, limitado ideológicamente por su formación y su praxis, en los peores momentos sospechoso de ser un “pichón de Menem”. Esa lectura se sustentaba en la orientación económica del gobierno brasileño durante los primeros tiempos, su amable trato con el FMI y la (cuestionable) falta de apoyo de Lula cuando Argentina pulseaba con el organismo.

El andar del tiempo fue ampliando los horizontes conceptuales de la cúpula del Gobierno y algunas verdades básicas fueron enriqueciendo su cuadro de situación: Brasil no es igual a nuestro país, Lula tenía entre ceja y ceja evitar el default que acá se pagó con creces. Los argentinos se fueron haciendo cargo de que ese designio no era ninguna nimiedad y que ameritaba pagar algunos costos.

El abordaje conjunto de las crisis políticas de Bolivia y de Haití, con el objetivo de formar un eje regional de inusual autonomía respecto del Departamento de Estado, también sirvió para limar suspicacias. La convivencia fue transformando en aliados “en sí y para sí” a dos hombres cuya empatía tardó en florecer.

Señalar diferencias entre Brasil y Argentina es una obviedad que puede insumir horas. Sus coincidencias, su cercanía, la necesidad de un destino común son también patentes pero están supeditadas a una direccionalidad política. Esa direccionalidad es el eje mayor de concordancia entre Lula y Kirchner. Surgidos ambos de partidos de matriz popular, recusan con similar énfasis y estilos peculiares el discurso noventista. La agenda democrática del Consenso de Washington era primitiva, marcadamente ideológica si por ideología se entiende la cobertura discursiva, supuestamente racional, de intereses o valores. La necesidad de inversiones extranjeras para los países emergentes era el centro, tras las inversiones (como en fila india) venían el crecimiento y el derrame ulterior. Ese camino virtuoso se pavimentaba con la libertad económica, sinónimo de sumisión a la lógica del capital y de los organismos internacionales. Sólo hacía falta desmalezarlo de corrupción y, aunque no se dijera exactamente así, de política económica. La intervención gubernamental era pecado cuya penitencia era perderse el tren de la modernidad. El tren, ahora se nota, descarriló. Mientras circuló se llegó a ver que tenía casi exclusivamente vagones de primera clase.

La recuperación de la política, del protagonismo estatal, de instituciones relegadas al desván son el tono de una nueva época, que Lula y Kirchner traducen según sus propios léxicos sin diferir mucho más que lo que difieren las realidades que gobiernan. Somos parientes de nuestros contemporáneos aunque nos empaquemos en negarlo. Un tono diferente recorre la región, con vasta gama de color local y necesidades distintas, a veces contenciosas. Pero la mirada sobre el mapamundi en Brasil y Argentina no es antagónica. Mandatarios que ejercieron con ulterioridad al 11-S, Lula y Kirchner disfrutan de la relativa distracción de Estados Unidos obsesionado en otras comarcas. La –precaria e infrecuente– paz que prepondera en la región posibilita márgenes de opciones que es necesario preservar. La subversión del deterioro de los términos del intercambio y el fulgor de las commodities posibilitan una hendija de oportunidad que no estaba en los libros. China e India no son, como para Estados Unidos, adversarios sino mercados potenciales y ávidos. El boom energético de Bolivia y la más clásica productividad de Venezuela permiten suponer (para nada garantizar) un proceso de integración sustentado en la complementariedad de intereses y no sólo en los valores comunes.

Hablamos de un proceso virtualmente posible que tiene varios talones de Aquiles, empezando por la volatilidad del sistema político boliviano y siguiendo por la resistencia feroz que hostiga a Evo Morales y Hugo Chávez. También le agrega espinas el incordio de conciliar intereses con Brasil y Argentina, remontando la inexperiencia del elenco de gobierno del MAS y los justificados resquemores bolivianos tras años de explotación a manos de las oligarquías locales y de las empresas extranjeras, anche las brasileñas. Las resistencias en cada país son también cerriles.

Son muchas cuestas para repechar, enormes complicaciones en un rumbo común que Lula y Kirchner fueron entendiendo y emprendiendo más o menos juntos, tanto como lo permitieron las circunstancias. Mucho camino se hizo al andar, unos cuantos prejuicios fueron corregidos.

La híper presencia presidencial, las cumbres donde todo se discute y se negocia, la centralidad de los gobiernos son el emblema de un Mercosur diferente, todavía en germen.

La exhumación de instrumentos económicos exiliados por la avanzada neoconservadora es otra constante expandida que provoca reacciones fenomenales. Vaya un ejemplo de la semana que pasó: Tabaré Vázquez, enaltecido como niño modelo por los críticos del “populismo”, es agredido por la derecha de su país, que no se priva ni de conspirar con altos jefes militares. Sus “pecados” son, entre otros pocos, otorgar subsidios para el transporte público.

Los argumentos de la derecha brasileña para defenestrar a Lula da Silva tienen resonancias accesibles a los argentinos. En un artículo publicado en la revista Cartacapital, el consultor y cientista social Marcos Coimbra reseñó “Cinco ideas falsas” de la oposición sobre el voto oficialista en su país. Cuatro parecen escritas acá, contra el voto al peronismo, a Kirchner incluido: el voto a Lula es “cínico”, “burro”, “de miserables”, “manipulado” (textuales del original). La otra, “nordestino”, es algo más folclórica.

En un plano ideal el Mercosur debía ser una política de Estado, que flotara sobre los cambios políticos de los países miembros. En el actual estadio, ese objetivo normal resulta quimérico. Mucho del destino común de la región se juega en la elección de la tercera (por cantidad de votantes) democracia del mundo. Marco Aurelio García, el brillante asesor presidencial de Lula que ahora funge como su jefe de campaña, describió como “peligro Alckmin” el parate que significaría para el Mercosur el relevo del presidente brasileño. Kirchner suscribe, sin duda, ese punto, y seguramente no yerra.

Una velada campestre

El federalismo diseña identidades a nivel interno tanto como lo hace la balcanización a niveles nacionales, más allá de proclamas retóricas y voluntaristas. Cada provincia es un pequeño cosmos, aunque no falten datos que las asemejen. Misiones, como casi todas, vota distinto en su capital y en su interior, repitiendo en surtidas medidas el modelo metrópoli-periferia. En Misiones la población rural es muy alta, orilla el 70 por ciento según estimaciones jamás muy rigurosas, y tiende a ser una rareza en la actualidad. Posadas es, por lo general y en esta instancia, bastión opositor.

Los sondeos varían bastante pero tienen una matriz común: todos revelan un corte clasista muy marcado, ya que las clases altas y medias votan en tropel por el obispo Joaquín Piña. Los más humildes dividirán sus preferencias, la proporción en que lo hagan determinará el resultado final. La consultora Opinión autenticada, que relevó en encuestas domiciliarias a más personas que las que son habituales, prevé un triunfo del frente que comanda el obispo aun en el remiso interior. Los trabajos de Ricardo Rouvier vaticinan un resultado inverso.

Algunos factores pueden incidir en el desenlace y sin duda formará parte de análisis ulteriores. El ausentismo en convocatorias a constituyentes propende a ser marcado; en Tucumán fue altísimo, aunque que el resultado pinte reñido puede motivar la participación. El peso del gobierno (clientelismo y presión difusa o no tanto) pueden jugar su rol. También está por verse qué pesa el éxito simbólico de la oposición, que aglutina clases altas e Iglesia, y parece haber ganado el lugar de la fiscalía republicana.

El temor reverencial puede jugar de modos ambivalentes. El voto oculto, las “espirales de silencio” que sobredeterminan a macanear o a dudar sobre la propia filiación durante la previa pueden estar a la orden del día. Pero para eso falta, tan luego, que se abran las urnas.

Lo irrevocable, todo modo, es que la elección se nacionalizó y que ninguno de sus dos desemboques será gratis para el gobierno nacional. Perder adicionaría los costos simbólicos y políticos. Ganar no ahorraría a Kirchner un desgaste de su imagen en los distritos urbanos que se parecen más a Posadas que al interior misionero.

La polarización entre clases es un pobre cuadro para un país federal, mestizo, que debería aspirar a ampliar la diversidad y el pluralismo. El dilema “peronismo/Unión Democrática” sería una regresión de improbable sustentabilidad en el mediano plazo.

La movida de Rovira es indeseable en términos de calidad institucional. Espeja la angurria de poder de referentes locales que carecen de estructuras que viabilicen su presencia más allá de una elección. Salirse de la casa del gobierno es para ellos (Rovira, José Alperovich o Felipe Solá) exiliarse, producto del modo en que construyen identidades y partidos.

El anquilosamiento del elenco de gobernadores fue tendencia arrasadora en 2003 tras cuatro años de malaria, cuasi monedas, pagadioses prolongados a empleados públicos, docentes y policías. Sólo cinco provincias cambiaron de mano y hasta los radicales sobrellevaron razonablemente bien el desprestigio que les propagó Fernando de la Rúa. Cabe inferir que en 2007 el punto de largada será todavía más propicio para los que gobernaron en años de crecimiento sostenido y caja robusta. Los Ejecutivos provinciales configuran un sistema pétreo, arisco a la novedad, centrado en dirigentes conservadores populares cuya trascendencia nacional sería irrisoria. Nulo plafond para una renovación política.

Kirchner siempre fue generoso con quienes lo acompañaron desde la primera hora o, bueno, desde la segunda. Si lo sabrán Alberto Balestrini, Agustín Rossi, José Pampuro o el susodicho Rovira. Esa concesión internista, que hace al abecé de la política, no embellece su mala opción misionera. “Pagarle” a un aliado fiel no debe ser un logro superior a higienizar el sistema político, una necesidad flagrante.

El Presidente también apoya a Rovira en pos de su actual versión de la gobernabilidad que, resumida charramente, es convivir con la mayor cantidad posible de malos conocidos. No es una propuesta estimulante, acaso no sea consistente con los mejores planteos del propio Kirchner, que supo ser más revulsivo con poderes instalados. Los “gobernas” (amigos u opositores) lo son, representan el pasado, el statu quo, la atonía cultural. El poder rancio no sólo está enfrente, aunque la oratoria oficial se ensimisme en esa descripción.

El conglomerado opositor misionero tampoco las tiene todas consigo. Es, a su modo, la fantasía recurrente del Presidente: todos los contreras juntos. Desde Piña hasta Puerta, pasando por la CGT y la CTA, Juan Carlos Blumberg y Adolfo Pérez Esquivel. Esa mélange, que sería una catastrófica coalición de gobierno, levanta en esta instancia una bandera mejor, más edificante que la bulimia política de Rovira, que no ha dejado acto cesarista sin cometer.

Límites

Kirchner no fue totalmente de palo en Brasil, cuanto menos no se resignó a serlo. El Presidente intercedió ante Evo Morales para que aflojara sus controversias con Petrobras hasta después de los comicios. Pero, así esa intervención fuera eficaz, su impacto en el resultado final sería ínfimo. El punto es interesante y extrapolable. Muchas de las cuestiones más determinantes para la suerte de un proyecto político en un pequeño país alejado del centro del mundo circulan por carriles inaccesibles a la voluntad o la aptitud de sus gobernantes. La estabilidad económica y política de China o la India pueden pesar más que el voto misionero. Otro tanto podría argüirse respecto de un cambio en el gobierno norteamericano, de los deletéreos flujos de divisas que vienen y van, de las decisiones de multis frente a las cuales los gobiernos son como petisos colados en un partido de la NBA... la lógica del capitalismo global es, de por sí, un vallado alto a la construcción política nacional. Pretender que “poder” y “poder político” son sinónimos suele ser una engañifa de quienes defienden a los poderes fácticos, escamoteados en el discurso y opacos a la lógica democrática.

Años atrás, el economista Adolfo Canitrot estimó en un 20 por ciento de la economía lo que podía manejar un gobierno. Juan Domingo Perón, en una época más generosa con los atajos autárquicos, hablaba de política y subía la ponderación al cincuenta por ciento. Los números son arbitrarios, los justifica un afán didáctico..., la idea es clara.

Por eso mismo, porque lo político estatal no es todo, es tan importante conservar y acrecentar su peso. Y también concebir sociedades regionales, que mejoren las frustrantes correlaciones de fuerzas. La democracia es el mejor modo de perseguir esos objetivos, no accesibles con facilidad. Más allá de lo que deparen los resultados, es un insustituible punto de partida que los pueblos elijan y estén en aptitud de volver a hacerlo.

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