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El país|Lunes, 27 de noviembre de 2006
LOS VECINOS DE GUALEGUAYCHU SOLO HABLAN DE QUEDARSE

“Si nos sacan, en una hora somos 30 mil”

Pese al domingo desolador, los asambleístas de Gualeguaychú no se movieron de la ruta. Ninguno imagina la posibilidad de que los repriman, pero anticipan que si los sacan, vuelve todo el pueblo. Preparan baños, duchas y parrillas para aguantar mejor.

Por Marta Dillon
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La lluvia y la helada no permitieron que anoche se realizara la tradicional asamblea.

Persistente y helada, la tormenta parecía una conspiración cuando se desató de madrugada sobre Gualeguaychú y sus alrededores. Las calles anegadas, los paseos tradicionales cerrados, los bares que cuando amanece todavía hacen sonar su música sobre la costanera de esta ciudad turística; todo eso estuvo desierto durante un domingo de perros que sólo invitaba a soñar con una cama caliente. Un sueño posible para cualquiera menos para los vecinos de esta parte de Entre Ríos que, siguiendo el llamado de su compromiso contra la instalación de las pasteras del otro lado del río Uruguay, ocuparon la Ruta 136 desde temprano y durante todo el día. El piquete a la altura del Arroyo Verde era un embrollo de autos acomodados como por la mano de un niño que juega con miniaturas. Dentro, familias enteras tomaban mate, comían sanguchitos o parloteaban entre sí con un entusiasmo cuyo único motivo era ver cómo se acumulaban los vehículos, cómo se desarticulaba con voluntad la conspiración del temporal para ralear el campamento en que se convirtió el corte de ruta.

Raquel González, dueña de una estación de servicio; Rita Ruiz, universitaria; Federico López Ponsá, empresario; Juan Ferrari, productor agropecuario; Daniel Taborda, empleado municipal; Angel Frías, comerciante. La lista podría seguir hasta completar la página, si esta cronista hubiera accedido a tomar nota de las presentaciones que se impusieron casi como una declaración de principios dentro de “la trinchera”, esa cabaña de madera que se construyó durante el año y que ofrecía buen reparo del vendaval. “Es que no somos piqueteros, somos toda gente ocupada, por eso somos más los domingos, el resto de la semana nos turnamos”, aclaraba ayer Ferrari, dirigente de la Federación Agraria, marcando ese límite de identidad que parece ser fundante del movimiento que en Gualeguaychú se opone a la construcción de la planta de Botnia. “Yo no sé, se habrán creído que éramos unos isleños ignorantes, que nos iban a arreglar con electrodomésticos, como hicieron en Pontevedra (España), pero acá somos toda gente pensante”, agrega Ponsá. Gente, se puede intuir, que jamás estuvo al margen de la ley y que ahora podría parecerles letra sin valor si cayera sobre ellos para ordenarles levantar el corte.

“De acá no nos movemos”, es la voz general. “Pero si quieren, que hagan la prueba. Pueden traer mil gendarmes y sacarnos de acá en algún momento que seamos poquitos. Te aseguro que en una hora somos treinta mil, dos kilómetros más arriba”, alardea Raquel González aun en contra de sus intereses más privados. Como dueña de una estación de servicio, la poca afluencia de ciudadanos uruguayos para comprar combustible ha mermado sus arcas. “Así y todo lo prefiero, los daños de Botnia podrían ser mucho peores.” La hipótesis de que el corte pueda ser levantado en algún momento por la fuerza suena increíble no sólo entre quienes están apostados en la ruta. A cualquier persona en Gualeguaychú se le puede preguntar lo mismo que la respuesta parece calcada: no estarán todos en la ruta, pero iría el pueblo completo si llegara haber algún atisbo de represión. “En octubre, cuando ordenaron filmarnos, la gente venía con la fotocopia de su DNI pegada a la ventanilla del auto para ahorrarles trabajo a los gendarmes. No tenemos miedo porque estamos haciendo lo correcto”, dice Taborda, cubierto con una capa verde por la que corren cascadas de agua sin que se inmute.

El convencimiento, además, no es sólo de palabra: entre el sábado y el domingo llegaron camiones de distintos corralones con donaciones en material para que se siga avanzando en la construcción de más baños, duchas y fogones con mesas y parrillas para que las familias puedan instalarse con el menor sufrimiento posible en ese lugar que dejó de ser un páramo para convertirse en el centro social de esta ciudad costera. Y probablemente merced a la lluvia, el domingo aumentó el número de improvisados reparos donde las rondas de tortas fritas le pusieron calor y sabor a una tarde desoladora.

Lo único que la lluvia logró aplazar fue la asamblea que cada atardecer se realiza sobre la ruta. Pero no hay decisiones urgentes que tomar, ya que la posibilidad de levantar el piquete no fue mencionada tampoco en la última reunión, el sábado después de las 21, cuando el temporal empezaba a hacer tiritar a los más de 300 asistentes. El micrófono abierto sirvió en cambio para que hablaran turistas en apoyo a “la causa” y para una catarsis colectiva que tanto puede poner a rezar a los asambleístas –aunque buena parte se queje de esa imposición de las mujeres mayores– como hacer llorar a varios cuando se describen las cosas que se pueden perder si Botnia empieza a funcionar: las garzas blancas y negras, la miel que se exporta a Alemania, la limpieza de su laguna, el aire puro y demás.

“¿Vos crees que esto puede resolverse antes del verano?”, pregunta un asambleísta, casi en secreto a Página/12, para que sus vecinos no registren su ansiedad. Pero antes de esperar respuesta se conforma: “Si no, no importa, ya tenemos encargadas las piletas de natación para los chicos. Y para los grandes también”.

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