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El país|Domingo, 24 de diciembre de 2006
LA CASA DE ALMIRON EN UN PUEBLO POBRE DE VALENCIA

“¡Los periodistas a la hoguera!”

Por Oscar Guisoni
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El modesto departamento en Jesús 10, Torrent.

Desde Valencia

“Periodistas no. ¡A la hoguera!” Ana María Gil Calvo, esposa del ex comisario de la Triple A Eduardo Almirón, ayer recibió así a Página/12 en la puerta de su domicilio de Torrent. Custodiada por dos agentes de la Policía Nacional a los que supuestamente llamó cuando supo por los vecinos que un medio argentino la estaba buscando, la mujer del ex miembro de los grupos paramilitares de José López Rega afirmó que tiene en su poder “documentos y grabaciones” que protegen a su marido, al tiempo que amenazó a “cualquier medio que siga insistiendo con el tema” con acciones legales.

La salud de Almirón es precaria desde que sufrió una embolia, hace unos años. Los vecinos del 10 de la calle Jesús, en el pueblo valenciano de Torrent, contaron que los Almirón se mudaron al tranquilo y modesto lugar hace cinco años, provenientes de Madrid. “Mi marido está en el hospital por culpa de ustedes –fue el grito de Gil Calvo–, después de las barbaridades y mentiras que publicó El Mundo. Y no se moleste en buscarlo en un hospital público porque lo internamos en una clínica privada, para que la prensa no lo pueda localizar.” A su lado, un inmenso perro pastor alemán se ponía cada vez más nervioso, y los dos policías más incómodos.

Según algunos vecinos, nadie había visto salir a Almirón. Isabel Serrano, una vecina que se jactó de ser amiga, dijo que “son gente muy buena. A veces hasta me cuidan a mis hijos cuando yo no estoy. Yo le hago dibujos para que él luego los coloree, porque tiene muy mermadas sus facultades mentales y le han dicho que necesita ejercitarse de vez en cuando”. Isabel recuerda que Almirón y su mujer le contaron que él había sido comisario en Argentina y que alguna vez le mostraron fotos de él “con personas muy famosas de allá y de aquí también, porque como usted sabrá el señor fue guardaespaldas de Manuel Fraga Iribarne y hasta ayudó a formar a los que después fueron custodios de Felipe González”.

Gil Calvo llegó a su casa, entró directo al garaje, llamó a la policía y sólo entonces bajó a hablar con Página/12. “Haga correr el rumor entre sus colegas de que no voy a recibir a nadie y de que llamaré a la policía cada vez que los vea dando vueltas alrededor de mi casa –amenazó–. Nosotros tenemos grabaciones, documentos, que protegen a mi marido. Nadie nos podrá hacer nada, porque mi esposo es inocente. Es pura basura eso que dice la prensa.” Por último, confirmó las versiones de que su marido había sufrido una recaída.

El barrio de Torrent en el que vive la familia Almirón es uno de los más pobres de ese pueblo. El edificio de la calle Jesús fue construido hace veinte años como Vivienda de Protección Oficial, un tipo de casas para personas de bajos ingresos subsidiadas por el estado. Almirón la compró usada, cuando las ventajas oficiales ya no eran efectivas. Nadie sabe por qué los Almirón eligieron ese lugar perdido en la Comunidad Valenciana, ya que al parecer el matrimonio no tiene hijos ni familiares en la zona. La esposa de Almirón es “secretaria o lleva temas de computación en una empresa”, según afirma María, una vecina que no puede creer lo que se dice en los medios de “este señor tan amable, que parece tan buena persona”.

Desde las ventanas del cuarto piso donde vive el matrimonio la imagen no puede ser más triste y decadente: un arroyo sucio y olvidado que pone fin al pueblo y la autopista que lleva a la cercana Valencia. “Yo a esta gente no la conozco mucho”, dice el dueño del bar El Buen Consejo, más indignado por la descripción del barrio en los medios españoles que por la presencia de vecinos tan particulares.

“¡Anda ya! –suelta Pepa en perfecto español castizo cuando ve los recortes de prensa con la foto de su vecino–. ¡Un terrorista había resultado ser! ¡Si uno no se puede fiar ya de nadie!” Cargada con las bolsas del mercado, su amiga prefiere desconfiar de las noticias. “No puede ser, no me lo creo”, afirma entrando en casa. “Si es verdad, que venga entonces el juez Garzón y lo meta preso, coño”, dice un señor mayor mientras se toma su primera ginebra de la mañana. Sus amigos festejan la ocurrencia mientras nadie deja de hablar del tema que tiene al barrio convulsionado.

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