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El país|Domingo, 24 de diciembre de 2006

Buenos Aires, Valencia y Parque Patricios

Por Susana Viau
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Valencia debe ser una maldición para el ex subcomisario Rodolfo Eduardo Almirón. Allí, en un barrio atenazado entre las casitas de los gitanos y una autopista, fue detectado semanas atrás por el diario El Mundo, de Madrid, y allí, en abril de 1983, lo había pillado otra publicación, el semanario Cambio16 oficiando de ángel guardián de Manuel Fraga Iribarne, entonces líder de la oposición al joven presidente del Gobierno Felipe González. Almirón conocía bien el oficio de guardaespaldas pero no era un simple “culata”. Venía de ejercer la jefatura operativa de la Alianza Anticomunista Argentina, la Triple A, en su etapa inicial, menos de tres años en los que la actividad de El pibe, como le llamaban en la sede de otra Alianza, Alianza Popular –la derecha “civilizada” que devino en PP (Partido Popular)–, puede sintetizarse en números: 19 asesinatos políticos en 1973; 50 en 1974 y 359 en 1975. Caído, el “hermano Daniel”, se refugió (es un decir) en España, Almirón lo acompañó y con ellos viajó un tercer individuo, hombre de confianza, segundo en el primer organigrama de la AAA: Miguel Angel Rovira. España era aún un paraíso para los fascistas de todo pelaje. Tras el golpe de 1976, la Triple A residual, confinada a Automotores Orletti, iba a tener un rol determinante en la Operación Cóndor.

Las “tramas negras” italianas, los maurrasianos franceses, la PIDE portuguesa y los anticastristas y anticomunistas del Este eran recibidos con los brazos abiertos por la ultraderecha española que, muerto el Caudillo, aspiraba a mantener su protagonismo, se nucleaba en el diario El Alcázar, en los restos de la Falange, en los Guerrilleros de Cristo Rey y en la Fuerza Nueva, de Blas Piñar, un “facha” que jamás pudo lograr los éxitos del bestializado Jean-Marie Le Pen. Aunque hiciera daño y metiera miedo, el fascismo ibérico estaba en retirada y sus protagonistas más lúcidos preferían mimetizarse en Alianza Popular, detrás del ex ministro de Información y Turismo de Franco, don Manuel Fraga, célebre por aguantarse los fríos de marzo, desvestirse y meterse en el mar en Palomeras, una playa almeriense donde había caído un avión norteamericano que todos sospechaban transportaba armamento nuclear. Con los parientes argentinos de la P-2 no se podía ser menos gentil. La integración de Almirón, Rovira y el suegro de Almirón, el ex comisario mayor Juan Ramón Morales, la “palanca” que lo había hecho entrar en Robos y Hurtos, no fue difícil. Las investigaciones realizadas indican que, para devolver las atenciones, Almirón se alistó en el contingente de voluntarios que el 9 de mayo de 1976 emboscaron al ala más conciliadora del Partido Carlista. La llamaron “Operación Reconquista” y el escenario fue la cima del Montejurra, en Navarra, a la que los partidarios de una vaga salida liberal llegaban en peregrinación. Los recibió una ráfaga de ametralladora. También se escucharon estampidos de pistolas. El saldo fue de dos muertos. Los testimonios aseguran que entre los atacantes estaba El pibe. Con algunas dudas agregan los nombres de Morales y Rovira, El ministro de Gobierno era Fraga Iribarne, quien en 1984 designaría a Almirón jefe de su custodia personal. Al ser descubierto por Cambio16, Almirón emitió un comunicado donde consignaba que no pesaba sobre él orden de captura alguna y que su llegada a España “se produjo en 1975 en misión oficial en virtud de una disposición de la Presidencia de la Nación, asignándome el servicio de escolta del ex ministro y entonces embajador plenipotenciario José López Rega”. En la causa seguida contra Antonio Tejero y los golpistas del 23-F se podía leer que algunas de las reuniones de los putschistas se habían realizado en la empresa madrileña Aseprosa. Uno de los grupos de Aseprosa era dirigido por Almirón, quien aceitaba sus contactos con la Brigada Antiguerrillera, comandada por el célebre torturador franquista Roberto Conesa. Con tamañas amistades, en 1979 El pibe se convirtió en ciudadano español. El escándalo de Almirón no cortó los vínculos entre la derecha peninsular y la argentina. Luego de Almirón llegaron Raúl Guglielminetti (“mayor Guastavino”), el Loco Suárez, Jorge Radice e, incluso, Héctor Sayago, el periodista que, en Europa, le organizaba las relaciones públicas a Emilio Massera. El empresario peronista Carlos Amar, radicado en Madrid, solía recibir frecuentes telefonazos del prófugo López Rega, a quien se refería como “el amigo”.

Pitos y matracas

El paraguas ideológico de la Triple A –y su fugaz antecedente, el Comando Libertadores de América– lo habían abierto los lazos que el propio Juan Domingo Perón mantenía con la Logia Propaganda 2. A ella adherían muchos de los miembros del gabinete: el canciller Alberto Vignes, el ex embajador en Italia y ministro de Defensa Adolfo Savino, el secretario de Prensa José María Villone y el ministro de Bienestar Social José López Rega. Existía, asimismo, un entorno que coincidía con la necesidad de erradicar, de cualquier forma –y el terror era la más expeditiva– las organizaciones de izquierda y las corrientes nacionalistas revolucionarias del peronismo. De ese circuito fascistoide y simpatizante de la violencia formaban parte el coronel Jorge Osinde, el capitán Ciro Ahumada, el periodista Jorge Conti –compañero de Gerardo Sofovich en “Las Dos Campanas”, Julio Yessi y Felipe Romeo, director de la revista El Caudillo–. Se afirma que quien aportó el “know-how” para el accionar de la banda no fue otro que el encargado de estructurar la brigada antiguerrillera de la Policía Federal, el comisario Alberto Villar. Para ejecutar el plan fueron designados Juan Ramón “El Chango” Morales, Horacio Paino, Almirón y Rovira. La madriguera estaba en Bienestar Social. En verdad, la cartera que no en vano heredaría Massera era una pintura: Osinde revistaba como secretario de Deportes, Yessi presidía el Instituto Nacional de Acción Cooperativa, Conti manejaba la prensa ministerial, en combinación con Paino, Roberto Vigliano y José Miguel Vanni. Desde Bienestar Social afluían los fondos que financiaban El Caudillo, cuyas oficinas en la avenida Figueroa Alcorta eran utilizadas asimismo como base de operaciones por Morales y Almirón. El ministro del Interior Alberto Rocamora matizaba: “La subversión de izquierda actúa en forma continua, en cambio las denominadas AAA actúan en forma esporádica”. Su sucesor en el cargo, Antonio Benítez, respondió en el curso de una interpelación en el Congreso: “Al gobierno no le consta la existencia de la Triple A”. Paino relató años más tarde que había sido Villone quien le había propuesto formar un “cuerpo de seguridad dinámica”, en buen romance, por encima de toda regla. El agente agregó que el dinero para la compra de armamento lo proporcionaba el director de Administración del ministerio, Rodolfo Roballos. En el tercer subsuelo del ministerio se almacenaba el parque de que disponían sus comandos. Los cheques los entregaba Conti y salían de las cuentas del noticiero oficial Sucesos Argentinos o de Honegger & Cía, el taller donde se imprimía la revista Las Bases. Su debut ocurrió el 21 de noviembre de 1973, en el garage de Marcelo T. de Alvear al 1200, donde hicieron volar el Renault 6 de Hipólito Solari Yrigoyen, con el diputado adentro. Solari Yrigoyen cuestionaba la Ley de Contrato de Trabajo que perpetuaba sine die a las direcciones sindicales. La burocracia no vio con malos ojos el atentado, que la Triple A no firmó. Tampoco se adjudicó los asesinatos del sacerdote Carlos Mujica y el diputado Rodolfo Ortega Peña. Los siguientes, en cambio, tuvieron su sello: el rector de la UBA Raúl Laguzzi, los militantes sindicales Horacio y Rolando Chávez y Emilio Pierini, el abogado de izquierda Alfredo Curutchet, el sindicalista y ex vicegobernador de Córdoba Atilio López, militantes comunistas, obreros, estudiantes. El golpe del 24 de marzo de 1976 los puso en la órbita de la SIDE, bajo el control del general Otto Paladino y con un cuartel general en el taller mecánico de Automotores Orletti. No volvieron a firmar sus crímenes. Los militares habían recuperado el ansiado “monopolio de la fuerza”. En la creencia de que los hombres olvidan lo que no pueden soportar, Rovira regresó a Buenos Aires. Trabajaba en lo que sabía. Lo sorprendieron los obreros de Metrovías y exigieron su despido. Vive en el barrio de Parque Patricios.

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