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El país|Sábado, 3 de marzo de 2007
PANORAMA POLITICO

SUSTANCIAS

Por J. M. Pasquini Durán
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¿Son diferentes heterodoxia y pragmatismo? Lo mismo que ilusión y cinismo. Para decirlo con referencias personales: son las diferencias entre el pragmático Carlos Menem y el heterodoxo Néstor Kirchner, pese a que ambos son frutos del mismo árbol. Como éstos son tiempos electorales, hay cierta predilección de las voces oficialistas en recordar el peronismo del Presidente y él mismo, en su frondoso mensaje del jueves a la Asamblea Legislativa, quiso subrayarlo con dos elogiosas menciones a Perón, ausente habitual en sus múltiples discursos, casi cotidianos. Ahora, es la presión del escrutinio bonaerense, donde los cálculos indican que dos de cada tres votantes eligen la misma camiseta, aunque sean distintos los que la llevan puesta. Con una excepción reciente: al final del siglo XX la mayoría del primer distrito electoral se inclinó por Fernández Meijide del Frente Grande, que no tenía ni un gramo de peronista, como se lo recordaron durante toda aquella campaña los partidarios de la derrotada Chiche Duhalde. Dicho lo cual, vale la pregunta: ¿cuál sería el resultado si los candidatos del actual oficialismo se presentaran con la única identidad, nacional-desarrollista, que ilustró, durante más de dos horas del jueves, el minucioso inventario de la gestión cumplida hasta aquí? ¿Hace falta todavía proclamarse peronista para conservar votos?

Kirchner definió la obra realizada, en particular la económico-social, como “el modelo argentino”, porque sabe que hoy en día etiquetarla de peronista quiere decir todo y nada, al mismo tiempo. No sería vano presumir, además, que el Presidente aspira a figurar en la historia futura fuera de la nómina cronológica de los que tomaron el mando después de la muerte del General –Isabel, Menem y Duhalde–, o en todo caso como el fundador de la etapa superior (¿o superadora?) del movimiento popular fundado a mediados del siglo pasado. Al fin y al cabo le toca gobernar en un siglo y un mundo distintos, con una economía tan “globalizada” que una decisión financiera en China pudo voltear esta semana los mercados de capital en todo el globo, empezando por Wall Street, el más importante centro financiero de la mayor potencia del planeta. En estas condiciones de poco sirven las veinte verdades de Perón y todos los otros dogmas que solían recitarse en el Movimiento; hay que ser heterodoxo, hasta hereje si es necesario, pero conservando en la ciudadanía las ilusiones, las esperanzas de un futuro mejor, en lugar del cínico y resignado “presente perpetuo” neoconservador de la década menemista.

Para entender “el modelo argentino” no alcanza con repasar el agobiante recuento administrativo de las realizaciones o contabilizar todo lo que queda pendiente. Tampoco agota el análisis el discurso paralelo, o sea todas las acotaciones al texto escrito, la mayoría de contenido político, con pizcas de sarcasmos provocativos y también de la fatuidad que se consigue cuando se tiene en la mano un balance positivo. Es preciso recordar los cuatro mensajes pronunciados ante la Asamblea Legislativa, desde el primero, cuando el Presidente era minusvalorado porque se lo imaginaba de estirpe “chirolita”, hasta el último, con apenas tres años de diferencia, cuando se lo presume monárquico pero imbatible. Hay que agregar el discurso en la Cumbre de Mar del Plata, a la que asistieron Bush y Chávez, una pieza dedicada a la razón de ser de la integración latinoamericana y del antiimperialismo. A través de esos textos aparecen algunas constantes, como la autodeterminación nacionalista en la era “globalizada” (las relaciones con el Fondo Monetario, por ejemplo, o las relaciones válidas con los enemigos del imperio sin “contaminación ideológica”), la idea del desarrollo con eje en el progreso industrial (“producción y trabajo”) y la utopía de los derechos humanos, con sus urgencias de justicia y verdad para cerrar las tumbas abiertas, pero con todas las otras dimensiones de la Declaración Universal, metas quizá inalcanzables en su totalidad –¿cuándo queda completa la integridad humana en el capitalismo?–, pero guías inexorables para “no bajar los brazos nunca”.

¿No será una expresión de deseos del analista más que una ajustada interpretación de las intenciones del gobernante? Puede ser, pero en política la palanca que mueve el mundo no depende sólo del que está a la vanguardia o del caudillo, y mucho menos en las democracias que acatan el voto popular. El juicio final dependerá, en este caso, de los resultados en las urnas, desde junio a octubre, en un calendario que comienza en la ciudad de Buenos Aires y termina con la elección presidencial. Cada ciudadano, aun los que se abstengan, hará el comentario final, sin más límites que su conciencia, su entendimiento, sus intereses y sus prejuicios. Desde esta perspectiva, por supuesto que el mensaje presidencial no está esterilizado, sin contaminación de fines electorales, igual que las opiniones de sus aliados y opositores, ya que uno de los móviles más poderosos de la política es la conquista del poder. Ninguna opinión a favor o en contra, ninguna presencia o ausencia en el recinto son ingenuas o prescindentes de esa legítima ambición. En esa carrera algunos usan la demagogia o la mezquindad supina; otros, el oportunismo y hasta la traición, pero éstas y otras perversiones de la conducta no invalidan la legitimidad de la competencia. El futuro dependerá, en definitiva, de la voluntad ciudadana.

En el afán de diferenciarse, las críticas al mensaje evitaron las adhesiones a las causas justas que contenía, contra “las cadenas de la impunidad” por citar una, pero hay que estar muy seguro del propio destino para levantar la mirada hasta ese punto. Es un error, sin embargo, porque el ciudadano sin afiliación partidaria suele hacer esas distinciones de juicio y aunque tal vez sea incapaz de repetir o confrontar estadísticas, para hacer su propio balance le alcanza con la propia experiencia cotidiana, derivada de las políticas públicas. Por lo mismo, también los hombres y mujeres de gobierno suelen equivocarse al adjudicarles a los medios de información una influencia exagerada, hasta omnipotente, sobre la opinión pública. Los expertos en comunicación han comprobado, por evidencias teóricas y empíricas, que esa influencia aumenta en proporción a los datos o emociones predominantes en la sociedad, pero ni siquiera así es determinante. Dado que está en uso, vale recordar una muy conocida sentencia de Perón: “Me echaron con toda la prensa a favor y volví con toda la prensa en contra”. Más cerca en el tiempo, cuando Menem buscó su primera reelección la consiguió con más de la mitad de los votos, pese a las consistentes denuncias periodísticas sobre actos de corrupción vinculados a su gobierno y los efectos, en todo caso, se hicieron sentir después, pero cuando había pasado el efecto seductor de la convertibilidad antiinflacionaria.

Tratando de separar la paja del trigo, conviene repasar los temas que no aparecieron en el mensaje. Si bien el Presidente reconoció que dejaba su primer mandato con “materias pendientes” y citó la salud pública como una referencia, lo mismo la pobreza, el desempleo y la exclusión subsistentes son asuntos de imperativa prioridad, porque en esas faltas hay mucho más que carencias materiales. En el diario francés Le Monde, un columnista relató el caso de un joven desocupado que tuvo que cavar la tumba para sepultar a su padre, como parte de pago para el sepulturero porque no tenía suficiente dinero para la factura completa. El comentarista preguntaba: “¿De dónde viene la humillación, ese sentimiento furiosamente contemporáneo?”. Su conclusión: “En las sociedades de producción, por la dominación clásica de un hombre por otro o de un grupo por otro. Hoy, por la exclusión en la sociedad de mercado y de consumo” (cit. Clarín, 28/2/07). En este tipo de sociedad, la humillación puede sentirse aun teniendo trabajo y alimentación básica, y es un sentimiento que aparece también en los niveles medios de la pirámide social, porque la exclusión es un concepto mucho más amplio que la sola pobreza o el desempleo. De eso también deben tomar cuenta los que administran el destino colectivo, porque si bien no hay estadísticas para medirla, está más presente de lo que aparentan los éxitos macroeconómicos o las mejorías graduales del bienestar general.

Entre las “materias pendientes” pueden anotarse, además, la inseguridad, las “cadenas de impunidad” que pueden desaparecer a J. J. López, la reforma tributaria y la política, la coparticipación federal, las obras de infraestructura demoradas o destruidas en la década del ’90, la coparticipación federal, el trabajo en negro y hasta la educación en todos sus niveles, dado que recién hay bases legales y financieras para iniciar las reformas necesarias. Esto es, sin contar lo que ya se hizo, sobre lo que por supuesto hay opiniones encontradas. De todos modos, al final de este mandato, el Presidente tiene motivos fundados para darse por satisfecho.

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