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El país|Domingo, 25 de marzo de 2007
DURO DISCURSO DE KIRCHNER EN LA RECUPERACION DE LA PERLA

“Digo a la Justicia que ¡basta!”

El Presidente le pidió directamente a la Cámara de Casación que dejara de demorar las causas de derechos humanos. El acto fue en el mayor campo clandestino de tortura que funcionó en el interior del país, recuperado a partir de ayer como espacio de memoria.

Por Marta Dillon
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Kirchner criticó duramente los obstáculos puestos a las causas por derechos humanos en la Justicia.

Desde Córdoba

Si miles de cordobeses miraron al cielo ayer a la mañana como señalando la conjura de algún dios fascista, no es menos cierto que esa lluvia tenaz y abundante sirvió para que cada uno y cada una de los que resistieron su asedio de pie en el barrial en que se convirtió el predio de La Perla vivieran como una epopeya compartida la recuperación de ese centro clandestino de detención por el que pasaron al menos 2 mil detenidos-desaparecidos. Empapado, los ojos hinchados y el traje desprolijo que lo caracteriza, el presidente Néstor Kirchner también desafió las cascadas de agua que se descargaban dentro del palco que compartió con los representantes de los organismos de derechos humanos que desde ahora serán responsables de abrir a la memoria colectiva las pruebas y las historias que guarda ese territorio que pertenecía al III Cuerpo de Ejército. “Yo le digo a la Justicia y sé que el Consejo de la Magistratura me va a escuchar: ¡por favor, basta! ¡Juicio y castigo, eso necesitamos! Yo les juro que empujo y empujo pero hay jueces y fiscales que se hacen los distraídos”, dijo el Presidente antes de cerrar su discurso con la intención expresa de hacerlo con un nombre: “El del compañero López, porque ahí está la amenaza del terror. A López no se lo llevaron dos o tres distraídos sino los mismos que defienden el terror. Y tenemos que encontrarlo vivo”.

Debajo del palco principal, los gritos que decían “presente” por quienes ya no se espera se mezclaron con el reclamo de “aparición con vida” del albañil que con su testimonio contribuyó a una de las condenas más ejemplificadoras –la de Miguel Etchecolatz– desde que se anularon las leyes de punto final y obediencia debida.

Con esa altura discordante que lo recortaba de entre las mujeres que lo rodearon durante el acto –Sonia Torres, de Abuelas de Plaza de Mayo Córdoba, Emilia Dambra (que aún con pañuelo blanco representaba a Familiares de Detenidos Desaparecidos) y Silvia Dito Fino, de H.I.J.O.S.– el Presidente acompañó asintiendo con la cabeza mientras los más jóvenes, debajo del palco, se reclamaban parte de la “gloriosa juventud argentina” y voz en cuello reivindicaban ese “no nos han vencido” que el canto popular sitúa después de enumerar los golpes, las torturas, los caídos. La lluvia, además dar la pincelada épica, lavó también las lágrimas de los familiares que nunca dejaron de recitar el inmenso rosario de los nombres ausentes y devolverlos a este, su último lugar, al grito de Presente.

Esa piedad por la emoción hubo que reconocérsela al agua. Nadie quería mostrarse quebrado a pesar de que los abrazos recogieron la emoción que no podía aplazarse. “Me van a hacer llorar y no quiero”, dijo Emilia Dambra antes de citar a Agustín Tosco para reconocerse ella también como parte de “los que son, los que fueron y serán represaliados aunque al final llegaremos a la victoria de conocer un país sin explotadores ni explotados”. Sonia Torres, en cambio, apenas pudo sostener el hilo de su voz cuando eligió presentarse: “Soy la madre de Silvina Parodi y de su esposo, Daniel Orozco. Ellos, como tantos jóvenes entonces, se conocieron y se enamoraron, tuvieron a su hijo, que había crecido en la panza de mi hija hasta el séptimo mes cuando fueron secuestrados. Todavía busco a mi nieto”. Después de terminado el acto, cuando los sobrevivientes, los familiares y el Presidente volvieron a recorrer las catacumbas donde hasta hace poco el Ejército cumplía labores de rutina, Sonia explicó por qué su voz estaba anegada: “Vi su foto en una pancarta, me sonreía desde ahí. Y la verdad es que la única manera en que pueda hablar con entereza es despegándome de esa imagen, porque los años pueden pasar, pero el desgarro es el mismo”. Sonia se tomó su tiempo para respirar el aire viciado, que no alcanzaba a limpiarse aun con las puertas abiertas, de la zona donde habían estado las duchas: “Acá vieron a mi hija por última vez, con su panza a punto de dar a luz”, dijo esta mujer a la que difícilmente se pueda ver como una abuela por ese aspecto juvenil, casi detenido en el tiempo. “Mi hija tenía 20 cuando se la llevaron, de mí me olvidé, no sé si tenía 40 o 41.”

En la voz de Silvia Dito Fino, hija del dirigente sindical cordobés y representante de H.I.J.O.S., el dolor se convirtió en decisión y sus palabras calificaron sin dudas ni medias tintas a los ejecutores del terrorismo de Estado, a sus cómplices y a sus propiciadores: “Fue un golpe cívico-militar planificado hasta el último detalle. Pero los genocidas no estuvieron solos”, dijo prestando su cuerpo rotundo como la cámara de resonancia necesaria para nombrar a “los políticos de los partidos tradicionales, los empresarios y terratenientes que propiciaron el golpe y dieron listas negras, a los intelectuales y periodistas que lo defendieron, a los jueces, fiscales y abogados; muchísimos de ellos en actividad”. Fue un discurso duro y contundente que ella sostuvo con la vista fija en sus compañeros y en los miles de manifestantes que cubrieron el prolijo pasto que rodea las barracas donde se ejecutó el plan de exterminio. Pero al final, haciéndose cargo de las ausencias privadas aun siendo públicas, dijo: “Queridos padres, queremos que sepan que los amamos. Estamos orgullosos de llevar su sangre en nuestra sangre. Que no podremos compartir un asado los domingos para conversar y putear y soñar juntos, que nuestros hijos no dirán abuelo o abuela; pero la vida pudo más que la muerte”. Y ahí estaba ella como representante de tantos que desde abajo se sostenían abrazados formando una familia política tan estrecha como la que se añora. Mientras, miles de flores rojas en papel, cada una con un nombre, pasaron de mano en mano hasta llegar al palco donde se pegaron para hacerlas visibles.

Cuando cantó León Gieco, la comisión de organismos que se hará cargo de La Perla ya había mostrado el convenio que firmó el Presidente en representación del Estado nacional como si fuera una conquista largamente esperada. Faltaba todavía una segunda recorrida por esos galpones en donde los sobrevivientes reconocieron las huellas de su paso, a pesar de los casi treinta años en que las actividades del Ejército siguieron desarrollándose dentro. Y fue después de esas dos canciones que todos corearon que habló el Presidente con su apelación a la Justicia para que se apuren los juicios y un desafío directo a quien dirigió los destinos de La Perla: Luciano Benjamín Menéndez. “No te voy a decir general porque ni eso te merecés –dijo Kirchner haciendo gala de un tuteo casi compadrito–, tené en claro que sos un cobarde. Los argentinos saben quién sos y que tendrías que estar en una cárcel común, que es donde tienen que estar los asesinos.”

Para el momento de la recorrida por dentro de las barracas donde tantas y tantos desaparecidos vivieron sus últimos días, las lágrimas ya no competían con la lluvia. Se habían secado unas en los hombros de otros y lo que quedaba era la euforia, de los sobrevivientes por contar, por detallar cada paso dado en ese pozo con el fondo insolente de las sierras cordobesas, de las que se despegaban jirones de nubes como si desde esas laderas bajara una rabia que se descargaba en agua. El Presidente entró primero, del brazo de Liliana Collizo y Mirta Iriondo. Fuera quedó Piero Di Monti, asomado a una ventana hasta donde se acercó Kirchner a darle un abrazo. Sonia Torres, la representante de Abuelas, intentaba recomponerse: “Me cuesta pensar que estuvo acá, que mi nieto se gestó entre gritos de tortura, que ella lo sintió en su panza sin saber si iba a sobrevivir”.

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