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El país|Domingo, 24 de junio de 2007
UNA MUESTRA DE COMPLICIDAD DE LA JUSTICIA CON LA BONAERENSE

Otra causa que duerme en un cajón

El mismo día en que morían Kosteki y Santillán, cientos de personas fueron arrestadas ilegalmente. Treinta lo denunciaron y se abrió una causa que ni siquiera dio sus primeros pasos. El mecanismo con que se garantiza la impunidad policial.

Por Laura Vales
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Treinta víctimas contaron los apremios ilegales, malos tratos y humillaciones sufridos en 2002.

Aunque pasó un año y medio desde que el tribunal oral que juzgó la masacre de Avellaneda ordenó investigar los apremios cometidos en las comisarías contra los manifestantes, esa línea de trabajo permanece congelada. Se trata de casos que fueron denunciados a lo largo de las audiencias orales en el juicio contra el comisario Alfredo Fanchiotti y el cabo Alejandro Acosta: más de treinta víctimas relataron cómo el día de la represión, los policías, cebados por la impunidad, golpearon a los detenidos, les hicieron sacar la ropa y los mantuvieron desnudos en el patio de una seccional, secuestraron a un manifestante para golpearlo en un baldío y les negaron atención médica a los heridos durante más de cinco horas.

Los vejámenes fueron cometidos por el personal de las comisarías 1ª y 2ª de Avellaneda. En la sentencia con la que el tribunal condenó a Fanchiotti y a Acosta a cadena perpetua, los jueces ordenaron abrir una causa específica sobre el tema. El expediente recibió el número 582.429, una carátula con el título “Posibles delitos de acción pública”... y no tuvo más movimiento.

“Ni siquiera se citó a los testigos para que ratificaran los hechos; no ha habido ningún tipo de investigación”, señaló ayer Claudio Pandolfi, abogado de los manifestantes.

Para Pandolfi este cajoneo es el modo en que se teje la impunidad institucional. Cuando ilícitos como estos se cometen dentro de una comisaría, todos sus integrantes quedan obligados a participar, por acción u omisión. La posterior falta de sanciones es un mensaje que dice a los uniformados que lo mejor que pueden hacer es mantenerse con la boca callada.

Los apremios

La primera denuncia de apremios fue realizada por este diario en agosto del 2002, dos meses después de la represión, cuando Edgardo Ferrari, de 23 años, se animó a contar lo que había vivido tras su arresto. Cuatro policías lo trasladaron a un descampado donde lo golpearon durante 45 minutos e intentaron ponerle una bolsa en la cabeza para sofocarlo.

“Me llevaron cerca del primer acceso al puente (Pueyrredón), frente al Carrefour, hasta un descampado limpio con un paredón blanco.” Lo obligaron a ponerse de rodillas, la cabeza contra el piso y comenzaron a patearlo.

Los policías quisieron aplicarle el submarino seco. “Se lo vamos a mandar a la mamá en una bolsita”, escuchó Ferrari que le decían mientras forcejeaba con la cabeza pegada al piso para impedir que lo ahogaran. Finalmente, lo llevaron a la comisaría primera de Avellaneda.

Más tarde, Ferrari reconocería en las fotos de la represión al hombre de civil que lo detuvo. Era el ex policía Francisco Federico Robledo, ex jefe del comando de patrullas de Quilmes. Alejado de la fuerza hacía ya seis años, ese día Robledo se sumó activamente a la represión; nunca pudo explicar qué hacía en la zona del puente, listo para entrar en acción.

A la comisaría primera de Avellaneda fueron llevados 160 detenidos, de los cuales 52 eran mujeres, 7 de ellas embarazadas. Jorge Jara fue uno de los denunciantes de lo que sucedió en la seccional. Hacinados, puestos de cara a la pared, con las manos en la nuca, quien se atreviera a hablar recibía un itakazo en las costillas. A su compañero Sebastián Russo, herido en una pierna, lo tuvieron ocho horas sangrando en la seccional, donde además lo golpearon hasta desfigurarle la cara. Los malos tratos contra los detenidos sólo se frenaron al presentarse en el lugar los entonces diputados Luis Zamora, Vilma Ripoll y Alfredo Villalba.

Cada nuevo arrestado pasaba por una tunda de recibimiento antes de ser depositado en el patio. Mientras tanto, en la comisaría segunda hacían desnudar a los detenidos. “A las mujeres nos encerraron en una pieza y nos hicieron sacar todo. Nos dieron la orden de quedarnos ahí sentadas en el piso”, contó Marcelina Montiel. Los varones tuvieron el mismo tratamiento en el patio de esa seccional de Avellaneda, donde los dejaron expuestos al frío del invierno.

“Hay además otros casos”, recordó Pandolfi. Uno es el de Carlos Leiva, militante del Frente Darío Santillán. Leiva contó en el juicio oral que cuando lo detuvieron lo hicieron tirar al piso y un policía le pisó la mano, haciendo girar el borceguí como si aplastara un cigarrillo. Así se la quebró. Después, mientras lo cargaban a un patrullero le pegaron un palazo en la cabeza que lo dejó desmayado. Otros testigos declararon que no había ningún motivo para que le pegaran porque Leiva no había opuesto resistencia.

Al archivo

Del centenar de personas que pasaron por situaciones como éstas, alrededor de treinta hablaron en el juicio. Muchos otros no se animaron a hacer la denuncia. En vista de los resultados, el tiempo les dio la razón en su falta de confianza. ¿Quiénes son los policías a los que no se investigó? “Por las descripciones que dieron los testigos, entre ellos estarían el oficial Mario de la Fuente y el cabo Néstor Leiva”, señala Pandolfi, “y en general todo el staff de las comisarías”. Quien fuera jefe de la comisaría primera, el comisario Néstor Benedetti, pasó por el juicio oral haciéndose el desorientado. Lo único que dijo recordar sobre el día de la represión fue que andaba sin casco y tenía miedo de que los piqueteros le pegaran un piedrazo.

El tribunal integrado por Elisa López Moyano, Roberto Lugones y Jorge Roldán envió los testimonios sobre los apremios a la Unidad Fiscal de Investigaciones Nº 11. “No es la única causa que quedó en la nada”, dice Pandolfi. “No se ha avanzando en el expediente sobre cómo la policía obstruyó la investigación. Los jueces advirtieron que el día de la masacre, los policías se confabularon para impedir cualquier tipo de acción de los fiscales que estaban en el lugar. Tampoco se avanzó sobre el tema.” Entre los datos para iniciar la pesquisa figura uno de peso: los responsables de la comisaría primera de Avellaneda fueron quienes poco después de los asesinatos de Kosteki y Santillán redactaron un acta con una versión falsa de la masacre. Dijeron que del interior de la estación de Avellaneda habían visto salir a la carrera a 300 piqueteros, quienes habían sorprendido a los policías sin darles tiempo de reaccionar. Buscaban instalar así la versión de que los manifestantes se habían matado entre ellos.

“La Justicia actúa cuando una denuncia sale en la tapa de los diarios, y mira para otro lado cuando un hecho no tiene esa repercusión. El mecanismo es tan así que en la masacre de Avellaneda sólo se condenó a aquellos que fueron señalados a través de los medios”, subraya el abogado. “De esta manera van quedando sin castigo los que cometieron ilícitos menos visibles, que siguen ascendiendo. Son los oficiales y comisarios de mañana y arrastran la impunidad sin ninguna consecuencia. El Poder Judicial y el Poder Ejecutivo lo saben, pero miran para otro lado.”

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