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El país|Domingo, 18 de agosto de 2002
LA VIDA EN EL JAGÜEL, ENTRE LA CORRUPCION POLICIAL Y EL ESCUADRON DE LA MUERTE

Crónica de una pesadilla

Son los comercios asaltados una y otra vez. Son las zonas liberadas, la coima permanente. Son los policías acusados de todos los delitos, desde el narcotráfico hasta la muerte de quien molesta. Es El Jagüel, famoso por el caso Peralta. Puede ser cualquier barrio del Conurbano.

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Es como si se levantara una enorme piedra que no ha sido movida de su sitio durante los últimos dos años y medio: bajo ella surgen apenas con correrla una plaga de insectos criados al calor y la humedad de la roca que los amparaba. Ese es el tiempo que lleva abierta la comisaría de El Jagüel. Y podríamos ver la piedra como la impunidad de la que hasta la muerte de Diego Peralta gozaron los hombres de la seccional que han controlado, de acuerdo con los relatos de siete testigos entrevistados por Página/12 en la zona, desde la distribución de cocaína, la zona liberada para el robo, el uso de los jóvenes ladrones para el beneficio de la patota y la sociedad con los desarmadores de autos robados. Dueños de su jurisdicción, los hombres de la Bonaerense tienen una fama bien ganada entre los vecinos de la calle Jacarandá. Allí, en una sola cuadra, la que queda a cien metros del destacamento, de 36 comerciantes, 26 han sido robados un promedio de tres veces cada uno sin que jamás actuara la fuerza. “Treinta años peleamos para tener una comisaría en la zona, cuando lo conseguimos nos dimos cuenta de que era lo peor que nos podía haber pasado en la vida”, le dice a este cronista don Caracoche, un vecino con pinta de Don Fulgencio que sospecha de todos y comparte penas con otros hombres de canas apoyados contra un mostrador.
Jacarandá, el nombre de la calle, resulta contradictorio para definir un sitio en el que el robo es casi más frecuente que la compra de productos de los empobrecidos vecinos de la zona, con la flamante comisaría a tan sólo una cuadra y media. Pero así se llama la calle liberada de El Jagüel. Beatriz es una mujer de tostado natural y claritos recién hechos, coqueta al fin, en su modesta perfumería. Los estantes intentan estar llenos con potes y frascos que toman distancia como chicos en la fila escolar para simular cierta abundancia. Es que al local de Beatriz lo han robado ya tres veces. Y Beatriz teme, casi todo el tiempo, que lleguen nuevamente.
“Esto es tierra de nadie –dice ella sentada en un banquito sobre la vereda del local–. Acá te roban en cualquier momento, los estás esperando. La primera vez rompieron la vidriera, después cortaron el candado y tuvimos que poner estos chapones.” Beatriz muestra la inversión de hierro que tuvo que hacer. Hace un año que después de la muerte de su marido con los pocos pesos de la pensión puso el local. Debe tener unos cuarenta años y vive con el menor de sus siete hijos, de 18. Su único ingreso es la perfumería. “Imagínese que apenas sobrevivo, imagínese lo que fue llegar acá tres veces y ver que me habían vaciado.” Beatriz, como el resto de la cuadra céntrica de El Jagüel, excede la bronca que le producen los propios ladrones: “Lo peor es saber que tienen permiso policial para hacerlo”, describe a su manera el resentimiento que le produce la zona liberada que la empobrece aún más.
El robo nuestro de cada día
Como se ve, de las lágrimas al odio hay poco trecho. Y eso es lo que le produce a Gladys los que la dejaron sin nada. Ella y su hermano, con un capital modesto como el de Beatriz, instalaron una “pilchería”. Los chorros llegaron pronto. Primero rompieron la vidriera, luego usaron una sierra. “Mirá que hay que tener tiempo para limar”, apunta Gladys, demostrando con una simple lógica lo imposible que sería “pelar” el negocio sin que la policía lo advirtiera. Ella tiene la cuenta clara, igual que los 36 de la cuadra. Cada quince días roban a por lo menos tres comercios. “Todos creemos que dan zona liberada porque si no, no se entiende cómo exactamente cada dos semanas afanan. Yo no confío en nadie.” Gladys y su hermano –un hombre asmático que sufrió tantas crisis como robos– conocen el proceder de la Bonaerense de cuando tenían un puesto enla feria. “Ahí cuando entrás ya tenés que pagar peaje. Son diez pesos. Pero a los coreanos les llegan a sacar hasta cien, pobres.”
Oscar “Tito” Cáceres corre la misma suerte que sus vecinas. Propietario hace nueve años de una casa de repuestos sobre Jacarandá, el hombre es el que ha asumido la representación de los comerciantes desesperados. Quizás por eso, por escrachado, es el único que no tiene dramas en dar la cara y el nombre y apellido. “Me reuní tres veces con el comisario, pero nunca nos dio una solución. Por eso a estas alturas la mayoría no va hacer la denuncia porque no les tienen confianza. Dicen que la policía se les ríe.” Los policías, de tanto negocio, saben de estrategias para neutralizar al que demande: por eso, para borrar el reclamo de Oscar le dijeron a los vecinos que tuvieran cuidado porque quería “hacer política”. “Lo único que fui a pedir es protección. Ellos me sugirieron que juntáramos plata y pagáramos una empresa de seguridad privada.” Oscar razona, con la sabiduría del habitante de El Jagüel: “Si tengo plata para contratar a una empresa de seguridad, no voy a contratarlos a ustedes”. Y como no le gusta pasar por tonto, le estampó en la cara al comisario: “¿No será que están robando para que paguemos una empresa privada?”. Exactamente: los muchachos de El Jagüel, como los de Don Torcuato, como los de tantos distritos del Conurbano, cuidan el negocio y lo multiplican: aquí vale el viejo dicho, para muestra basta un botón. La seguridad, un asunto millonario, es apenas la punta pseudolegal del rentable oficio de ser policía.
Golpes, droga y zona liberada
Apenas se pisa El Jagüel, el sonido de la turbina de un Boeing hace levantar la cabeza y ver cómo el avión asciende desde el horizonte y se mete entre las nubes, como desmintiendo la pobreza suburbana del lugar.
Los locales, gente que casi nunca se aleja de sus calles de siempre, están acostumbrados a ver cómo remontan vuelo esas naves poderosas en las que la mayoría jamas viajará. Así suena sobre los miedos de Estela y su hijo Hugo, de 16 años, cuando cuentan su 20 de diciembre. Esa tarde, Hugo y su hermano de 14 iban a Jacarandá con los pesos contados para un jean. Pero se frenaron ante la estampida de los saqueos. Corrieron ante la represión y se refugiaron con otros cuatro menores en la casa de uno de ellos. La policía, a punta de escopeta, los sacó a las trompadas y los subió a una patrulla. “Arriba nos iban dando culatazos y decían ‘acá se terminó la democracia. Ahora van a ver la paliza que les damos’. Nos pusieron adentro, en un pasillo que está a la vista. Nos pusieron contra la pared a todos con las manos arriba. Nos daban rodillazos en la pierna y después con el puño nos daban en las costillas. Me quedé sin aire. ‘Ahora me toca a mí’, se decían entre ellos y se reían.” “Después unos pibes llegaron y a uno le sacaron el gorro, entonces se le cayeron dos bolsitas de cocaína. El jefe de calle se la puso en el bolsillo, se la quedó para él”, cuenta su madre de cuando fue a buscarlo a la comisaría.
Sobre la cabeza de S., sobre la plaza en la que los pibes se reúnen a pasar el tiempo muerto tomando cerveza y fumando un porro como si estuvieran en su propio parque ajeno al control de la policía, pasa un avión internacional. El muchacho, un morocho de jean y campera de gimnasia, sigue hablando sobre el ruido de los motores y no para de enumerar las maneras en que los hombres de la comisaría de El Jagüel hacen dinero con actividades ilegales. “Ellos cobran por todos lados. A los desarmadores de la villa todas las semanas vos los ves que llegan ahí como a su casa. Y acá hay por lo menos cinco tranzas –vendedores de cocaína– y todos trabajan pagándole a la cana. Ellos igual te agarran con un papel y te lo quitan para tomárselo. Andan a la pesca de cualquier cosa, aunque ellos sean los dueños de todo lo trucho que se compra y que se vende.” El chiquitaje, eso es lo que, después de mucho andar, termina por sorprenderde alguna manera: ¿si hay arreglo con cada sector de la economía ilegal, cómo les queda tiempo y energía para robarse hasta el porro que los pibes llevan en el bolsillo?
Claro que lo importante es lo importante. Entonces, para empezar a enumerar, veamos cómo es que roban a los ajetreados comerciantes de Jacarandá. “Es fácil, a mí por ejemplo me habilitan, me limpian la zona y yo ya sé que puedo ir a tal lugar. Ellos mismos saben cuál. Es todo un plan y nosotros solamente tenemos que romper la persiana.” El que habla es un chico que parece menor de edad, pero en realidad ha cumplido los 21. Señala con nombre y apellido al que ha sido, durante el último año, su patrón, que no es otro que uno de los jefes de la patrulla de calle de súbita fama después del caso Peralta. Llegar a él no fue fácil: llegó a contactarse con este cronista después de tres días de recorrido con solidarios guías por las adyacencias de El Jagüel. En rigor, la zona está divida por las vías del ferrocarril Roca. El Jagüel, al sur de la estación, con la comisaría, la calle Jacarandá y la plaza. Siglo XX, al norte, donde está la casa de los Peralta y la población más empobrecida. De uno y otro, el sargento Miguel Giménez, acusado por un preso del secuestro de Diego, es sinónimo de paliza, venganza y trabajo forzado.
De los negocios al escuadrón
La muerte de Diego Peralta ha cambiado para siempre la dinámica del lugar. Casi nadie, a pesar de lo terrible del hecho político de la desaparición, conocía los casos de Carlos Ariel Chávez, de 19, y Alcides Fernández, de 15, los dos adolescentes cuyos padres se decidieron a escribirle al gobernador Felipe Solá de tanto angustiarse al ver las noticias de su propio barrio en la tele. Los chicos habrían sido víctimas, de acuerdo con la hipótesis del propio Ejecutivo bonaerense, del perfil más siniestro de la patota policial convertida en escuadrón de la muerte, al más puro estilo de la zona norte. Los testigos que este diario entrevistó lo explican a su manera, como corolario de las forzadas relaciones que los jóvenes ladrones se ven obligados a sostener con la fuerza policial. M. es un chico de 23 que ha hecho varias de las paradas del camino del delito. Consumidor de cocaína, con la cara llena de tics producto de la adicción, cuenta, una noche demasiado oscura de esta semana caliente, su relación con los capos de la comisaría y su miedo, su pavor, a caer “en cualquier momento porque ya no les voy a servir”.
Es un casi recurrente incursionar en los detalles de los negocios ilegales y la impunidad policial, sea de la zona que fuera. La trama en la que los jóvenes ladrones son captados por las mafias para luego morir en presuntos enfrentamientos cuando ya son un problema es un tanto conocida y este diario ha publicado abundante material al respecto. Pero no deja de crispar la historia contada en primera persona: “Un día te agarran y te meten adentro por un robo. Entonces te ofrecen la libertad, pero a cambio de que hagas algo para ellos”. ¿Qué? “A mí me pidieron que robara autos, eso es lo que vengo haciendo.” ¿Se les da una parte? “No, vienen y te dicen, tal marca, tal modelo, y lo entregás.” ¿Cada cuánto? “Ponele que dos por semana.” ¿Cuánto pagan? “Te pueden dar cincuenta pesos, como mucho.” ¿Ellos a cuánto lo venden? “Si yo lo vendo puedo sacar 400, ellos no sé, yo de lo que hacen después no sé nada”. ¿Y si alguien no quiere? “No podés decir que no.” ¿Y si querés más plata? “A veces no te dan nada, te dicen: ‘Andá, andá, que hoy estoy cruzado, gracias que no te meto adentro’.” ¿Qué es lo peor que puede pasarle a alguien que roba para ellos?
“Te pueden bajar, te pueden dar un hecho, mandarte a robar y esperarte a la salida como que son los más pillos. Entonces te bajan, te la terminan dando cuando quieren, porque parecen los dueños de la vida.”
Sólo levantar apenas un poco la piedra y los insectos lucen como un panal.

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