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El país|Domingo, 20 de noviembre de 2005

Pomposo y banal

Por H. V.

Apenas seis de los ochenta firmantes del documento “Una luz para reconstruir la Nación” ya eran obispos al concluir la dictadura: Carmelo Juan Giaquinta, Domingo Castagna, Jorge Casaretto, Emilio Bianchi di Cárcano, Vartan Waldir Boghossián y Rafael Eleuterio Rey. Sin embargo, el nuevo Episcopado no encontró nada mejor que reciclar el documento “Iglesia y Comunidad Nacional,” concebido en 1981 cuando la experiencia dictatorial estaba agotada y debía preverse una salida que rescatara a las Fuerzas Armadas de su propia locura sangrienta. Entonces la Iglesia procuraba el perdón recíproco y la reconciliación. Ahora que ya no es posible frenar los juicios opta por la equiparación judicial de los crímenes de lesa humanidad cometidos desde el Estado terrorista con los actos de la guerrilla que enfrentó a la dictadura, en la misma línea del liberal diario La Nación y del destituido ministro de la Corte Suprema de Justicia Antonio Boggiano. El pomposo y banal documento del Episcopado ni siquiera alcanza a advertir el nexo causal entre la política económica impuesta entonces y profundizada durante los años de relaciones carnales del menemismo y la Santa Sede, con el aumento escandaloso de la desigualdad, que denuncia sin la menor reflexión histórica. Entre los seis sobrevivientes no hay ningún miembro del sector integrista que avaló la cruzada represiva, lo cual hace más notable el tono retro del documento. El párrafo sobre la guerra sucia fue inspirado por Bergoglio quien acuñó la insidiosa expresión “memoria completa”, según contó el ex jefe del Ejército Ricardo Brinzoni en una entrevista de Nora Veiras de mayo de 2000.
Giaquinta fue auxiliar en Viedma de Miguel Hesayne, uno de los obispos cuya conducta Kirchner alabó y a quien entregó el Premio Nacional a los derechos humanos. En 1976 era decano de la Facultad de Teología de Buenos Aires. Pocos días después del asesinato de los palotinos, su casa fue ametrallada. Había defendido a Alberto Carbone cuando lo detuvieron luego del secuestro del ex dictador Aramburu, y albergado en su casa al sacerdote, sociólogo y teólogo Justino O’Farrell, decano montonero de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Al año siguiente un feligrés que trabajaba en un servicio de informaciones le hizo saber que se colocaría una bomba en su casa. Durante una recepción en la Nunciatura, el cardenal Raúl Primatesta y el nuncio Laghi se lo presentaron a los tres Comandantes en jefe, como forma de advertencia. “Me embargó un sentimiento de ira contra mí mismo: ¿cómo les di la mano, cómo no les escupí en la cara y no me puse a gritarles asesinos?”, escribió Giaquinta, en un reconocimiento de la consciente mudez episcopal.
En 1980 sesionó en Mendoza un Congreso Eucarístico. Giaquinta se retiró antes de que Jorge Videla leyera una oración porque “no me aguantaba la presencia de los militares con el FAL bajo el poncho, custodiando el salón de reuniones y el hotel donde estábamos los obispos”. No todos estuvieron en hoteles ni a disgusto. La mayor parte se alojó en un regimiento militar especialmente acondicionado para ellos. Un asistente al Congreso recuerda que cuando fue a buscar a un obispo al regimiento se jugaba allí un animado partido de fútbol entre militares y eclesiásticos. La atracción era el hábil delantero Jorge Casaretto. Menos popular, Pío Laghi jugaba al tenis con el dictador Emilio Massera.
Actual obispo de San Isidro, Casaretto fue ordenado en diciembre de 1976 y enviado a Rafaela para suceder al obispo Antonio Alfredo Brasca, uno de los más próximos al tercermundismo, que murió de un cáncer en junio de ese año. El obispado era lugar de reunión de las agrupaciones laicas que llevaron esa práctica a los barrios más humildes, en vinculación con el peronismo revolucionario. Casaretto desmanteló el trabajo pastoral avalado por Brasca y sólo permitió tareas asistencialistas. Estableció cordiales relaciones con las autoridades militares pero no dejó de visitar en la cárcel a los militantes detenidos por la dictadura. Una tarea similar cumplió en San Nicolás su amigo Oscar Laguna, luego del asesinato en un falso accidente de carretera del obispo Carlos Ponce de León. Casaretto, Castagna y el actual obispo de Azul, Bianchi di Cárcano, junto con los hoy eméritos Laguna y Jorge Mejía, todos ellos designados por gestión del nuncio Pío Laghi, formaron parte del denominado Grupo de San Isidro. Sin plegarse al integrismo, que celebró la dictadura como un renacimiento de la nación católica, también abominaron de la teología de la liberación y desarrollaron en su lugar la evangelización de la cultura, cuyo apogeo se produjo en la reunión del Celam en Puebla en 1979. Reconoce la separación de la Iglesia y el Estado en esferas autónomas y dirige su trabajo a las bases de la sociedad.
Actual arzobispo de Corrientes, Castagna fue auxiliar de Juan Carlos Aramburu en el Arzobispado de Buenos Aires en 1978. Como asesor de la Comisión Justicia y Paz del Episcopado participó en la preparación de “Iglesia y Comunidad Nacional”. Ese documento fue la resignada aceptación eclesiástica del principio de la soberanía del pueblo y el reconocimiento de la autonomía de la pluralista sociedad temporal. Es equivalente al discurso de Nochebuena de 1944 del Papa Pio XII, cuando ya era inevitable la derrota del nazismo en la guerra. Su eje era la denominada reconciliación, es decir el rescate de los militares luego de los desastres cometidos. La Iglesia admitía que la conciencia nacional había situado a la justicia “en el centro de sus anhelos”. Sin embargo, advertía que era preciso “establecer la igualdad y la equiparación entre las partes en conflicto” y “alcanzar esa forma superior del amor que es el perdón”.
En 1983, la Comisión Justicia y Paz encomió el Documento Final de la Junta Militar por señalar que “el origen de la violencia armada en la Argentina ha sido el terrorismo de la guerrilla”, pero lo objetó por no descalificar “la represión ilegal a la que la misma dio lugar”. De este modo, reiteraba el nexo de causa a efecto que siempre constituyó el argumento central de defensa de lo que hicieron las Fuerzas Armadas, desde el primer día de la dictadura hasta la semana pasada. La Iglesia no sólo rechaza la justicia. Tampoco acepta la verdad. Hace diez años, Castagna, Laguna, Bianchi di Cárcano, Casaretto y el también sanisidrense Carlos Galán se preguntaron en una declaración: “¿Para qué debemos conocer toda la verdad? ¿Para volver a enfrentarnos o para reconciliarnos?”. De tan posconciliares olvidaron a San Agustín, quien escribió que “sólo la verdad nos hará libres”.

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